Poligénesis del protestantismo en Latinoamérica: el caso mexicano, una visión panorámica (3)

El tema de la tolerancia de cultos se discutió apasionadamente en los debates del Congreso Constituyente de 1856-1857.

03 DE JULIO DE 2022 · 07:00

Un retrato de James (Diego) Thomson. / <a target="_blank" href="https://es.wikipedia.org/wiki/James_Thompson#/media/Archivo:Diego_Thompson.jpg">Wikipedia, CC</a>.,
Un retrato de James (Diego) Thomson. / Wikipedia, CC.

Nota: El siguiente texto es una especie de corte de caja. He publicado cinco libros referentes al cristianismo evangélico/protestantismo mexicano del siglo XIX. En las obras hay datos acerca de los antecedentes de la germinación de unas creencias vistas por el establishment religioso y cultural como ajenas a la identidad nacional, la cual, cabe mencionar, no cayó del cielo sino que fue una construcción colonial erigida a lo largo de tres centurias. Después de finalizada la Colonia, formalmente con la independencia de España, continuó dominando el modelo religioso implantado inicialmente a la fuerza y tomó características peculiares dadas por la población indígena y mestiza. El resumen que hoy inicia da cuenta de, más o menos, medio siglo de gestación del protestantismo endógeno en México, el periodo que va del inicio de México independiente a la llegada de lo que llamo misioneros institucionales, los y las enviados por denominaciones con el fin de iniciar iglesias en el país. La presente serie no incluye las abundantes notas de pie de página que sí están en la versión a ser publicada como libro, por lo cual el tono de lo aquí dado a conocer es casi de crónica periodística.

 

James (Diego) Thomson llega a México por invitación de un representante diplomático del gobierno mexicano: Vicente Rocafuerte. Éste, de origen ecuatoriano, se unió a la lucha contra el emperador Agustín de Iturbide, y defendió la tolerancia de cultos, cuyo objetivo era el de «permitir la libre práctica de los diferentes credos [y así] facilitar la inmigración protestante». Para él era «fundamentalmente una libertad civil, no un mandato religioso».

Con el fin de que Rocafuerte pudiese cumplir con el encargo de representar a México en las negociaciones para que Inglaterra otorgase el reconocimiento diplomático al país, el Congreso le extendió carta de ciudadanía mexicana al ecuatoriano en marzo de 1824. A mediados del mismo año, Mariano Michelena y Vicente Rocafuerte salieron hacia Inglaterra con los nombramientos de ministro plenipotenciario y secretario, respectivamente. Tras largas gestiones, el 31 de diciembre del mismo año, el ministro inglés George Canning anunció a los enviados mexicanos que su gobierno estaba dispuesto a extender el reconocimiento. El documento fue firmado por ambas partes el 6 de abril de 1825.

Mientras Rocafuerte residió en Londres se relacionó con distintas organizaciones y personajes, entre aquellas se cuentan la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera, así como la British and Foreign Schools Society, impulsora de las escuelas lancasterianas. Ésta lo nombró miembro honorario en 1827. Un año antes, Rocafuerte y Thomson elaboraron conjuntamente un documento para ser presentado en la Segunda Conferencia Panamericana, en Tacubaya (población entonces cercana a la ciudad de México, y hoy parte integrante de la urbe), a la que asistirían «diputados de los nuevos estados americanos». El Congreso fue cancelado por los organizadores, pero James Thomson continuó con los planes para viajar a México, periplo en el que la iniciativa de su realización «pudo haber venido de don Vicente Rocafuerte».

Los tres años de Diego Thomson (abril de 1827-junio de 1830) en la nación mexicana son de altibajos. Mientras, por un lado, tiene el apoyo de algunos intelectuales, políticos y clérigos católicos, así como pequeños éxitos en la distribución de la Biblia, por el otro, encuentra franca hostilidad por parte de las autoridades eclesiásticas católicas.

La misión de Thomson fue registrada por la prensa de la época. Se conocen críticas y simpatías mediante la polémica publicada en las páginas del principal periódico de aquellos años: El Águila Mexicana. Se han localizado seis artículos, cuatro son críticas acerbas a quien pretende, mediante la distribución de la Biblia sin notas doctrinales ni libros deuterocanónicos, descatolizar a México y, así, sostienen los adversarios a la obra de Thomson, desintegrar a la nación para hacerla presa fácil del imperialismo protestante anglosajón.

