Breve nota desde un gran dolor

Verle postrado en cama es un dolor que se me clava en el alma. Mi padre está muy enfermo. Él, tan dado al ejercicio, a sus ochenta años (cumplidos hace poco más de un mes) lo quiebra la enfermedad, y sufre agudos espasmos que le llenan sus ojos de lágrimas.

07 DE MARZO DE 2009 · 23:00

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Llega la hora de enviar mi artículo a Protestante Digital y vacilo, ante el lecho de mi papito, si hacer llegar o no una nota al director de nuestra publicación, el entrañable Pedro Tarquis, explicándole que no cuente con mis líneas para la entrega dominical de la revista. Pero decido que sentarme a escribir, en estos momentos terribles, es un bálsamo, una tarea terapéutica que me permite confesarme acerca de lo que significa en mi vida el hombre que padece los dolores que se le clavan como agudas navajas en su ajado cuerpo. Cuando hace varios años leí que Gabriel García Márquez escribió sobre su identidad última, y primera, que él después de todo solamente era el hijo del telegrafista de Aracataca, me pareció una exageración. La frase la consideré fruto de una pose innecesaria para un gran escritor reconocido en el orbe entero. Pero paulatinamente tuve que reconocer lo profundamente cierto de lo confesado por el autor de Crónica de una muerte anunciada (mi novela preferida del laureado con el Premio Nóbel). Mi padre creció al amparo de una pareja de tíos generosos, que le acogieron en su casa y le enseñaron el valor de la honradez y el trabajo esforzado. Él tuvo una escolaridad escasa, solamente cursó los seis años de la educación que en México llamamos primaria. Allí aprendió el oficio que le daría sustento toda su vida y a los suyos, el de impresor. Ha sido un hombre esforzado, ocupado en trabajar para que sus hijos tuviesen mejores horizontes que los de él. Se dio incondicionalmente en favor de su familia. Encuentro que él es uno de esos personajes como los descritos en el conmovedor poema de Jorge Luis Borges, Los Justos. Me describo bajo la sombra sanadora del árbol que para mí ha sido el hombre que miro sedado para sobrellevar el dolor. Después de todo soy el hijo de un sencillo obrero, del impresor que llevaba a casa periódicos y revistas populares que serían los caminos por los que uno de sus hijos, quien redacta con lágrimas estas líneas, se iniciaría como lector consuetudinario. Por ahora sólo quiero desenredar sus cabellos, besar su mejilla, acariciar con gratitud su frente surcada por las líneas del tiempo.

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