Poligénesis del protestantismo en Latinoamérica: el caso mexicano, una visión panorámica (5)

El resumen que hoy inicia da cuenta de, más o menos, medio siglo de gestación del protestantismo endógeno en México, el periodo que va del inicio de México independiente a la llegada de lo que llamo misioneros institucionales, los y las enviados por denominaciones con el fin de iniciar iglesias en el país.

16 DE JULIO DE 2022 · 23:49

Retrato de Manuel Aguas.,
Retrato de Manuel Aguas.

Nota: El siguiente texto es una especie de corte de caja. He publicado cinco libros referentes al cristianismo evangélico/protestantismo mexicano del siglo XIX. En las obras hay datos acerca de los antecedentes de la germinación de unas creencias vistas por el establishment religioso y cultural como ajenas a la identidad nacional, la cual, cabe mencionar, no cayó del cielo sino que fue una construcción colonial erigida a lo largo de tres centurias. Después de finalizada la Colonia, formalmente con la independencia de España, continuó dominando el modelo religioso implantado inicialmente a la fuerza y tomó características peculiares dadas por la población indígena y mestiza. El resumen que hoy inicia da cuenta de, más o menos, medio siglo de gestación del protestantismo endógeno en México, el periodo que va del inicio de México independiente a la llegada de lo que llamo misioneros institucionales, los y las enviados por denominaciones con el fin de iniciar iglesias en el país. La presente serie no incluye las abundantes notas de pie de página que sí están en la versión a ser publicada como libro, por lo cual el tono de lo aquí dado a conocer es casi de crónica periodística.

Como asistente al templo protestante que Riley junto con otros encabezaba en San Juan de Letrán, Manuel Aguas escuchaba atento las predicaciones. Cuenta que inicialmente conoció a Henry C. Riley por su voz, ya que al ser “corto de vista” no podía percibir bien el rostro del misionero cuando éste predicaba desde el frente del salón. Es precisamente por el valor de Riley para hacer obra evangélica «en medio de la más odiosa idolatría, y rodeado de enemigos», escribe Aguas, que se sintió avergonzado y decidió conversar con el misionero para hacerle saber que estaba decidido a «contender [públicamente] por la fe de Jesús».

En los primeros meses de 1871, El Monitor Republicano deslizó la posibilidad de que Manuel Aguas se hubiese convertido al protestantismo. El provincial de los dominicos, fray Nicolás Arias, dirigió una carta fechada el 12 de abril a Manuel Aguas, quien ya había dejado de ejercer el sacerdocio católico meses atrás. En el escrito le preguntó directamente respecto a las versiones que corrían sobre su abandono de la Iglesia católica.

Aguas respondió a su ex superior pocos días después, el 16 de abril de 1871, con una extensa misiva en la que no dejó lugar a dudas sobre sus creencias evangélicas, su escrito está lleno de citas bíblicas. Así dejó ver que el año y medio anterior dedicado a estudiar «con cuidado y cariño la divina Palabra» había dejado profundas huellas en él.

Su respuesta fue un rotundo sí, a la pregunta de si se había convertido al protestantismo. Pero antes de ello Manuel Aguas hizo una relación a Arias, de dónde estaba en cuestiones de fe y su nueva creencia evangélica, cuyas características describirá a lo largo de la misiva.

Quien fuera dominico inició comentándole a su interlocutor que como sacerdote «había seguido la religión tal como Roma la enseñaba; de manera que todavía hace tres años era cura de Azcapotzalco, combatía al protestantismo con todas mis fuerzas, y aún hice que algunos protestantes se reconciliaran con la Iglesia Romana. Creía entonces que profesaba la verdadera religión».

