Tuyo es el reino, el poder, y la gloria
El Padrenuestro, sólo se puede orar desde el final: sólo mirando al futuro que Dios nos ha prometido.
02 DE MAYO DE 2015 · 22:15
LA DOXOLOGÍA
La doxología del Padrenuestro comienza con la conjunción causal, “porque”, que expresa la razón por la que se pide todo lo anterior. Así que, elevamos a Dios las siete peticiones encerradas en el Padrenuestro porque el reino, el poder y la gloria lo tiene únicamente Dios, y no el maligno, ni el mal, ni el pecado, ni la muerte.
Así nos lo enseña Jesucristo, y por eso la iglesia responde a su oración con esta alabanza a modo de preciosa confesión de fe.
Esta respetuosa declaración de fe de la iglesia comprende tres términos: Reino, poder y gloria. La primera palabra -reino- se relaciona con la predicación de Jesús acerca de la irrupción del reino de Dios en nuestro mundo.
Las otras dos, -poder y gloria-, tienen que ver con la revelación de la gloria de Dios que se hará manifiesta universalmente, en el cielo y en la tierra, el día de la segunda venida de Jesucristo al mundo, tal como se nos dice en Mateo 24:30: Y verán al Hijo del Hombre viniendo sobre las nubes del cielo, con poder y gran gloria.
Todavía está oculto a los ojos de los hombres que a Dios pertenece todo poder y gloria, pero llegará un día en que será manifiesto a toda la Humanidad quién es el único Señor sobre cielo y tierra. En este sentido, todo el Padrenuestro apunta a ese día, al futuro escatológico.
Lo que al principio de la oración se expresa en peticiones, ahora, al final, se recoge en adoración. El reino está comprendido en la petición: Venga tu reino. El poder tiene que ver con la petición: Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra. Y la gloria está relacionada con la petición: Santificado sea tu nombre.
La Biblia está llena de preciosas promesas divinas, según las cuales, nosotros esperamos cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia (2 Pedro 3:13). Esto significa que contra todo pesimismo, cristiano o secular, contra toda resignación paralizante nacida de un concepto fatalista de destino, nosotros esperamos de Dios, nada más y nada menos, que conduzca la historia a su culminación, y que ese día Dios revierta en salvación, paz y felicidad todos los males que aquejan al hombre.
Con otras palabras: que Dios alcance el fin original para el cual creó al hombre y con él todas las cosas. Es, precisamente, en este fin o meta de las promesas divinas donde se inspira la doxología del Padrenuestro: Porque tuyo es el reino, y el poder, y la gloria.
Si esto no fuera así, si esta alabanza fuera sólo la expresión de un deseo noble y piadoso, carecería de la fuerza y la convicción personal a la oración precedente, desde la invocación hasta la última petición.
La doxología, pues, es la respuesta de la iglesia creyente a las siete peticiones expresadas en la oración modelo. Es la expresión de la fe que afirma que Dios tiene todo el poder y la gloria y que su reino no tendrá fin. De manera que, si el reino es de Dios, no hay nada que temer, por muy mal que pinten nuestro presente y nuestro futuro. El Padrenuestro, por tanto, sólo se puede orar desde el final: sólo mirando al futuro que Dios nos ha prometido; sólo en la guarda expectante del reino venidero de Dios es que podemos hacer nuestra la oración de Jesús.
Esta exaltación final es, además, la respuesta de la iglesia al Padrenuestro, porque lo cierto es que Jesús acabó su oración con el último ruego (líbranos del Malo). En los manuscritos bíblicos más antiguos no se encuentran las palabras finales. Sin embargo, la iglesia cristiana añadió esta doxología siguiendo la costumbre bíblica y judía, según la cual a toda oración debe corresponder una exaltación que atribuya a Dios toda la gloria y la honra debidas. Con esto se coloca el sello bajo las peticiones formuladas.
Y no cabe duda de que también la oración modelo acababa con semejante doxología. El hecho de que los manuscritos más antiguos no la registren, no significa que la desaprueben, sino más bien que los orantes disponían de libertad para añadir su propia doxología, como, efectivamente, lo hacían. Para las sietes peticiones había una forma escrita precisa.
En cambio, el final se podía concluir a propia voluntad, con palabras personales. Ya al principio del siglo II (112 d.C.) encontramos en la Didajé, o Enseñanza de los Apóstoles, el Padrenuestro una doxología que, por cierto, consta sólo de dos términos: porque tuyo es el poder y la gloria por los siglos (Did. 10:5).
