A la Fraternidad Teológica Latinoamericana, crisol fecundo. Por distintas circunstancias históricas cada confesión o denominación cristiana tiene una herencia teológica que privilegia sobre otras. Los entendimientos que de la fe han tenido grandes personajes responden, en buena medida a su entorno histórico. Nadie reflexiona sobre sus creencias en el vacío social, cultural y económico. Siempre vemos las cosas desde algún lugar epistemológico, condicio"/>

Renovando herencias teológicas

A la Fraternidad Teológica Latinoamericana, crisol fecundo.
Por distintas circunstancias históricas cada confesión o denominación cristiana tiene una herencia teológica que privilegia sobre otras. Los entendimientos que de la fe han tenido grandes personajes responden, en buena medida a su entorno histórico. Nadie reflexiona sobre sus creencias en el vacío social, cultural y económico. Siempre vemos las cosas desde algún lugar epistemológico, condicio

01 DE ABRIL DE 2006 · 22:00

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Si lo anterior es verdad, y creo que lo es, de la misma manera podemos afirmar que los visionarios, los que se atreven a concebir de manera distinta el futuro, dejan de ser hijos e hijas de su tiempo para trascenderlo. Así dan saltos que se transforman en nuevos puntos de referencia, en nuevos paradigmas, hasta que surge otro avance cognoscitivo y/o se redescubre, es el caso en la historia del cristianismo, en la herencia doctrinal algún principio olvidado y que al reactualizarlo revoluciona la anquilosada estructura de una determinada organización eclesíásticas. Así pasó, por ejemplo, con traductores de la Biblia como John Wycliffe (siglo XIV), y Jan Hus (siglo XV), que por su sencilla, pero a la vez radical, convicción de que la Biblia debía estar disponible en el idioma del pueblo, retaron al poder político-eclesiástico de su época y fueron precursores de cambios que reverdecieron con ímpetu en el siglo XVI. Cuando cada tradición teológica, y su respectivo resultado eclesiológico, es desafiada con las enseñanzas de la Palabra, aquel cuerpo de creencias bien estructurado con sus confesiones y catecismos, de ninguna manera puede resultar incólume. Es así porque necesariamente hay entendimientos particulares que incurren en una exageración, o reducción, o desconocimiento de ciertas doctrinas bíblicas. Esto sucede, sobre todo, cuando se pone agudo énfasis en algunos versículos en lugar de privilegiar el conjunto de lo afirmado por Las Escrituras acerca de un determinado tema. Además, nuevas circunstancias nos descubren principios desdeñados por alguna o varias de las diversas corrientes teológicas, y que permanecían invisibles o distorsionados por una miopía hermenéutica, a su vez causada por intereses construidos por las varias plataformas de poder interpretativo dominantes en la sociedad. En el terreno protestante latinoamericano tenemos que durante el siglo XIX llegaron misioneros de distintas tradiciones teológicas. Mayormente incursionaron en nuestras tierras bautistas, presbiterianos y metodistas. Los luteranos lo hicieron en mucho menor escala, y de otras confesiones (congregacionales, moravos, por ejemplo) su trabajo estuvo enfocado a pequeñas regiones. Como sea, todos ellos desembarcaron en América Latina con la idea de presentar el Evangelio de Jesús a los habitantes del Continente, y de hacerlo mediante la Biblia. El hecho de que Amerindia estuviera dominado religiosamente por la Iglesia católica, fue un factor que contribuyó a la unidad de las iglesias evangélicas que buscaban implantarse entre nosotros. Dado el gran poder de la Iglesia hegemónica, los misioneros, y las organizaciones que los enviaron, tuvieron la disposición de unir fuerzas y difuminar sus diferencias en aras de fortalecerse mutuamente frente a un adversario común. Esa colaboración y convivencia resultó en retroalimentación, en apertura entre unos y otros, en revaloración de otras perspectivas teológicas. Las líneas doctrinales que le dan su perfil particular a cada confesión protestante obviamente no desaparecieron, pero fueron más elásticas que en los lugares donde surgieron originalmente. De tal manera que mientras en Europa (sobre todo en los países donde se impuso una confesión de Estado), y tal vez en Estados Unidos, un calvinista o luterano difícilmente reivindicaba para sí la gesta de los anabautistas evangélicos del siglo XVI y los bautistas ingleses de la siguiente centuria, o de John Wesley; en América Latina poco a poco hubo filtraciones entre los pertenecientes a una y otra herencia teológica. En Estados