Se hace un paréntesis para comentar lo señalado por Aguas, sobre que logró regresar al seno del catolicismo romano a ciertos protestantes que habitaban en la jurisdicción de su parroquia. Eso tuvo lugar en 1868, cuando la presencia de los misioneros protestantes en el país era de carácter personal y espontáneo. Es decir, entonces todavía no predominaban los misioneros respaldados por denominaciones, planes y recursos bien estructurados. Acaso esos protestantes, algunos reconvertidos al catolicismo, pero no todos, mencionados por Manuel Aguas, fuesen el fruto de la presencia discreta y el testimonio de creyentes evangélicos extranjeros y nacionales que, a partir de la Independencia, en 1821, fueron consolidando en el país pequeños grupos de cristianos que ya no eran católicos romanos.

En su epístola, Aguas evoca que el arranque de su peregrinaje hacia la fe evangélica inició cuando llegaron a sus manos «algunos trataditos de aquellos a quienes combatía; trataditos que por razón de mi oficio tuve que leer». La lectura del material tuvo resultados que Manuel Aguas consignó en los siguientes términos:

Por ellos [los trataditos] comprendí, a mi pesar, que aunque había hecho una carrera literaria en lo eclesiástico hasta concluirla, aunque había sido catedrático de Filosofía y Teología, y aunque creía conocer la religión, principalmente en lo relativo al protestantismo: no sabía yo todo lo que verdaderamente se alegaba en aquel campo cristiano que, adhiriéndose de buena fe a las Sagrada Escritura, hace que revivan los primitivos discípulos de Jesús, campo respetable y aun superior en número al romanismo. Porque como Roma prohíbe con excomunión mayor leer los libros de los protestantes, yo sólo había consultado autores romanistas que las más de las veces todo lo pintan al revés.

 

Ante él, lo dice en su escrito, se presentaban tres opciones: 1) La religión de Dios; 2) La religión del sacerdote; y 3) La religión del hombre. La primera, caracteriza Aguas, era la religión de la Biblia a la que él ha decidido seguir. La segunda era la que encabeza un mero hombre que se dice infalible [el Papa]. La tercera, en la que confían los racionalistas, tenía en el centro la infalibilidad de la razón natural. Antes que enseñarle a escuchar la Palabra de Dios, arguye Manuel Aguas, en la Iglesia católica le habían instruido a «creer en la palabra del hombre», al transmitirle lo que decían grandes pensadores eclesiásticos sobre uno y otro tema. Él hizo a un lado esa tradición para ir directamente a las enseñanzas de la Biblia:

Hoy soy feliz; sigo a Jesús, oyendo todos los días su dulce y apacible voz en el libro Santo, que nos ha dejado para que, sin temor de caer en el error, lo leamos todos sus hijos. Leedlo vos también con frecuencia; obedeced el precepto del Señor que nos dice: «Escudriñad las Escrituras, porque ellas son las que dan testimonio de mí» [Jn 5, 39]. No hagáis caso de la palabra del hombre, sino atended solo la palabra de nuestro Dios. Si así lo hiciereis, encontraréis la verdad y seréis dichosos.

 

Vale la pena detenerse en mencionar que la versión de la Biblia citada por Manuel Aguas en su extensa carta es la de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera. James Thomson, colportor enviado a México en 1827 por la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera, difundió la Biblia traducida por el sacerdote católico Felipe Scío de San Miguel, aunque sin libros deuterocanónicos, llamados por algunos apócrifos. Es en 1858, cuando la Sociedad reemplazó la versión de Scío con la publicación del Nuevo Testamento, traducido por los protestantes españoles del siglo XVI, Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, y en 1861 imprimió para su distribución toda la Biblia de esos mismos traductores. 

Ante la posición de la Iglesia católica en el sentido de que los feligreses debían ser guiados doctrinalmente en su, por otra parte, poco probable lectura de la Biblia, Manuel Aguas abogó por un acceso amplio a las Escrituras por parte de todos:

Es verdad que Roma nos dice que hay peligro en leer la Biblia sin notas; no lo creáis, no existe tal peligro, mil veces no. No puede ser que el Dios de bondad y de amor nos dejara un libro peligroso, donde en lugar de la vida encontraremos el veneno de la muerte. A nuestro divino Jesús nunca se le podrá considerar como un envenenador, cuando es nuestro Salvador, nuestro Vivificador, nuestro bien.

