Jesucristo: nuestra esperanza

La esperanza no es una ilusión ni escapismo, es la convicción que nos sostiene en tiempos de incertidumbre.

26 DE MARZO DE 2023 · 20:00

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Imagen de Tim Marshall, Unsplash.

Exponer la Palabra en una comunidad de fe es un gran privilegio y responsabilidad. Hoy domingo voy a predicar el siguiente mensaje en Eden Mennonite Church, Chilliwack, British Columbia, Canadá. Comparto aquí la versión en español:

 

En esta mañana agradezco a ustedes y les saludo en el nombre de nuestro Señor Cristo Jesús. Les doy las gracias por recibirme y dar la oportunidad de compartir con ustedes la Palabra del Señor. También les saludo entrañablemente en nombre de la Conferencia Mundial Menonita, de cuyo Comité Ejecutivo formo parte. Igualmente, por mi conducto, les abrazan (es una costumbre mexicana) la Conferencia de la que soy miembro en México y la Iglesia en la que sirvo como pastor. 

Unas palabras sobre los destinatarios de la Primera Carta de Pedro

Por correo electrónico recibí el tema (Jesucristo: nuestra esperanza) y pasaje bíblico sobre el cual debía basar mi exposición de hoy, que es el primer capítulo de la Primera Carta de Pedro. Me parece muy importante resaltar algunas características de quienes originalmente recibieron el escrito del apóstol Pedro. El primer capítulo es parte de una misiva escrita, desde Roma, en la vejez del antiguo pescador de Galilea a cristianos dispersos por regiones comprendidas en la actual Turquía. Estas comunidades enfrentaban dos peligros, uno externo y el otro interno. De afuera tenían incomprensión, hostilidad y casos de persecuciones. De adentro provenían falsas enseñanzas, varias de ellas se estaban filtrando y poniendo en riesgo el corazón del Evangelio.

Los destinatarios de la carta de Pedro fueron extranjeros (pároikos, en griego). Algunos de ellos y ellas eran naturales de otros lugares, en este sentido eran literalmente extranjeros. Otros no procedían de fuera de la región, sino que habían nacido o residían de largo tiempo en alguna de las provincias mencionadas en el inicio de la epístola (Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia). Sin embargo eran extranjeros simbólicamente ya que su identidad elegida (ser conversos cristianos) había tomado en algunos aspectos el lugar de su identidad religiosa y cultural heredada. Probablemente algunos de estos cristiano(a)s estuvieron en Pentecostés (Hechos 2), cuando irrumpió el Espíritu Santo y compartieron su experiencia en las ciudades y pueblos donde regresaron o habían migrado.

Es iluminador el comentario de John H. Elliot sobre quiénes eran los pároikos en el mundo cultural del Nuevo Testamento. La palabra no era meramente descriptiva sino que estaba cargada de sentido peyorativo y discriminador: los pároikos son los extraños, los extranjeros, los forasteros, la gente que está fuera de su patria, o que carecen de raíces en el país o no conocen bien la lengua, las costumbres y la cultura del país, o no comparten las mismas convicciones políticas, sociales y religiosas de las personas entre quienes viven […] El término se empleó en sentido técnico, político-jurídico para designar la condición o suerte de un extranjero que vivía en el país, de un residente en el extranjero, y que no disfrutaba de los derechos civiles ni de la ciudadanía”.[1]

La identidad de los cristianos y cristianas era menospreciada, considerada inferior y peligrosa. Era una identidad estigmatizada por la cultura dominante. Cotidianamente los integrantes de las comunidades de fe vivían lo que significaba ser portadores del estigma del extraño[2]. Frente a esto Pedro dignifica a los proscritos y les comunica cuál es su identidad en un mundo que les mira con desdén.