Unidos las llamadas iglesias de santidad, prácticamente todas ellas de trasfondo wesleyano, fueron el terreno fértil donde después brotó un fruto repudiado por la mayoría del liderazgo del main stream protestante norteamericano (incluyendo a las holiness churches); y eso llevó al pentecostalismo moderno que emergió en abril de 1906, en Los Ángeles, California (ver mi anterior artículo en Protestante Digital, para más detalles), a tener que nucleares y con el tiempo a formar nuevas denominaciones. Por su parte en América Latina, en Chile, hacia 1907, el misionero norteamericano Willis Hoover, a través de correspondencia con pentecostales de Noruega, Estados Unidos, India y Venezuela (en los tres primeros países sabemos con certeza que a ellos llegó el pentecostalismo vía la Apostolic Faith Misión de Azusa Street, y es posible que también al último) entró en contacto con la doctrina de la glosolalia como evidencia inicial del bautismo del Espíritu Santo en la vida del creyente. Su propia experiencia extática le hizo releer su tradición teológica, reivindicarla en parte y renovarla, y junto con un grupo que le acompañó en la experiencia formó en 1910 la Iglesia Metodista Pentecostal de Chile. Este es nada más un ejemplo, tal vez el más conocido y documentado históricamente, de que en América Latina pueden darse mezclas, interacciones y nuevos resultados, imposibles en otras partes que levantan barreras infranqueables entre las herencias teológicas. Si yo, como integrante activo en una comunidad de fe que se identifica con la Iglesia de creyentes y una de sus expresiones en la historia como es la Reforma radical del siglo XVI, y dentro de ella particularmente con el anabautismo pacifista y evangélico, tengo la tendencia a la organización eclesiástica democrática, horizontal, renuente a la clericalización y que promueve la participación amplia de todos y todas me cierro a la posibilidad de que en el Nuevo Testamento se practicaban otros estilos de gobierno en las comunidades cristianas, entonces estaría por la uniformización de las iglesias en un tema en el que parece hay pluralidad de formas. Lo que sí es un principio irrenunciable en cualquier tipo de organización eclesial -sea de liderazgo más vertical o compartido- es que quienes dirigen no pueden hacerlo despóticamente sino mediante la persuasión y el ejemplo de Jesús. Desde la perspectiva que distingue entre la Palabra eterna y su aprehensión por personas sujetas a condiciones y entendimientos relativos, es perfectamente posible entretejer teologías que se nutren de herencias reflexivas antes tenidas como antagónicas. Y tal vez lo sean si vemos a cada teología como un todo empaquetado que se debe aceptar o rechazar en su totalidad. ¿Pero y si tomamos algo nada más y lo articulamos con lo seleccionado de otras herencias en la larga historia del cristianismo? Porque incluso aquellos que defienden su legado teológico a ultranza y de forma totalizadora, deberían de reflexionar en que su tradición de hoy fue la innovación de ayer. Muchos de los debates entre cristianos son absurdos porque cada parte fija su postura sin el ánimo de conceder nada al oponente. Así se construyen disyuntivas falsas, cuando, muy probablemente, un cierto grado de síntesis sea la solución más sana y bíblica. Frente a la riqueza de la Revelación, el contexto crecientemente plural en el que vivimos, la caída de líneas divisorias teológicas que respondían a condiciones de otros tiempos históricos, hoy es posible ser luterano en unos asuntos de la fe (sobre todo, para mí, en la lid que Lutero dio entre 1517 y 1525, antes de la Guerra de los Campesinos), calvinista en lo que respecta al celo por la exégesis bíblica (aunque no necesariamente tenga que compartir las conclusiones de Calvino, y critique su autoritarismo en Ginebra); wesleyano que enfatiza la calidad de vida del cristiano y el seguimiento cotidiano de Cristo; moravo que se identifica con las necesidades de los más desvalidos y discriminados y se encarna de tal manera que está dispuesto a vivir como y con ellos para anunciarles el Evangelio; anabautista que desacraliza todo poder humano y construye la comunidad de creyentes en donde rige el poder del Cordero. Podría continuar el bordado de herencias que me acompañan en el camino de seguir a Cristo, pero concluyo y digo que soy una contradicción para quienes buscan clasificaciones estrictas y bien delimitadas de escuelas teológicas: soy pentonita, por pentecostal y menonita.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Kairós y Cronos - Renovando herencias teológicas