 

En un interesante ejercicio de diferenciación de lo que es la Biblia, Manuel Aguas reconoció que había porciones «semejantes a altas montañas a donde sólo podrán llegar personas de cierta fuerza intelectual». También advirtió que «hay pasajes de tan dificultosa inteligencia, que se parecen a aquellas elevadísimas serranías a donde ninguno de los mortales, ni aun de los demás esclarecidos y animosos han podido encumbrarse». Pero, en general, las Escrituras eran diáfanas y para comprenderlas es innecesario, rebate Aguas, todo el aparato que las recargas de notas doctrinales aprobadas por las autoridades:

Nos alega Roma que la Biblia es oscura y difícil de entenderse. Esta dificultad está contestada en muchas ocasiones. Se podría decir, entre otras cosas, que todas las verdades necesarias para nuestra Salvación se encuentran en ella, en un estilo tan claro, tan sencillo, tan natural, tan encantador, que estos lugares se parecen a aquellos campos amenos y floridos, que, siendo planos y sin tropiezos, aún los más débiles pueden transitarlos con toda facilidad y sin temor de caer.

 

Las Escrituras son nítidas, aseguraba Manuel Aguas contra quienes se empeñaban en obstaculizar su lectura bajo el argumento de que era necesaria la supervisión de los clérigos católicos. Además, con seguridad, escribió en la misiva donde expuso su confesión evangélica, el creyente cuenta con la asistencia del Espíritu Santo para tener un entendimiento cabal de la Biblia.

En el documento del 16 de abril de 1871, Aguas argumenta que a la comprensión de la Palabra debe acompañarle el seguimiento cotidiano de Jesús. Como otros y otras que se habían entregado al estudio intelectual, emocional y comprometido de la Palabra, Manuel Aguas logró hallar «la fe que justifica y que conduce a la gloria, esa fe que ha sido oscurecida por Roma con multitud de trabas que le ha puesto para avasallar las conciencias y arrebatarnos la dulce libertad que Jesús nos ha alcanzado con su preciosa muerte».

Para él era muy claro que las obras eran innecesarias para alcanzar la salvación en Cristo, y que el resultado de la redención necesariamente debería producir buenas obras. Tenía conciencia de que los libros neotestamentarios de Romanos y Santiago no se contradecían, sino que se articulaban:

Se me exige que mi fe no sea falsa, ilusoria, que no sea muerta sino viva, esto es, animada por la caridad; que crea sin dudar un momento en esta redención; que espere con entera confianza este perdón; que ame con toda mi alma al Dios misericordioso que así me ha agraciado; que aborrezca con odio eterno mis crímenes pasados, y que no vuelva a cometerlos; que ame no sólo de palabra sino también de obra a todos los hombres, porque todos son mis hermanos; que los ame y perdone aunque sean mis mayores enemigos, y me hayan hecho los mayores agravios; que sea misericordioso, limosnero y caritativo con los desgraciados; y que, por último, guarde los verdaderos mandamientos de mi Dios que se encuentran en las Santas Escrituras. Porque el Señor que me manda que crea para ser salvo, me ha dejado un criterio, un medio seguro para que yo conozca si mi fe es verdadera y salvadora. Me ha dicho: el árbol bueno se conoce por sus frutos, lo mismo que el malo [Mateo 7:16 y 18]. De modo que si yo os digo tengo caridad, y no tengo fe y que estoy salvado, y que no tengo caridad, y no tengo buenas obras, no me creáis, aunque haga milagros y pase un monte de un lugar a otro” [adaptación de 1 Corintios 13:2 y Santiago 2:14].