Los dos artículos que responden a las acusaciones anteriores delinean el derecho del pueblo a leer las Escrituras en su propia lengua. Uno es de Diego Thomson, y dice que, si bien es cierto que la versión de la Biblia distribuida carece de libros deuterocanónicos, ello no debiera ser obstáculo para leer la obra, cuya traducción castellana es de un autor católico, Felipe Scío de San Miguel.  El otro escrito está firmado por quien se hace llamar El Filobíblico Poblano, y reivindica con entusiasmo a la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera y la versión de la Biblia distribuida por Thomson.

Puede destacarse un artículo aparecido en otra publicación debido a la relevancia de su autor en el México de entonces: el sacerdote y teólogo católico José María Luis Mora, padre del primer liberalismo mexicano y decidido partidario de la separación Iglesia (católica)-Estado. En una fecha simbólica para el protestantismo, 31 de octubre, Mora hace una muy clara y precisa apología de los materiales bíblicos que distribuye Diego Thomson. Sostiene que solamente por la intolerancia anidada en las clases dirigentes, tanto religiosas como políticas, es posible estar en desacuerdo con la circulación de biblias y nuevos testamentos que denodadamente pone en las manos del pueblo el enviado por la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera.

En un libro que recoge pormenores de la obra que desarrolló en España y Portugal, Thomson incluye, en un apéndice, la siguiente nota concerniente a los años de su primera estancia en México: “No debo dejar de mencionar aquí, por tener una relación muy directa con el tema que nos ocupa en cuanto a los servicios religiosos, que en 1829 y 1830, cuando yo residía en la ciudad de México, varios de nosotros nos reuníamos para adorar todos los domingos en una de las principales calles de la ciudad (Calle de Plateros), donde tuvimos nuestros servicios protestantes, los cuales acompañamos con cantos. A veces teníamos mexicanos presentes con nosotros, y nuestra reunión era bien conocida por muchos, pero nunca nos molestaron”. La calle de Plateros desembocaba en la principal plaza de la capital, el Zócalo. Era el último tramo de la actual avenida Francisco I. Madero, en la sección que comienza en su cruce con Isabel la Católica y termina en la también llamada Plaza Mayor. Con lo brevemente descrito por Thomson, se posibilita afirmar que, por lo menos, en 1829 ya existía un núcleo protestante ubicado en el hoy Centro Histórico de la Ciudad de México. 

 

El debate público sobre la conveniencia o no de la tolerancia de cultos alcanza mayor relevancia con un escrito de Vicente Rocafuerte, publicado en 1831. Expuso en él las que consideró ventajas para el país, si éste dejaba de lado la cerrazón de no permitir la existencia y práctica pública de otros credos distintos al católico romano.

Las críticas contra la propuesta de Rocafuerte se publicaron tanto en la prensa como en forma de opúsculos. Destaca entre estos últimos la Disertación contra la tolerancia religiosa, de Juan Bautista Morales. Argumenta que permitir el asentamiento en México de otras confesiones religiosas, particularmente del protestantismo, traería mayores calamidades que los supuestos beneficios políticos, culturales y económicos defendidos por Rocafuerte.

En la administración del vicepresidente Valentín Gómez Farías se hizo una primera reforma política y legal para contener el dominio de la Iglesia católica. El Estado mexicano estaba en construcción y requería cierta autonomía de la institución eclesiástica. A partir de mayo de 1833, Gómez Farías expidió una serie de decretos que levantaron objeciones y abiertas críticas de los conservadores. El del 19 de octubre tiene por objeto que el gobierno regule la educación pública en sus distintos niveles.

En otro decreto, del 27 de octubre, se quitó la coacción gubernamental para que los ciudadanos pegaran el diezmo a la Iglesia católica. El 6 de noviembre se derogó la «coacción civil para el cumplimiento de los votos monásticos». Ambas medidas representaron dejar de poner al servicio del poderoso organismo eclesiástico instituciones y leyes gubernamentales, lo que fue mal visto por quienes concebían que el llamado brazo secular debería seguir contribuyendo para que la Iglesia católica cumpliera sus tareas y misión.