Los versículos 9 y 10 del capítulo 2 de la Primera Carta de Pedro dicen lo siguiente: “Pero ustedes son linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo que pertenece a Dios, para que proclamen las obras maravillosas de aquel que los llamó de las tinieblas a su luz admirable. Ustedes antes ni siquiera eran pueblo, pero ahora son pueblo de Dios; antes no habían recibido misericordia, pero ahora ya la han recibido” (Nueva Versión Internacional).  

Antes de estos versículos, Pedro escribió que sus destinatarios eran como piedras vivas sustentadas por la piedra angular que es Cristo (2:5 y 6-7). Todos y todas comparten esta identidad, que más adelante es ensanchada al anunciarles que juntos conforman un “linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo que pertenece a Dios”. Aquí se concentra con imágenes victoriosas la identidad de los redimidos en Cristo, quiénes son, quiénes somos.

A cada una de esas imágenes le corresponde un ministerio. No se trata de proclamar superioridad que menosprecia otras identidades, sino dignificar a los menospreciados, a los “cualquieritas” que son vistos por los demás como seres prescindibles y a quienes se les niega su derecho de pertenencia a un determinado conglomerado social.[3]

Más que pretender proveerles una plataforma para el orgullo por enseñarles quiénes son sus destinatarios, Pedro a lo largo de esta epístola, y particularmente en la sección que estamos examinando sostiene que a la identidad que por gracia les ha otorgado el Señor debe corresponderle una misión en el mundo.

Es aquí donde el apóstol pasa del tema de la identidad al de la responsabilidad misional y misionera. Son lo que son para vivir de cierta forma, a la manera normada por el ejemplo de Jesús, la piedra angular. Del qué Pedro transita al cómo. El pueblo elegido, nación consagrada, pueblo de la posesión de Dios, tiene la responsabilidad de anunciar con palabras y conductas la grandeza de la reconciliación en Cristo. ¿Y cuál es la forma de hacerlo? De manera contrastante, llevando luz a las tinieblas. Las tinieblas existen porque hay ausencia de luz.

Esperanza en medio del sufrimiento

De las cinco veces en que aparece el término esperanza en la Primera Carta de Pedro, tres de ellas están en el primer capítulo. Después de comunicarles Pedro que en Cristo son nuevas criaturas, él menciona por primera vez la palabra esperanza. En el versículo 3 habla de una esperanza viva, y lo es porque descansa en el hecho portentoso de la resurrección de Cristo. Pedro sabía bien de qué hablaba, porque él quedó descorazonado y sin esperanza al creer que el proyecto de Jesús había sido derrotado en la cruz. La resurrección de Jesús vivificó la fe y esperanza de Pedro, el mismo efecto debe tener entre nosotros, darnos esperanza viva en un mundo desesperanzado y donde las fuerzas de todo tipo de muerte amenazan el florecimiento de la vida digna para todos y todas.

A partir del versículo 13 Pedro hace un llamado a equipar, preparar nuestras mentes y producir ideas que se conviertan en acciones acordes al Reino de Dios. Anima a la hermandad para que ponga “su esperanza completamente” en la gracia de Jesucristo. Entonces y ahora hubo y hay vendedores de esperanzas falsas. A nuestros hermanos y hermanas del primer siglo Pedro les encomiaba a no confundirse, a tener claridad en quién depositaban integralmente su esperanza. Igualmente nosotros debemos discernir los tiempos y no dejarnos cautivar por discursos que nos instan a depositar nuestros recursos intelectuales, anímicos, conductuales, políticos y económicos en esperanzas virtuales, en esperanzas montadas como escenografías para atraer incautos. Que nuestra esperanza descanse completamente en la gracia que nos ha sido dada por Jesucristo.