 

Aguas hace un uso intensivo de citas bíblicas, para contraponer esas enseñanzas a las de Roma. Sus nuevas creencias las respalda con versículos y las contrasta con el «yugo espantoso y pesado que [la Iglesia católica hace] gravite sobre la humanidad, arrebatándole el yugo del Señor que es dulce, suave y ligero [Mt 11, 30]». Para Aguas la Biblia es suficiente porque las Santas Escrituras enseñan que Jesucristo instituyó no la misa, sino la Cena, en la que los cristianos deben participar no solamente del pan, sino también del vino, en memoria de Jesús que dio su cuerpo y derramó su sangre para salvarnos (cf. Lc 22,19-20); que hay solamente una puerta en el cielo; Jesús dijo: «Yo soy la puerta» (Jn 10,9); que únicamente por los méritos de Cristo se recibe el perdón; que sólo hay una cabeza para la Iglesia, Jesús que le dice a su pueblo: «Yo estoy con vosotros siempre»; que sólo hay un Salvador y Refugio para los pecadores (Hch 4,12), el Divino Redentor: un Maestro, Cristo; uno solamente, a quien la Iglesia debe titular Padre, el Celestial (Mt 22, 9); una Iglesia, la consagración de todas las almas salvas que deben escuchar y obedecer la voz de su pastor infalible que dio su vida por su grey (Jn 10,11); una moral, tanto para el clero como para los seglares; la del Evangelio, que recomienda a los obispos y diáconos tener cada uno “una esposa” (1ª Tim 3, 2-12); un abogado para con el Padre, Jesús, (1ª Jn 2,1); un sólo Ser a quien se debe adorar: enseñan las Escrituras: «al Señor tu Dios adorarás y a él sólo servirás» (Mt 4, 10); que hay un sólo y eficaz remedio para todo pecado: «la sangre de Jesucristo» que «nos limpia de todo pecado» (1ª Jn 1, 7); una respuesta a la pregunta: ¿qué debo yo hacer para ser salvo? «Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo» (Hch 16, 30-31); también las Escrituras nos enseñan que «Cristo fue ofrecido una vez para cargar los pecados de muchos»: (Heb 9, 27); y que no quedan más sacrificios para ellos.

Agregaba que el el Evangelio nos manda bendecir, amar, hacer el bien, no maldecir, no perseguir ni aborrecer al que piensa de distinta manera a nosotros, y que nos manifiesta que su modo de obrar emana de su conciencia; también nos enseña la divina Palabra que el único por el nos podemos acercar a Dios Padre, es por Jesús que nos dice: «Ninguno viene al Padre sino por mí» (Jn 14,6).

Hacia el final de su intensa carta dirigida a Nicolás Aguilar, y que pronto fue reproducida y puesta a circular en las calles de la Ciudad de México y en otras partes del país, Manuel Aguas confirmó lo que ya se sabía en los corrillos de la catedral metropolitana y en las altas esferas eclesiásticas católicas de la urbe. Lo hizo sin ambages, «hermano mío, en vuestra carta me preguntáis si me he adherido a la secta protestante. Rechazo la palabra secta, a no ser que se entienda por ella seguidor de Cristo; creo que mejor se debe aplicar a vos esa expresión, mientras seáis romanista, porque seguís a Roma y no a Jesús».

Aguas sabía que al romper de forma tan tajante con el catolicismo le esperaban jornadas difíciles. Por lo mismo, además de confirmar las sospechas de sus anteriores superiores eclesiásticos, anunció que iba a integrarse a la Iglesia de Jesús, en calidad de ministro de la Palabra:

¿He de negaros que soy protestante, es decir, cristiano, y discípulo de Jesús? Nunca, nunca quiero negar a mi Salvador. Muy al contrario, desde el domingo próximo [23 de abril] voy a comenzar a predicar a este Señor Crucificado en el antiguo templo de San José de Gracia. Ojalá que mis conciudadanos acudan a esa Iglesia de verdaderos cristianos, si así sucede, como lo espero en el Señor, se ira conociendo en mi querida patria la religión santa y sin mezcla de errores, idolatría, ignorancia, supersticiones ni fanatismos; y entonces reinando Jesús en nuestra República, tendremos paz y seremos dichosos.