Como consejero de Valentín Gómez Farías, José María Luis Mora aportó en buena medida las bases ideológicas para limitar el poderío político y económico del alto clero católico. Mora hizo un interesante recorrido teológico e histórico para demostrar que no eran necesarios enormes recursos económicos para que la institución eclesial pudiera llevar a cabo sus funciones. En su lectura del Nuevo Testamento encuentra que la autoridad civil tiene derecho a regular ciertos aspectos temporales, como son los bienes poseídos por la Iglesia católica. Para él, en el libro de los Hechos de los apóstoles se «probaba que la Iglesia podía subsistir, como lo había hecho durante tres siglos antes de la conversión de Constantino, sin la posesión de los bienes temporales». En cierta medida bosquejó en su Catecismo político, publicado en 1831, la organización sociopolítica de la nación mexicana por la que pugnaría en la corta administración de Gómez Farías.

Las reacciones contra las reformas de Gómez Farías unieron a militares y jerarcas católicos. Antonio López de Santa Anna retomó la presidencia a finales de abril de 1834, y comenzó a revertir la mayoría de los decretos reformistas. Como protector de «la santa religión, del ejército y del país», Santa Anna reestableció relaciones diplomáticas con la Santa Sede, las cuales habían sido interrumpidas durante el gobierno de Gómez Farías por el enviado Lorenzo de Zavala. El doctor Mora salió autoexiliado del país hacia Europa, vivió en Londres y París, donde murió el 14 de julio de 1850.

Los extranjeros protestantes, radicados en el país por distintos motivos, en algunos casos buscaron y lograron abrir espacios en los que pudieran expresar su fe. Inmigrantes ingleses llegados al país para conducir la industria minera establecieron en 1826 «el primer culto protestante» en Real del Monte, Hidalgo. En el mismo lugar, «desde 1840 dos altos funcionarios [de la empresa minera], Francis y Richard Rule, habían empezado a promover actividades religiosas metodistas entre los trabajadores ingleses, originarios en su mayoría de Cornualles, Inglaterra, bastión metodista obrero». Por lo que respecta a la Ciudad de México protestantes extranjeros tuvieron cultos religiosos privados, y llegado el momento que consideraron propicio, intentaron obtener permiso para la realización de sus ceremonias y solicitaron el visto bueno de las autoridades mexicanas. Así sucedió hacia finales de 1849, y de ello daba cuenta alguna prensa. Con el encabezado «Tolerancia de cultos», una breve nota informaba: «Se asegura que el ministro de Prusia ha pedido al gobierno que le permita poner un oratorio en su casa para celebrar las ceremonias del culto protestante, y que el ministro de relaciones no se opone a esa solicitud». El redactor, anónimo, agregó un comentario sobre la noticia: «no sabemos lo que habrá de cierto en el particular». Entonces era presidente de la república José Joaquín Herrera, y ministro de Relaciones Interiores y Exteriores, José María Lacunza.

El tema de la tolerancia de cultos se discutió apasionadamente en los debates del Congreso Constituyente de 1856-1857. La comisión respectiva redactó el artículo 15 en los términos siguientes:

No se expedirá en la República ninguna ley ni orden de autoridad que prohíba o impida el ejercicio de ningún culto religioso; pero, habiendo sido la religión exclusiva del pueblo mexicano la católica, apostólica, romana, el Congreso de la Unión cuidará, por medio de leyes justas y prudentes, de protegerla en cuanto no se perjudiquen los intereses del pueblo ni los derechos de la soberanía nacional.

«En un pueblo en que hay unidad religiosa, ¿puede la autoridad pública introducir la tolerancia de cultos?» Así inicia Marcelino Castañeda su alocución en la que defiende al catolicismo, que «se asocia en México a todas las ideas de patriotismo, de libertad y de esperanza». Dado que, alega Castañeda, el pueblo mexicano quiere seguir como esencialmente católico, entonces los legisladores no tienen el derecho de «atacar su principio vital [el de la unidad religiosa], su principio favorito».