La tercera mención de Pedro a la esperanza se localiza en el versículo 21. Los cristianos que originalmente recibieron la carta, de acuerdo con Pedro, podían tener seguridad de que Dios no era una construcción humana sino una realidad constatable por la encarnación de Jesús. En los versículos 10 al 12 el apóstol deja en claro que si bien los profetas vislumbraron la salvación que vendría, es a comunidades de creyentes como a las que se dirige Pedro a las cuales se les ha otorgado el privilegio de ver cumplida la máxima revelación de Dios en Cristo Jesús. El versículo 23 es una confesión contundente: “Pues ustedes han nacido de nuevo, no de simiente perecedera, sino de simiente imperecedera, mediante la palabra de Dios que vive y permanece”. Todo lo demás, por más sólido e inconmovible que parezca, se desintegra, pero, como lo escribió Pedro, evocando al profeta Isaías, “la palabra del Señor permanece para siempre”. Nuestra esperanza no está en un conjunto de ideas filosóficas, sino en el Verbo encarnado que, como dice Juan 1:14, “habitó entre nosotros”. Que la rebeldía de la esperanza inunde nuestros corazones y vivifique a nuestras comunidades.

Esperanza en tiempos difíciles

El apóstol Pedro instaba a sus destinatarios para que fuesen mensajeros, con palabras y acciones, de la esperanza que daba la fe en Jesucristo. Les llamaba a perseverar en medio de adversidades y posibles persecuciones. En la Primera Carta de Pedro el verbo sufrir aparece doce veces, “more than any other book in the New Testament”[4]. Pedro les advirtió sobre las consecuencias de seguir a Cristo en una sociedad que era hostil hacia los cristiano(a)s. 

Hoy, en distintos lugares, integrantes de nuestra familia global, sufren persecuciones y/o desastres que les dejan desamparados. Su sostén es la esperanza en el Señor, y así nos dan ejemplo de cómo esperar a que el Señor cambié el lamento en baile y sean vestidos de alegría (Salmo 30:11). Entre más hostil es el entorno mayor debe ser la esperanza de que la última palabra no está bajo control de personajes y fuerzas que nos dañan y hacen sufrir. La esperanza no es una ilusión ni escapismo, es la convicción que nos sostiene en tiempos de incertidumbre.

En América Latina, entre nuestras comunidades de creyentes, un elemento central en el seguimiento de Jesús es la esperanza de que el Espíritu del Señor fortalecerá a los abatidos y débiles. La convicción de que el Espíritu Santo está con nosotros, y la solidaridad y acompañamiento de la familia de la fe inyectan capacidad de resistencia, así como acrecientan la convicción de que las condiciones adversas causantes de sufrimientos son oportunidades para que nuestra fe “sea acrisolada por las pruebas” (1:7). De esta manera la fe revivifica la esperanza de que “Dios dispone todas las cosas para el bien de quienes lo aman” (Romanos 8:28).

Concluyo con lo escrito por el apóstol Pablo en Romanos 15:13: “Que el Dios de la esperanza los llene de toda alegría y paz a ustedes que creen en él, para que rebosen de esperanza por el poder del Espíritu Santo”.  

 

Notas

[1] John H. Elliot, Un hogar para los que no tienen patria ni hogar. Estudio crítico social de la Carta primera de Pedro y de su situación y estrategia, Editorial Verbo Divino, Navarra, 1995, pp. 61-62.

[2] Sobre el proceso de estigmatización como sanción excluyente física y simbólica ver Joan Pratt, El estigma del extraño: un ensayo antropológico sobre sectas religiosas, Editorial Ariel, Barcelona, 1997.

[3] Tomo la expresión “cualquierita” de Darío López quien la refiere de manera contrastante para ejemplificar lo sucedido con pentecostales peruanos de zonas marginadas: “Ahora ellos ya no son ‘cualquierita’, sino seres humanos con dignidad y derechos, personas que han pasado de una situación de exclusión a ser ciudadanos, y que han encontrado en una iglesia local el espacio social en el cual pueden canalizar todo su potencial humano”, en Pentecostalismo y transformación social, Fraternidad Teológica Latinoamericana-Ediciones Kairós, Buenos Aires, 2000, p. 61.

[4] I. Howard Marshall, New Testament Theology. Many Witnesses, One Gospel, InterVarsity Press, Downers Grove, 2004, p. 642.

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