 

La carta de Manual Aguas a su ex superior en la orden de los dominicos, «fue el primer documento sobre la conversión de un sacerdote conocido al protestantismo y además [llamó poderosamente la atención] por la forma de folleto evangelístico en que está escrito». Las críticas al deslinde con su anterior identidad religiosa y nuevo compromiso con el protestantismo por parte de Aguas, motivaron respuestas de las autoridades eclesiásticas católicas y de antiguos correligionarios.

La fecha anunciada por Aguas para iniciar sus predicaciones en San José de Gracia (23 de abril de 1871), también fue el día en que ese templo, anteriormente católico romano, se abrió al culto de la Iglesia de Jesús. A partir de entonces el lugar fue en esos días el mayor foco de irradiación del protestantismo mexicano, y el principal personaje del movimiento fue Manuel Aguas.

En efecto, Aguas inició sus predicaciones en el lugar dado a conocer en la carta. El templo le era familiar, ya que ahí había predicado años antes, como párroco católico. Sus dotes de gran expositor atrajeron un importante número de interesados en escuchar de viva voz a quien los vendedores callejeros de impresos y volantes se refieren de distintas maneras, casi siempre usando expresiones descalificadoras, sacadas de los dichos de prominentes eclesiásticos católicos.

Las autoridades eclesiásticas católicas reaccionaron a las pocas semanas que comenzó a difundirse la carta de Aguas. El 21 de junio de 1871 se aprobó la Sentencia pronunciada en el Tribunal Eclesiástico contra el religioso fray Manuel Aguas. En ella se le acusó de

crimen de plena apostasía, así del sacerdocio y de los votos monásticos como de la fe católica, y por el gravísimo escándalo con que de palabra y por escrito ha propagado sus herejías, tanto por medio de la carta dirigida a su provincial. M. R. P. fray Nicolás Arias, que después publicó y repartió, en que se declara absolutamente adicto a los errores del protestantismo, como por medio de la enseñanza que por sí mismo emprendió de esos mismos errores en el templo que ha sido del Convento de San José de Gracia de esta capital.

 

El documento es breve, pero saturado de estigmatizaciones contra Aguas. Además de apóstata, hereje y errático, la Sentencia lo considera cismático, contumaz, obstinado, extraviado, criminal, ofensor, inmoral, en ruina espiritual, destructor, heterodoxo, irrespetuoso, desobediente, temerario, pernicioso, rebelde y falto de gratitud a la Iglesia católica.

La Sentencia cita distintos cánones y disposiciones eclesiásticas, especialmente las del Concilio de Trento. La pena impuesta fue la de anatema y excomunión mayor latae sententiae. El tribunal manifestó que esperaba del sentenciado

un motivo de reflexión y arrepentimiento, que le haga volver al camino de la verdad, al seno de la Santa Iglesia y a los brazos paternales de Dios, que le aguarda lleno de misericordia. Comuníquese en debida forma esta sentencia al Ilmo. Sr. Arzobispo, y circúlese a todas las parroquias e iglesias de esta capital, con orden que se fijen copias autorizadas de ella en la sacristía y en la puerta principal de cada templo, por la parte interior, para conocimiento de todos.

 

El siguiente paso de Aguas para reivindicar la gesta de Martín Lutero y la suya, como peregrino de la misma senda que caminó el teólogo alemán, tuvo lugar en un céntrico templo de la capital mexicana. Fue la primera vez en México que, desde un púlpito eclesiástico, y ante una audiencia que se apretujaba, se reconoció en México la lid realizada por Martín Lutero en el siglo XVI. El 2 de julio de 1871 el ex sacerdote católico Manuel Aguas, y en ese momento líder de la Iglesia de Jesús, predicó un encendido sermón para explicar detalladamente su conversión al cristianismo evangélico.