El diputado Castañeda observó que la tolerancia de cultos era contraria a la voluntad nacional por ello «el pueblo no quiere conocer otra religión que la católica, él ama con entusiasmo las ceremonias solemnes y majestuosas de nuestro culto, saca del fondo de los templos su consuelo, sus esperanzas, su alegría». Ya que había divisiones políticas entre los mexicanos, era imprescindible la existencia de un vínculo que uniera a todos, y la unidad, puntualizó, solamente podía darse en el terreno religioso, mediante la fe católica.

Como principal resultado de la libertad de cultos, visualizó Marcelino Castañeda, estaría la emergencia del protestantismo en el país, el cual debilitaría la soberanía de un pueblo que no quiere haya cabida para otras confesiones. La libertad de cultos, en su perspectiva, daría la oportunidad a que las personas fuesen puestas ante el error, porque carecían de la «suficiente instrucción para distinguir a la mentira de la verdad». La tolerancia religiosa era un peligro, porque de darse la misma,

¡Cuántos jóvenes abandonarían los preceptos severos de nuestra religión para vivir con más holgura en las prácticas fáciles del protestantismo! ¡Cuántas familias, hoy unidas con el vínculo de la religión, serían víctimas de la discordia impía! ¡Cuántas lágrimas derramarían la tierna solicitud de las madres al ver a sus hijos extraviados de la religión de sus padres! ¡Éstos perderían de un golpe todo el fruto de sus sacrificios, de sus afanes y de sus esperanzas! En fin, señores, el hogar doméstico se convertiría en un caos, ¿y entonces que será de nuestra sociedad? ¡Ojalá y yo pudiera presentaros ese cuadro con todos sus horribles caracteres! ¡Temblemos, señores diputados, al considerar un espectáculo tan triste y aterrador!¡Temblemos por el porvenir de nuestro país en tan desgraciadas circunstancias!

Para José María Mata la libertad de conciencia era un don precioso que los seres humanos recibían del «Ser Supremo y sin el cual no existirían ni la virtud, ni el vicio, es un principio incontrovertible» que la comisión redactora del proyecto no podía desconocer. Basó su apoyo para que legalmente pudieran existir otros cultos en el país mediante argumentos que remiten a que el «Redentor del mundo no sólo no prohibió al hombre la libertad de conciencia, fue la persuasión el medio que empleó para difundir la nueva ley, la ley de gracia». Por esto no se debía «tiranizar la conciencia de otros hombres».

El legislador Mata hizo un recordatorio histórico de lo que había significado imponer la unidad religiosa a través de una religión oficial, y los costos sociales de mantener la supremacía de esta con los instrumentos del Estado:

El exclusivismo, la intolerancia religiosa, constituyen un crimen de lesa divinidad, son los últimos alaridos de ese fanatismo impío que creyó servir a Dios por medio de las hogueras, del tormento, de todas las horribles escenas que caracterizaban al tribunal sanguinario que, blasfemando y escarneciendo la pura religión del Hombre Dios, tuvo la audacia de llamarse Santo [Oficio].

La pretendida libertad de cultos no es, argumentó José María Mata, un ataque a la Iglesia católica. Los conservadores, “los hombres del retroceso”, buscaban que la corporación religiosa siguiera manteniendo privilegios en detrimento de la soberanía del Estado y de los derechos de la ciudadanía para ejercer la libertad de conciencia.

Mata criticó la posición de Marcelino Castañeda, para quien la unidad religiosa debía ser protegida por el Estado. Ésta, para el primero, no podía ser «resultado de la coacción, de la violencia que el poder ejerce sobre la conciencia del hombre, esa unidad, señor, es una mentira». Ejemplificó que bajo la fuerza sólo podía tenerse la «unidad que tienen los que están reunidos en el recinto de una prisión, es la unidad forzada y no voluntaria, y la unidad religiosa debe buscarse en la unidad de fe, en la unidad de creencias, y la fe y las creencias religiosas son, no el resultado del precepto del legislador, sino la expresión más pura del sentimiento; la fe no se impone, la fe germina en nuestro corazón».

Mata citó lo expresado por Castañeda en lo referente a que «haya quienes abandonen las prácticas del catolicismo para adoptar las más fáciles, las más cómodas de las sectas protestantes», y expuso que su proteccionismo denotaba la poca confianza que tiene en la «religión [católica] para hablar así, triste defensa, defensa digna de quien sigue el error, pero no de quien sigue la verdad».