En los textos bíblicos los orantes disponen de una amplia diversidad de fórmulas de alabanza. Ejemplos los encontramos en Salmos 106:48: Bendito Jehová Dios de Israel, desde la eternidad y hasta la eternidad; y diga todo el pueblo, Amén. Aleluya.
También en 1 Crónicas 29:11,12,13: Tuyo es el reino…el poder…y la gloria). Otras oraciones del Nuevo Testamento concluyen con variadas doxologías. Bástenos citar Lucas 2:14; Romanos 11:36; 2 Timoteo 4:18; Apocalipsis 1:6; 4:11; 11:15,17; 12:10).
¡Porque tuyo es el reino!
Con estas palabras confesamos nuestra fe de que el reino de Dios triunfará sobre todo dominio y señorío de este mundo. Esto no siempre nos resulta fácil de creer. ¡Cuántas veces se ha intentado arrojar a Dios de su trono! Muchas modernas Constituciones han borrado completamente a Dios de sus páginas. En aras del laicismo se ha quitado de las escuelas y de muchos edificios públicos cualquier vestigio relacionado con la religión.
De esta manera se pretende suprimir a Dios de la vida pública y relegar lo religioso a la esfera de lo privado. Y esto aun siendo mayoría los creyentes que los ateos. Está bien que en los edificios públicos no impere ninguna señal denominacional, pero suprimir todo rasgo público de trascendencia en países de tradición cristiana es un error.
El diablo sabe perfectamente la fuerza de las palabras: ¡Tuyo es el reino! Él sabe que sus días están contados. Sabe que su hora está a punto de sonar. Sabe que su reino está por acabar. Por eso redobla sus esfuerzos y desata sus malas artes para multiplicar el mal y el sufrimiento en el mundo.
Pero nosotros no miramos al Malo, sino que, en medio de las pruebas y las adversidades, ponemos nuestros ojos en Dios y oramos con fe, diciendo: ¡Tuyo es el reino! Y con esta adoración en nuestros labios y en nuestro corazón, retomamos nuestras tareas cotidianas y nuestro testimonio cristiano ante el mundo, sin importarnos reveses, desprecios, burlas, ataques, enemistades, ni indiferencias, porque sabemos que suyo es el reino.
Y porque el reino es suyo, sabemos que es nuestro también, puesto que lo que es de nuestro Padre, nos pertenece por derecho natural. Esto nos da confianza y valor en medio de nuestras tribulaciones y conflictos cotidianos, y nos ayuda a confesarle y serle fiel aun en los momentos más difíciles. En todo momento nos alientan las palabras de Jesús que dice: No temáis, manada pequeña, porque a vuestro Padre le ha placido daros el reino (Lucas 12:32).
¡Tuyo es el poder!
Con estas palabras confesamos en fe y adoración que el poder divino, al final, se impondrá y triunfará sobre todo otro poder espiritual y humano, tanto en la tierra como en el cielo. Tampoco esto nos resulta a veces fácil de creer y confesar.
Y es que cuando contemplamos la Naturaleza con todas esas catástrofes desproporcionadas y terribles como inundaciones, terremotos, sequías, huracanes y fuegos forestales, nos preguntamos: Dios mío, ¿dónde está tu poder? ¿Por qué tienen que ocurrir estas cosas matando y arruinando tantas vidas humanas?
¿Y qué ocurre cuando contemplamos la historia de la Humanidad con tantas tragedias, guerras, conflictos, crisis económicas, paro obrero, emigraciones forzadas…? Pues ocurre que de nuevo nos preguntamos: Dios mío, ¿dónde está tu poder?
Y si echamos una mirada en nuestra circunstancia personal con tantos reveses, problemas familiares y laborales, enfermedades y esos golpes duros que la vida da y que marcan para siempre, sentimos surgir en nosotros la pregunta: ¿Hasta cuándo todo esto? ¿Qué hay entonces del poder de Dios, del que decimos que tiene la última palabra?
A todo esto respondemos que cuando una persona ha sido tocada y conquistada por el amor de Dios que se reveló en Jesucristo, experimenta, para propia sorpresa, cómo cesan y se acallan en su corazón las voces inquiridoras, las quejas y los reproches, mientras que se acrecienta en su interior la certeza de la fe que le hace decir con más fuerza y convicción: ¡Porque tuyo es el poder, por todos los siglos!
¡Y tuya es la gloria!
