Pablo contra los judaizantes: la epístola a los Gálatas (II)

La vimos en el capítulo anterior que la admisión de nuevos miembros dentro del cristianismo primitivo en número suficiente como para desequilibrar el elemento judío resultaba una amenaza clara para el movimiento cristiano primitivo. Pasajes como el que escribiría años después Pablo en Rom 1, 18 ss o los contenidos en Sab 13, 1 ss y 14, 12 o la carta de Aristeas 134-8 dejan de manifiesto que"/>

Judaizar el Evangelio: razones

Pablo contra los judaizantes: la epístola a los Gálatas (II)

La vimos en el capítulo anterior que la admisión de nuevos miembros dentro del cristianismo primitivo en número suficiente como para desequilibrar el elemento judío resultaba una amenaza clara para el movimiento cristiano primitivo. Pasajes como el que escribiría años después Pablo en Rom 1, 18 ss o los contenidos en Sab 13, 1 ss y 14, 12 o la carta de Aristeas 134-8 dejan de manifiesto que

02 DE NOVIEMBRE DE 2006 · 23:00

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La tentación de judaizar – de pervertir el Evangelio adoptando interpretaciones judías que no proceden de la Biblia sino de tradiciones humanas – no es nueva. Ciertamente, hoy podemos hallar manifestaciones de semejante conducta en aquellos que se empeñan en colocarse una kipah cuando la costumbre era desconocida en la época de Jesús y sólo tiene unos siglos; en los que leen la Biblia desde una perspectiva talmúdica y no neo-testamentaria o en los que abogan por libros que pervierten el texto del Nuevo Testamento como es el caso del llamado Código Real. Sin embargo, esa moda – herejía más bien - no es nueva. El judío Pablo ya tuvo que enfrentarse con ella en el s. I en pleno proceso de expansión del cristianismo. Estamos viendo cómo se defendió de ese peligro espiritual a través de su carta a los gálatas. LA “RELAJACIÓN MORAL” Este peligro llevó a una preocupación por la relajación moral que supondría el primer intento serio de judaización del Evangelio en Antioquía, tal y como explica el Nuevo Testamento. Pero eso lo veremos en el próximo artículo En el caso de algunos judeo-cristianos de Palestina, la preocupación ante tal posibilidad llegó a ser lo suficientemente acuciante como para desplazarse hasta Antioquía – a fin de cuenta la comunidad origen de todas aquellas complicaciones - e intentar imponer lo que consideraban que sería una solución óptima para el problema. Al parecer, los mencionados judeo-cristianos eran de origen fariseo (Hch 15, 5) y cabe al menos la posibilidad de que aún siguieran formando parte de alguna hermandad de esta secta. Su entrada en el movimiento judeo-cristiano no debería resultarnos extraña ya que los judeo-cristianos admitían como ellos la resurrección de los muertos - incluso pretendían contar con la prueba definitiva de la misma en virtud de la resurrección de Jesús (Hch 2, 29 ss; 4, 10 ss; 1 Cor 15, 1 ss) - y eran críticos hacia los saduceos que controlaban el servicio del templo. Por otro lado, la figura de Santiago - un riguroso cumplidor de la ley - no debía de carecer de atractivo para muchos fariseos. Ciertamente, la halajáh judeo-cristiana era distinta de la farisea, pero nada hacía suponer que la ley de Moisés careciera de vigencia en sus aspectos morales para los judeo-cristianos. EL NACIONALISMO No terminaba ahí todo. El control romano sobre Judea estaba despertando a la sazón brotes de un nacionalismo rebelde dotado ya de tintes violentos. Los judíos denominados por Josefo "bandidos" comenzaban a enfrentarse directamente al poder invasor empuñando las armas. Los rebeldes contra el poder romano estaban pagando su osadía con la muerte de manera generalizada y aquellas ejecuciones servían para soliviantar más los ánimos de la población judía. Todo este entramado social e ideológico, siquiera indirectamente, iba a plantear problemas a los judeo-cristianos. en aquellos momentos la menor sospecha de simpatizar con los romanos, aunque fuera mínimamente, implicaba el riesgo de hacerse acreedor a los ataques de estos elementos subversivos (Guerra