Con su intervención en las discusiones Ponciano Arriaga apuntó que ya era realidad la presencia de creyentes protestantes en el país. Observaba que, en Real del Monte, Hidalgo, «existe una capilla protestante a ciencia y paciencia de las autoridades sin que haya motines ni incendios». Lo cual, como apunta Bastian, «sólo era posible porque tal edificio se encontraba dentro de la propiedad de la compañía y estaba reservado a los mineros extranjeros».

Para que no quedara duda de su identificación confesional, Francisco Zarco participó en el debate, y de entrada declaró ser católico, apostólico y romano. Externó que no aceptaba la redacción del proyecto de artículo sobre la libertad de cultos (el número 15). Impugnó el instrumento legal porque «dice que no se expedirá en la República ninguna ley ni orden de autoridad que prohíba o impide el ejercicio de ningún culto religioso. Hablar así es no tener franqueza». Según él, debió decir: «la República garantiza el libre ejercicio de todos los cultos. Así, señores, se proclamaría el principio con valor y con claridad».

El liberal y católico Zarco se opuso a que el Estado protegiera a la confesión religiosa con la cual se identificaba, porque «el catolicismo, la revelación, la verdad eterna, no necesita la protección de las potestades de la tierra, no necesita del favor de los reyes, ni de las repúblicas; por el contrario, la verdad católica es la que protege al género humano».

Al igual que otros liberales adversarios del clero romano, Francisco Zarco hizo una diferenciación entre la confesión religiosa y los altos clérigos que detentaban el poder en perjuicio de los feligreses y la nación. Entre una y otros, enfatiza, «yo contemplo un abismo profundo».

En su intervención, Zarco denunció que, mediante artilugios y distorsiones del proyecto de ley, clérigos de la capital del país habían levantado firmas contrarias al mismo, «haciéndoles creer [a quienes firmaron] que la religión estaba en peligro, contándoles que íbamos a levantar templos de Venus en la plaza, a restablecer los sacrificios humanos a Huitzilopochtli, a establecer la poligamia, a disolver el matrimonio». De forma irónica refutó al obispo de Oaxaca y le revirtió el argumento de que los liberales atentaban contra la unidad religiosa de México. El prelado, afirma Zarco,

nos viene diciendo que en aquellos lugares hay marcadas tendencias a la idolatría y gran riesgo de que se restablezcan sus prácticas. ¡Y la unidad religiosa! No somos nosotros los que la vamos a destruir, sino el clero, el que no la ha sabido establecer en más de trescientos años». La unidad confesional no existe en un país en que «gracias a la indolencia del clero, millares de hombres ignoran la verdad de la religión y donde hay multitud de extranjeros que profesan religiones protestantes.

 

La intolerancia religiosa ha tenido consecuencias trágicas para la nación, afirma categóricamente Zarco, ya que por ella «perdimos a Texas, perdimos la Alta California, perdimos la Mesilla, y, si no admitimos la colonización que nos conviene, tal vez perderemos nuestra nacionalidad y nuestra independencia salvando lo que se llama la unidad religiosa». Termina implorando a los constituyentes que decreten «la libertad de conciencia, sin la que nada habríamos conquistado».

Después de una semana de intensas polémicas (del 29 de julio al 5 de agosto de 1856), el artículo 15 no fue votado, sino que los diputados lo regresaron a comisiones (67 votos a favor y 44 en contra). Más tarde, «el 26 de enero de 1857, se concedió permiso a la comisión de Constitución para retirar definitivamente el artículo, por 57 votos contra 22», por lo que ya no tuvo cabida en las leyes constitucionales. Francisco Zarco dejó escrita una sagaz observación: «La cuestión queda pendiente. ¡Cuestión de tiempo! Tarde o temprano el principio se ha de conquistar y ha tenido ya un triunfo sólo con la discusión». Es justa, entonces, la aseveración sobre que la Constitución de 1857 «no estableció la libertad de cultos propiamente, pero tampoco la prohibió».