Con esta declaración alcanza la doxología su punto culminante, pues la palabra “gloria” es en la Biblia uno de los términos más sublimes. Significa: brillo, esplendor, honor, honra, magnificencia, excelencia, majestad divina…, y todo esto en tal magnitud que la palabra “gloria” no se puede aplicar a nosotros, los hombres, en ninguna manera, dado que nuestro ser, nuestra naturaleza y condición, no son dignos de ella.
Esta gloria permanece oculta al ojo y al entendimiento humanos, y esto, precisamente, porque es una gloria divina. Sólo Dios nos la puede revelar y por eso es que sólo la fe iluminada por el Espíritu de Dios puede reconocerla y adorarla.
Gloria reveló Dios cuando llamó a la existencia este mundo nuestro, creándolo por el poder de su sola palabra (Romanos 1:20-21). Gloria reveló Dios cuando envió a su Hijo Unigénito al mundo para realizar nuestra salvación; ese día los ángeles cantaron: ¡Gloria a Dios en las alturas! (Lucas 2:14).
Gloria revela Dios cuando hace de un miserable pecador un digno hijo suyo, un heredero del reino de los cielos (Efesios 1:6,11,14). Gloria revela Dios cada vez que un pecador va siendo transformado, por la acción del Espíritu, en una figura a la imagen de Jesucristo (2 Corintios 3:18). Y de gloria seremos nosotros revestidos cuando pasemos del creer al ver, cuando nuestro peregrinaje concluya a las puertas de la Sión celestial y recibamos de manos de nuestro Señor la corona de la vida. Toda esta gloria resulta muy difícil de digerir y discernir para la mente humana.
La gloria divina es nuestro destino final, pues Jesús oró a su Padre Dios, diciendo: Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has dado (Juan 17:24).
Por eso concluye el apóstol Pablo: Y a los que predestinó, a éstos también llamó; y a los que llamó, a éstos también justificó; y a los que justificó, a éstos también glorificó (Romanos 8:30). Así es evidente que nuestra salvación y perseverancia es asunto de Dios, y no gloria nuestra. Lo nuestro es adorar a este Dios maravilloso, cuya gloria no bastará la eternidad para captarla siquiera en su mínima expresión.
¡Por todos los siglos!
Nuestra meta está junto al Dios eterno, allí está nuestra patria y destino final. Eternamente guardados, eternamente salvados. Ningún diablo alterará más ese descanso que disfrutaremos junto al Señor. Ningún burlador se reirá más de nosotros, ningún enemigo nos perseguirá más. Y nosotros contemplaremos a Aquel a quien ama nuestra alma.
Y esos momentos no serán breves instantes, como los que vivieron los apóstoles en el monte de la transfiguración, o como los que experimentamos nosotros en alguna reunión o culto bendecido, sino que durarán eternamente, porque eternamente permaneceremos delante del trono de nuestro glorioso Dios y Salvador, y día y noche le serviremos en su santo templo.
Y ningún reloj anunciará una hora de partir, y ninguna dolorosa despedida lacerará nuestro corazón, porque por todos los siglos permaneceremos en nuestro hogar celestial junto a nuestro Dios y Padre.
¿No es digno de adoración y de alabanza lo que nuestro Dios ha hecho por nosotros y en nosotros, y lo que hará aún? Sí, lo es. Por eso concluimos el Padrenuestro con nuestra doxología creyente y agradecida, confesando nuestra fe y nuestra esperanza en ese glorioso futuro que nos aguarda por obra y gracia del amor divino.
¡Amén!
Ésta es la última palabra. Es una palabra de confianza, una palabra de fe. El que dice amén se apropia la oración (1 Corintios 14:16). Amén significa: Creo, espero, lo que oro ocurrirá con toda seguridad. Confío en Dios porque él es un Dios que oye la oración. Él cumplirá todo lo que ha prometido.
Los ángeles en el sueño de Jacob subían y bajaban la escalera que tocaba el cielo y la tierra. Ellos llevan nuestras oraciones delante del trono de Dios. Ninguna oración cae por el suelo.
Y después bajan a la tierra trayendo las respuestas a las súplicas y peticiones de los hombres. Ocupemos nuestro lugar al pie de esta escala de gracia. ¡Nuestra vida será de bendición en la medida en que sea una vida de oración! Por eso, oremos como Jesús enseñó a sus discípulos.
Y hagámoslo con toda confianza y fe y en un espíritu de adoración y alabanza, porque de nuestro Padre Dios y de su Cristo es el reino, y el poder y la gloria, por los siglos de los siglos. Amén.
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