II, 254 ss y Ant XX, 186 ss). Si la iglesia de Jerusalén tendía puentes hacia el mundo gentil - y era difícil no interpretar así la postura de Pedro o, muy especialmente, la evangelización de los gentiles fuera de Palestina - no tardaría en verse atacada por aquellos, razón de más, por lo tanto, para marcar distancias. No iba a ser la primera vez que un sector concreto del cristianismo absorbía tendencias nacionalistas – o marcadas por grupos nacionalistas – con lamentables consecuencias espirituales. LA RESPUESTA JUDAIZANTE Debido a todo lo anterior, la solución propuesta por estos judeo-cristianos resultaba considerablemente tentadora. Por un lado, serviría de barrera de contención frente al problema de un posible deterioro moral causado por la entrada de los gentiles en el movimiento. La circuncisión de los mismos y el cumplimiento subsiguiente de los preceptos de la ley mosaica constituirían garantía suficiente de ello. Acostumbrados a la visión multisecular de un cristianismo meramente gentil tal propuesta pude resultar chocante para el hombre moderno, pero partía de bases muy sólidas. Si se deseaba dotar de una vertebración moral a los conversos gentiles procedentes del paganismo poca duda podía haber de que lo mejor sería educarlos en una ley que Dios mismo había entregado a Moisés en el Sinaí. Si se pretendía preceder la entrada de los gentiles en el grupo de seguidores de Jesús por un periodo de aprendizaje espiritual, no parecía que pudiera haber mejor norma de enseñanza que la ley de Moisés. Por otro lado, tal medida permitiría además alejar la amenaza de un ataque nacionalista siquiera por la manera en que los gentiles que se integraban en las comunidades de discípulos dejaban de serlo para convertirse en judíos. No parecía posible que ningun judío - por muy nacionalista que pudiera ser - fuera a objetar en contra de las relaciones con un gentil que, a fin de cuentas, se había convertido al judaismo circuncidándose y comprometiéndose a guardar meticulosamente la ley de Moisés. La propuesta de aquellos jerosilimitanos resultaba tan lógica, al menos en apariencia, que cabe la posibilidad de que incluso hubiera sido prevista - y ulteriormente defendida - asimismo por miembros de la iglesia de Antioquía. De hecho, eso explicaría la acogida, siquiera parcial, que prestaron a los judeo-cristianos palestinos que la propugnaban. LA CIRCUNCISIÓN Tal rigorismo en relación con el tema de la circuncisión no parece haber tenido precedentes en el judeo-cristianismo ni tampoco era generalizado en el judaísmo. Ciertamente de las fuentes se desprende que la insistencia en la circuncisión dentro del judeo-cristianismo era nueva y no existe ningún dato en el sentido de que el tema fuera discutido al inicio de la misión entre los gentiles. De hecho, incluso algunos maestros judíos se habían mostrado con anterioridad partidarios de dispensar a aquellos de semejante rito, siempre que cumplieran moralmente con su nueva fe. La misma escuela de Hillel mantenía que el bautismo de los prosélitos gentiles era válido sin necesidad de verse acompañado por la circuncisión (TB Yebamot 46a). Ananías, el maestro judío del rey Izates de Adiabene, recomendó a este último que no se circuncidara pese a adorar al Dios de Israel (Ant XX, 34 ss) y cabe la posibilidad de que Juan mantuviera un punto de vista paralelo al insistir en el bautismo como señal de arrepentimiento. LA DISPUTA DE ANTIOQUÍA Indudablemente, no era ésa la visión de los judeo-cristianos que visitaron Antioquía, procedentes de Palestina, y quizá podría verse en ello, siquiera indirectamente, además de los motivos aducidos también un intento de dificultar así el acceso de los gentiles al seno del movimiento. La situación era de tanta relevancia que llegaría a provocar un enfrentamiento entre dos personajes que poco antes se habían repartido amigablemente las zonas de actividad misionera. Esta “disputa de Antioquía” la analizaremos la semana que viene.
Artículos anteriores de esta serie:
1Judaizar el Evangelio

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