Solamente un lector que escribe

Aprender a pensar es un hábito que se acrecienta lentamente y que, por lo mismo, no halla muchos terrenos de cultivo en la era de la fugacidad.

06 DE NOVIEMBRE DE 2022 · 07:00

Foto: <a target="_blank" href="https://unsplash.com/@alejandromoron27">JA Morón Guadarrama.</a>, Unsplash CC0.,
Foto: JA Morón Guadarrama., Unsplash CC0.

Soy un lector que escribe. Así prefiero ser presentado en las conferencias, cursos y congresos en los que me invitan a participar. Soy más lector que escritor, pero llevo ejerciendo el oficio de procrear líneas ya muchos años, y en el proceso ayudaron a forjarme muchos escritores y escritoras de quienes he tomado sus consejos y técnicas. La gran mayoría de ellos y ellas mediante la lectura atenta de sus libros. De unos pocos recibí directrices en sus cursos y/o conversaciones.

He tenido parte en congresos, conferencias, presentaciones de libros y mesas redondas, y no en pocas ocasiones algunos participantes entregan, para que sea leído por el moderador(a) presentador(a), un currículum vítae más extenso que la ponencia por presentar. Como si el efecto buscado fuese impresionar al auditorio, y que éste reconozca de antemano la lucidez y/o incuestionable autoridad en el tópico a desarrollar por parte del expositor(a). Desde hace varios años tengo por costumbre entregar como presentación unas cuantas líneas, en las que doy cuenta de publicaciones en las que habitualmente escribo, proporciono los títulos de tres o cuatro de mis libros más recientes y finalizo con la frase “prefiere ser presentado como un lector que escribe”. Nada más, pero nada menos.

En diversas ocasiones he citado lo expresado por Fernando Savater, quien dijo que como por leer no pagaban, se tuvo que poner a escribir. Aunque por escribir y publicar lo escrito la paga es modesta, es mi caso, por leer uno solamente obtiene gratificación anímica y no he tenido éxito en hallar empleo como lector. Nuevamente acudo a Fernando Savater, y concuerdo con él, cuando considera que “Todos los escritores, especialmente los de una segunda fila como yo, somos un poco criaturas de Frankenstein, compuestos por pedazos tomados de grandes autores muertos o vivos”. Yo soy escritor hecho de retazos tomados de aquí y acullá. Soy un Frankenstein esperpéntico. Si Fernando Savater se considera escritor de “una discreta segunda fila”, digo de mí que yo estoy formado varias filas más atrás.

En mi formación como escritor, proceso lleno de frentazos y desbarrancamientos, he tenido privilegios, entre ellos recibir mentoría de Gastón García Cantú. Fue un gran historiador mexicano, brillante articulista en la prensa, creador de instituciones culturales, para mi sorpresa me admitió en su seminario de investigación política e histórica. En las primeras sesiones asignó lecturas al grupo, los integrantes del mismo debíamos entregarle reportes de lo leído. Con esmero revisaba el trabajo de cada uno(a), hacía anotaciones y corregía los gazapos gramaticales y ortográficos.

En una de las clases, después de hacer observaciones acerca de la confusión que sus alumno(a)s teníamos entre uso de abundantes adjetivos y la exposición de argumentos, nos dijo que no confundiéramos presentación de datos e ideas con “gritos y sombrerazos”. Es decir, en lo que redactábamos abundaban señalamientos, invectivas, gritería transformada en vocablos, pero no demostración de hechos respaldada en datos y presentados ordenadamente. Entonces dijo una frase que para mí sirvió como detonante y provocó que me replanteara en qué consistía la investigación que, más tarde, se plasma en líneas redactadas: “Escribe claro quien piensa claro”. Continuó desglosando lo que expresó y comprendí que aprender a pensar es condición sine qua non para escribir, si no con brillantez por lo menos con pulcritud.

El acto de pensar es complejo, expresar con propiedad lo pensado es todavía más. Pensar conlleva aprender a diseccionar lo que analizamos y a recomponer lo analizado en un todo para localizar la lógica, el hilo conductor del asunto que buscamos comprender y, posteriormente, explicarlo de manera escrita. Lo han expresado mejor José Antonio Marina y María de la Válgoma: “Pensar es unir significados (palabras, ideas, imágenes) en un todo coherente, con el propósito de comprender, conocer o buscar soluciones” […] La etimología lo relaciona con ‘pesar’, es decir, con averiguar el peso de algo […] En determinados contextos expresarse bien es pensar bien, es decir, pensar lógicamente, lo que refuerza nuestra idea de que estamos tratando temas fundamentales para nuestra existencia diaria. Expresarse bien es, también, pensar bien. Lo repetiremos una vez más: Enseñar lengua es enseñar a usar la lengua, o sea, la inteligencia” (La magia de escribir, Barcelona, Plaza y Janés, 2007, pp. 27 y 30).

Aprender a pensar es un hábito que se acrecienta lentamente y que, por lo mismo, no halla muchos terrenos de cultivo en la era de la fugacidad, cuando la mayoría de las personas buscan enterarse de algún asunto mediante cápsulas informativas instantáneas. Pensar implica, necesariamente, hacerse de información y aprender a cribarla. Con el engrosamiento de bagaje informativo se posibilita no ser víctima de propaganda que se presenta como un cúmulo de datos incuestionables. Hacerse de información, crecer en la capacidad de separar la chatarra propagandística de datos duros válidos, conlleva paciencia. Hay que darse a la tarea paciente de leer, releer, comparar versiones sobre un mismo acontecimiento, verificar lo que vamos a validar en lo que escribimos. Lo expresa bien Óscar de la Borbola: “Ponerse a pensar es atreverse a pensar, e incluso, es arriesgarse a pensar: es un aventurarse, pues el pensamiento que se lanza a su propio vuelo nunca sabe a dónde llegará. Pensar es una aventura, no un viaje en tren con itinerario marcado. De ahí que pensar amplíe las posibilidades de la existencia, pues el que piensa no sólo revisa el elenco de lo que está delante, sino que convierte lo que está delante en un balcón para mirar más lejos” (La rebeldía de pensar, México, Fondo de Cultura Económica, 2019, p. 17.

El bagaje informativo que vamos acumulando funciona como controlador de los datos equivocados que, con más frecuencia de lo esperado, escritore(a)s prestigiado(a)s deslizan y por su prestigio tienen credibilidad en quienes los leen. Ejemplifico al respecto. Una serie de libros monumental, cuatro volúmenes, coordinada por Umberto Eco y en la cual especialistas en la Edad Media ilustran sobre distintos aspectos de la época, incluye un capítulo de Francesco Stella. El autor afirma, erróneamente, que Esteban Langton (1150-1228), “fue el primero en introducir la división en versículos al texto completo de la Biblia”. En realidad lo que hizo Langton, arzobispo de Canterbury, fue dividir la Biblia en capítulos. Fue el impresor Robert Estienne (Stephanus), quien publicó, en 1551, una nueva edición del Nuevo Testamento griego de Erasmo, e incorporó los versículos. Dos años después salió de la imprenta de Stephanus la Biblia traducida al francés, la primera en usar la división de capítulos y versículos.

Hago la observación confesando que, por no ser más exigente conmigo mismo, al buscar datos he incurrido al escribir en errores que me han hecho sonrojarme, preguntarme por qué tomé información sin verificarla. El oficio de escribir demanda humildad, disposición al aprendizaje cotidiano.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Kairós y Cronos - Solamente un lector que escribe