El reconocido teólogo católico Javier Aguilar y Bustamante lanzó un reto a Manuel Aguas para debatir con él. El ex dominico aceptó de inmediato y las partes dieron inicio a los preparativos del encuentro. Pocos días antes del evento, la prensa difundió la noticia de que el arzobispo de México, Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos, le había prohibido al doctor Aguilar asistir al debate. Esto porque «el Ilmo. Sr. arzobispo ha hecho saber al referido doctor [Aguilar y Bustamante], que según un decreto de la Sagrada Congregación de propaganda [de la fe], se prohíbe toda disputa de palabra, formal y pública sobre materias de fe».

La fecha de la disputa llegó, 2 de julio de 1871, y el templo de San José de Gracia, sede de la Iglesia de Jesús, se encontraba completamente lleno, y «a cada paso se oyen rumores hacia la puerta de entrada, por la multitud que desea penetrar, que no puede lograr su objeto por falta de local». Según el reporte publicado cinco días después, la asistencia superaba las mil quinientas personas.

El servicio dio inicio y lo presidían «los ministros protestantes Manuel Aguas y Agustín Palacios». Tuvieron lugar participaciones musicales, canto de himnos, lectura bíblica de Éxodo capítulo 20, y después de ésta el pastor Aguas inició su exposición. Ante la ausencia del doctor Aguilar y Bustamante, subraya:

¿Quién no ha visto, hermanos míos, que en la cuestión para la que se nos ha invitado, este día, la orgullosa Roma ha huido despavorida y espantada? Ciertamente que esta fuga no ha sido por mi insignificante persona, pues careciendo de talento y conocimiento superiores, ningún temor podría infundir mi presencia en este lugar. Soy el último y el más moderno de los ministros de la Iglesia de Jesús, que es una, Santa, Católica, Apostólica y Cristiana; que se halla esparcida por todo el Universo, y que cuenta con más hijos en su seno que la secta Romana.

 

Tras afirmar lo anterior, Manuel Aguas mencionó que «esta huida humillante ha sido porque se sabía que iba a presentarme con este libro en mis manos [la Biblia], con esta Escritura Santa, que es la espada de dos filos [Heb 4,12], que cae sobre Roma hiriéndola de muerte, siempre que se atreve a presentarse delante de ella, para que mediante la discusión razonada se examinen sus falsas doctrinas».

Si el peso de la argumentación en la carta al cura Nicolás Aguilar estuvo en un generoso caudal de citas bíblicas, en el sermón que expuso Aguas en San José de Gracia, el respaldo de sus argumentos es más histórico. Se ocupó del movimiento reformista de Ulrico Zuinglio en Suiza, e hizo un paralelismo con el caso de la Iglesia de Jesús. Afirmó que Zuinglio era «ministro de una humilde parroquia», y que «estudiando la Palabra de Dios, advirtió que Roma había incurrido en multitud de errores, que había extraviado a los pueblos conduciéndolos por senderos tortuosos, imponiéndoles una carga pesada, que no es la dulce y suave que Jesús nos impone». Aludió a que Zuinglio fue tildado de hereje por Roma, también excomulgado, pero su resistencia y ruptura con el papado fueron el origen de la libertad gozada en Suiza.

Proporcionó otro ejemplo del siglo xvi, el del papa León X, en cuyo pontificado tuvo lugar «en un oscuro rincón de Alemania» la rebelión de Martín Lutero. Las autoridades eclesiásticas romanas hicieron varios intentos de llamar a la disciplina al monje agustino, afirma Aguas, pero él decidió seguir los preceptos bíblicos antes que someterse a las autoridades romanas. Aguas exaltó la postura de Lutero, quien «siempre que se pone frente de la tiranía papal, la avergüenza, la humilla y la confunde, demostrando con toda claridad que las máximas romanas modernas están diametralmente opuestas a las verdades evangélicas».

