El escritor en su laberinto

Muchos años después, frente a la pantalla del ordenador en blanco, Gabriel García Márquez había de recordar sus largas jornadas de escritura con una vieja máquina de teclas artísticas y rodillo cacarizo. Eran años de rotundas privaciones y de convicciones férreas, de perseverar con sus narraciones inspiradas en una aldea de casas de barro y cañabrava, de evocar a su abuelo Nicolás Márquez y su obsesión por acudir al diccionario para aclarar sus dudas.

14 DE NOVIEMBRE DE 2009 · 23:00

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Me encuentro a punto de terminar de leer la biografía escrita por Gerald Martin acerca del autor de Cien años de soledad, titulada Gabriel García Márquez, una vida. De los varios temas que aparecen en la obra, resalta para mí en el extenso recorrido de la vida y obra del personaje, el del nítido sentido que tuvo García Márquez sobre su vocación de escritor. Es deslumbrante su capacidad para defender la solitaria labor de escribir, de permanecer frente a tantas amenazas y la disposición a pagar el precio por luchar a favor de su vocación. Si algo sobresale del tema de la determinación garciamarquiana respecto de su convicción de ser escritor, es que el oficio en él ha sido resultado de un esforzado trabajo, de largas jornadas y sufrimientos al no avanzar en la escritura de las narraciones imaginadas. La conjunción de creatividad y disciplina es una lección que brota por todas partes de la biografía del autor de Crónica de una muerte anunciada. Obra que para mí es la que más me gusta de García Márquez, junto con, por razones sentimentales, Relato de un náufrago. Resulta que en mi adolescencia Relato fue el libro que me cautivó de tal manera que marcó mi encantamiento por el gozo de la lectura. De ello he dejado testimonio en Protestante Digital, con un escrito titulado Relato de un lector. Era conocido, hacia 1966, que García Márquez se encontraba inmerso en la redacción de una novela que le
 
estaba consumiendo todos sus recursos, alma, entrañas y corazón. El tema de la narración había anidado en el autor mucho tiempo antes, cuando tenía diecisiete años y pensó llamar a su historia La casa. Se trataba por supuesto de expresar literariamente aquellos años vividos en casa de sus abuelos Nicolás Márquez y Tranquilina Iguarán Cotes. Pero entonces el muy joven Gabriel abandonó el tema porque, como él mismo ha expresado, le “quedaba demasiado grande”. Gabriel García Márquez era un periodista reconocido en Colombia para el tiempo en que lidiaba con Cien años de soledad. Había publicado excelentes artículos y reportajes, pero la escritura de libros era una agonía. Y es precisamente, durante el tiempo en que la novela estaba en vías de concluirse e iniciar su alucinante historia editorial, cuando García Márquez publica en el suplemento dominical de El Espectador, de Colombia, el artículo “Desventuras de un escritor de libros” (7 de agosto de 1966). En las pocas líneas siguientes el autor nos deja todo un programa de perseverancia, de convicción sobre una tarea solitaria y abrasadora:
Escribir libros es un oficio suicida. Ninguno exige tanto tiempo, tanto trabajo, tanta consagración en relación con sus beneficios inmediatos. No creo que sean muchos los lectores que al terminar la lectura de un libro se pregunten cuántas horas de angustias y de calamidades domésticas le han costado al autor esas doscientas páginas, y cuánto ha recibido por su trabajo… Después de esta triste revisión de infortunios, resulta elemental preguntarse por qué escribimos los escritores. La respuesta, por fuerza, es tanto más melodramática cuanto más sincera. Se es escritor, simplemente, como se es judío o se es negro. El éxito es alentador, el favor de los lectores es estimulante, pero éstas son ganancias suplementarias, porque un buen escritor seguirá escribiendo de todas maneras, aun con los zapatos rotos, y aunque sus libros no se vendan.

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