Lo que no quedó abiertamente normado en la Constitución de 1857, quedaría expresado con toda claridad en la Ley de Libertad de Cultos del 4 de diciembre de 1860, la cual fue la culminación de una serie de decretos juaristas que rompieron el control político, económico e ideológico de la Iglesia católica.

Es necesario recordar que Benito Juárez enfrentó a un poder eclesiástico que contaba con enormes capacidades en todos los terrenos y que impedía en cierta medida el desarrollo del Estado, ya que lo controlaba mediante redes de complicidad y capacidades reales de veto a iniciativas del gobierno civil.

Las Leyes de Reforma, decretadas por Juárez, iniciaron con la relativa a la nacionalización de los bienes del clero (12 de julio de 1859), continuaron con la Ley del matrimonio civil y la Ley orgánica del Registro Civil (23 de julio y 28 de julio del mismo año, respectivamente). Pocos días después, el 31 de julio, se emitió el decreto que establece el cese de toda intervención del clero en los cementerios y camposantos.

El 11 de agosto de 1859 el gobierno juarista decretó que los funcionarios públicos debían dejar de rendir pleitesía a los clérigos y fiestas católicas, ya que prohibió la asistencia de aquéllos a las “funciones de la Iglesia”. El 2 de febrero de 1861 quedaron secularizados los hospitales y establecimientos de beneficencia, todos vinculados al poder clerical. Finalmente, el 26 de febrero de 1863, Benito Juárez decretó la extinción de todas las comunidades religiosas.

Para comprender las medidas tomadas por el gobierno juarista, es necesario situarse en las condiciones adversas que se ocuparon en crearle sus poderosos adversarios. La de Juárez no fue una gesta persecutoria en contra de una Iglesia católica débil y arrinconada. Fue una confrontación inevitable ante la decisión del poder conservador y clerical de combatir con todo a quien pretendía erigir un gobierno independiente de las directrices eclesiásticas. La Iglesia católica era un poder económico y político, y por supuesto religioso, que tutelaba las vidas de los ciudadanos desde su nacimiento hasta su muerte. Dejar fuera del análisis esta realidad significaría perder de vista las dimensiones del adversario enfrentado por Juárez.

La ley del 4 de diciembre de 1860 permitió a las células protestantes que se desarrollaban en el país salir a la luz pública. Les reconoció la base legal para desarrollar sus actividades y abrió la posibilidad de diversificar al país en cuanto a la elección de los ciudadanos sobre su identidad religiosa. Uno de los ataques conservadores a Juárez es que favoreció al protestantismo, en detrimento de la unidad religiosa católica. Incluso se cita reiteradamente lo que Justo Sierra asegura expresó Juárez sobre la descatolización del país: «Desearía que el protestantismo se mexicanizara conquistando a los indios; éstos necesitan una religión que les obligue a leer y no les obligue a gastar sus ahorros en cirios para los santos». Lo cierto es que el protestantismo ya estaba en desarrollo en México, aunque de forma incipiente, cuando Juárez decretó la libertad de cultos.

Por otro lado, sin lugar a dudas, la reforma jurídica juarista permitió ejercer un derecho negado por la Iglesia católica, la que deseaba mantener cerrado al país a la pluralidad religiosa. El de Juárez fue un acto democratizador, que el conservadurismo católico no le perdonó.

Dos décadas y media después del alegato de Vicente Rocafuerte a favor de la tolerancia religiosa, un grupo de sacerdotes católicos, que fue conocido como los “padres constitucionalistas”, por su decidido apoyo a la Constitución de 1857, y simpatía por los liberales que buscaban romper el dominio que sobre las instituciones estatales tenía la cúpula clerical católica, se dedicó a explorar la posibilidad de crear la Iglesia mexicana, libre del dominio de Roma. Uno de ellos, Manuel Aguilar Bermúdez, iría más allá de la crítica para establecer una congregación no católica romana.

De la crítica al dominio de la Iglesia católica en México en el siglo xix, a partir de la quinta década de esa centuria algunos grupos fueron más allá e inician comunidades protestantes. En tales intentos confluyeron ideas y personajes que han sido oscurecidos por el desconocimiento histórico, lo que ha llevado a casi olvidarles como precursores del amplio abanico protestante/evangélico emergente en la década de los años setenta del siglo XIX.

 

 

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