Prosiguió con el caso de Lutero y le da prominencia a la comparecencia de este ante la Dieta de Worms (16-18 de abril de 1521), presidida por el emperador Carlos V. Manuel Aguas describió a las autoridades religiosas y políticas que se dieron cita en Worms y frente a las cuales Martín Lutero defendió sus creencias. Lo siguiente da cuenta de la alta valoración que dio Manuel Aguas a la lid del reformador alemán:

Comprendo, hermanos míos, que los romanistas estaban seguros de su triunfo en esa ocasión; pero se engañaron miserablemente. Lutero, sin orgullo, con calma, contesta victoriosamente a los que le interrogan; pronuncia un elocuente y sentido discurso, en el que pone de manifiesto los extravíos de la secta romana. La orgullosa Roma, ve, a su pesar, que allí es vencida por un sólo hombre, que si alcanzó tan brillante victoria fue porque se apoyaba en el libro de la revelación, que es el libro de Dios. ¿Cuáles fueron las consecuencias de tan decisiva batalla religiosa? Ya lo están mirando: la separación de Roma de casi la mitad de Europa. Yo mismo, si en estos momentos estoy hablando con la libertad de un cristiano, es debido a ese triunfo glorioso.

 

De la argumentación histórica, en la que está presente su plena identificación con Lutero, se desprende una identificación muy cercana con el teólogo alemán ya que, como él, Aguas experimentó el mismo ciclo: lectura personal de la Biblia, lo que le llevó a una conversión, a la que a su vez la Iglesia católica le respondió con la excomunión y, finalmente, ruptura pública con Roma para iniciar iglesias libres de su dominio. Una vez más dio razón de su salida: «Si me he separado de Roma ha sido porque he oído la voz de Dios en la Santa Escritura, que dice: Salid de ella pueblo mío, para que no participéis de sus plagas y de sus crímenes. Porque no cabe duda, primero se debe obedecer a Dios que al hombre».

El sermón expuesto por Manuel Aguas dio cuenta de la intensa formación autodidacta del personaje. Su contenido muestra que Aguas en poco tiempo se hizo conocedor del protestantismo. La pieza oratoria también ejemplifica el estado del naciente protestantismo mexicano antes de la llegada institucional de los misioneros extranjeros a partir de 1872.

Todo el peso de la demonización de Lutero estaba bien vivo en México cuando Manuel Aguas hizo no solamente un elogio público del reformador, sino que fue más allá y lo propuso como ejemplo a seguir. A los oyentes originales de su propuesta se les agregaría un público más amplio mediante la publicación de sus palabras en El Monitor Republicano, de donde lo tomaron distintos periódicos del país para reproducir la encendida pieza oratoria en julio de 1871.

En los días siguientes al sermón de Aguas, la prensa militante católico-romana lo criticó porque respondió a las polémicas publicadas en distintos lugares sobre su misiva del 16 de abril. En un editorial del periódico que más espacio dedicó a denostarlo, le reclaman:

¿Cómo es que el ex-religioso dominico D. Manuel Aguas, no ha contestado a los artículos, cartas y opúsculos que se han publicado refutando los principios de su nueva doctrina, emitidos en la célebre carta dirigida a su superior el R. P. Arias, y admitió desde luego el reto del Sr. Dr. Aguilar y Bustamante para la contienda oral teológica, en lo que fue iglesia católica de San José de Gracia? ¿Será tal vez porque debiendo ser el palenque para aquella lid el templo profanado, contaba allí, más que con sus recursos oratorios, con su público, como ciertos actores de teatro para obtener un triunfo ruidoso y falso, solemnizado con vítores y aplausos de los de su secta, y consignado en algunos periódicos enemigos del catolicismo? ¿Creería que de este modo podía justificar su apostasía escandalosa, hacer vacilar los ánimos débiles, destruir o conmover las profundas convicciones de los espíritus católicos, y aumentar el, hasta hoy, tan escaso proselitismo de la secta protestante en México? ¿Qué creería? ¿Qué esperaría?

 

Aunque el documento de excomunión contra Aguas está fechado el 21 de junio de 1871, la sentencia tardó unos días en trascender al público. Aguas se enteró el 6 de julio, «a las cuatro de la tarde», que había sido excomulgado. De inmediato «se ha presentado en la Catedral y ha estado presente en un lugar visible, donde se fijaban sobre él las miradas de todos los canónigos todo el tiempo que estuvieron rezando en el coro». No sin cierto regocijo, la crónica prosigue y hace constar que

Según los cánones romanistas, cuando un excomulgado de la clase de los del Sr. Aguas se presenta en un templo, a la hora de los oficios divinos, estos se deben suspender en el acto y todos los oficiantes deben correr para la sacristía, y si allí los sigue el excomulgado deben salirse a la calle. Este precepto de los cánones es tan fuerte, que amenaza con la pena de excomunión a los eclesiásticos que no obren de esta manera. Pues bien: el Sr. Aguas estuvo allí presente y los señores canónigos y demás clérigos siguieron impávidos en sus rezos, quedando con solo este hecho todos excomulgados.

 

Prácticamente cada día la prensa de la capital mexicana dio cuenta de algún acontecimiento relacionado con Manuel Aguas y la Iglesia de Jesús. El jueves 6 de julio, mientras tenía lugar la celebración de un servicio religioso, «llegó un católico apostólico romano que se introdujo en el templo, diciendo que iba a degollar al presbítero que predicaba [Aguas] porque era un hereje». El intento no prosperó porque «uno de los asistentes quiso hacer retirar al piadoso visitante, pero este caritativamente le dio una puñalada». Tuvo que intervenir la policía, dice la publicación, «para evitar que el fanático hiciera otra barbaridad».

La esperada y exigida respuesta por la prensa católica de Manuel Aguas a sus numerosos críticos, acerca de los señalamientos y acusaciones que le hicieron por haber abandonado el sacerdocio en la Iglesia católica, desde sus primeras líneas fue contundente y en el contenido el autor no dejó dudas sobre la firmeza de su fe evangélica. Aguas llama en el inicio de su escrito a la cabeza de la Iglesia católica en el país, «señor obispo de la secta romana establecida en México, don Antonio Pelagio de Labastida».

Después de negarle el título de arzobispo, por no existir el mismo en el Nuevo Testamento, Aguas comunica a Labastida y Dávalos que la excomunión en su contra es «absolutamente inútil y ociosa» porque con esa «excomunión dais a entender que quedo separado de toda comunicación con la secta romana, ¿pero si ya voluntaria y públicamente me he separado de esa secta idólatra para qué excomulgarme?». La sentencia era «para hacerme aparecer ante mis conciudadanos como un hombre aborrecible y digno de la execración universal».

Buena parte del escrito la dedica Manuel Aguas a una ficción, que consiste en suponer que Pablo el apóstol visita la Ciudad de México y «se dirige al edificio más notable de esta capital, es decir, a la Catedral». Lo que encuentra, en primer lugar, es que los sacerdotes son tratados con excesiva reverencia, como si fuesen divinidades, lo cual le parece al visitante una deformación de la enseñanza bíblica sobre la igualdad de las personas. Tantas reverencias y tratos ceremoniosos le parecen idolatría. Lo mismo sucede cuando comprueba que la Catedral está llena de imágenes de santos y vírgenes. Todo esto en contraposición, hace notar Aguas, a la enseñanza de Éxodo, capítulo 20.

De forma lapidaria Manuel Aguas reitera al arzobispo, al final de la Contestación, por qué los integrantes de la Iglesia de Jesús han optado por el cambio de su identidad religiosa: «Plenamente convencidos los protestantes de que vuestra Iglesia no es una, ni santa, ni católica, ni apostólica, creemos que es una secta herética, sacrílega e idólatra, y por esto nos hemos apresurado a separarnos de ella».

Aguas fue electo para el cargo de obispo de la Iglesia de Jesús, sin embargo, su consagración no alcanzó a realizarse porque murió el 18 de octubre de 1872, a los 42 años. Su ministerio como pastor evangélico fue de apenas 18 meses, de abril de 1871 a octubre de 1872. En ese breve lapso vigorizó como ningún otro personaje al naciente protestantismo mexicano.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Kairós y Cronos - Poligénesis del protestantismo en Latinoamérica: el caso mexicano, una visión panorámica (5)