Dios, escritor en busca de lectores

La Biblia es un antídoto que evita especular sobre Dios porque en sus páginas encontramos que Él se revela y comunica reiteradamente quién es.

06 DE MARZO DE 2022 · 15:20

Foto: <a target="_blank" href="https://unsplash.com/@kellysikkema">Kelly Sikkema</a>, Unsplash CC0.,
Foto: Kelly Sikkema, Unsplash CC0.

La Biblia contiene la historia de la salvación y muestra que el propósito de Dios es revelarse, darse a conocer.

Lo hace mediante su creación, la naturaleza, y además mediante las Escrituras que, de menos a más, revelan cómo quiere el Señor que viva su pueblo. Dios quiso que se plasmara en forma escrita cuál era su intención para con la humanidad y, de manera especial, para quienes conforman su pueblo.

La Biblia es un antídoto que evita especular sobre Dios porque en sus páginas encontramos que Él se revela y comunica reiteradamente quién es.

En la Biblia Dios es comunicativo, “el Dios de la Biblia es un Dios que habla”, [1] y lo hace dando indicaciones, promesas, advertencias, llamando al arrepentimiento, recordando mediante los profetas cuál es su proyecto, repitiendo una y otra vez pautas educativas y éticas a quienes dicen desear obedecerle.

El Señor fue hablando gradualmente hasta alcanzar su mayor intensidad, todo el volumen, con la encarnación de Cristo: “Dios, que muchas veces y de varias maneras habló a nuestros antepasados en otras épocas por medio de los profetas, en estos días finales nos ha hablado por medio de su Hijo” (Hebreos 1:1-2, NVI).

La Palabra fue escrita en distintas formas. En varios momentos el Señor mandó a Moisés que escribiera tanto lo sucedido como lo que le transmitió verbalmente. Tras haber vencido a los amalecitas, Dios ordenó a Moisés: “Escribe esto como recordatorio en un rollo y ponlo en conocimiento de Josué” (Éxodo 17:14, Biblia Textual). [2]

En otra ocasión en que Moisés subió al monte Sinaí, al bajar “refirió al pueblo todas las palabras y disposiciones del Señor”, tras lo cual “puso entonces por escrito lo que el Señor había dicho” (Éxodo 24:3-4, NVI).

Más tarde, cuando instruyó a Moisés acerca las razones para guardar el sábado, el Señor ejerció el oficio de escritor: “cuando terminó de hablar con Moisés en el monte Sinaí, le dio las dos tablas de la ley, que eran dos lajas escritas por el dedo mismo de Dios” (Éxodo 31:18, NVI).

Los profetas escribieron las revelaciones dadas en variadas formas por Dios. Ezequiel recibió visiones acerca de lo que acontecería tanto a Israel como a las naciones vecinas. Puso por escrito las visiones después del año 567 a. C. [3]

Por instrucciones del Señor, Ezequiel denunció a los falsos profetas, condenó la idolatría y exhibió a los pastores (líderes) de Israel que no cuidaban del rebaño sino que lo trataban violentamente. Jeremías dictó a Baruc las palabras que Dios le había hablado sobre “Israel, Judá y las otras naciones” (36:1-4).

Habacuc levanta quejas ante Dios y clama por su acción contra la maldad de Judá. [4] Él le responde con estas palabras: “Escribe la visión, y haz que resalte claramente en las tablillas, para que pueda leerse de corrido. Pues la visión se realizará en el tiempo señalado; marcha hacia su cumplimiento, y no dejará de cumplirse. Aunque parezca tardar, espérala; porque sin falta vendrá” (2:2-3, NVI).

En el Nuevo Testamento, Lucas escribió acerca de las enseñanzas y ministerio de Jesús tras una meticulosa investigación y consultar con “quienes desde el principio fueron testigos presenciales y encargados de anunciar el mensaje. Pues bien, muy ilustre Teófilo, después de investigar a fondo y desde sus orígenes todo lo sucedido, también a mí me ha parecido conveniente ponértelo por escrito ordenadamente, para que puedas reconocer la autenticidad de la enseñanza que has recibido” (1:2-4, La Palabra Hispanoamérica).

En el proceso para recolectar información por parte de Lucas y, posteriormente, redactar el Evangelio conocido por llevar su nombre, estuvo guiándole el Espíritu Santo.

En cuanto a Pablo tenemos que él escribió directamente para enseñar el contenido del Evangelio y, a veces, tuvo la colaboración de algún secretario, como por ejemplo Tercio, en la Carta a los Romanos.

El apóstol Pedro, en su primera carta recibió ayuda secretarial de Silvano (5:12). En la primera de sus tres epístolas, Juan escribe acerca de las implicaciones de la encarnación de Jesús, y lo hace no tanto con extensas argumentaciones sino con afirmaciones de las que desprende nítidas enseñanzas.

Dios utilizó distintas formas para que fuese fijada en letras su Revelación. Igualmente, a través de un amplio número de personas, que usaron diversos materiales para escribir sobre ellos (piedra, metal, tablillas, papiro y pergamino), el Señor evidenció su intención de que lo inspirado por él fuese leído.

Como todo escritor(a), el autor de la Biblia desea que su libro tenga lectores atentos. Es muy cierto afirmar que:

El cristianismo sería inconcebible sin la palabra escrita. No necesitamos ir al fondo teológico de todo lo que significa que nuestro Señor sea llamado “el Verbo” que debió ser “hecho carne” para que el mundo le viera –diríamos “pudiera leer”– en él la revelación divina.

Al margen de la revelación perfecta de Dios que es Cristo, usamos esa palabra especialmente para referirnos a las Sagradas Escrituras. El cristianismo es básicamente la religión de un Libro.

Si bien predicamos a Cristo y no a la Biblia –así debiera ser, al menos– hoy no podríamos estar seguros de lo que predicamos sobre él, si no estuviera escrito en la Biblia. La bondad de Dios hizo que sus enseñanzas, sus hechos y las emociones que le rodearon quedaran consignados para nosotros en un libro. [5]

El autor de las Escrituras, el Señor que comunicó/escribió de muchas maneras a lo largo de la historia de la salvación y cuyo punto más alto es Jesús, manifiesta expresamente la voluntad de que su Libro sea leído.

Solamente por mencionar unos cuantos ejemplos acerca del tema podemos citar Deuteronomio 6:4-9, donde no solamente se mandata escuchar/leer los preceptos del Señor sino grabarlos, es decir internalizarlos, en el corazón y tenerlos por normas cotidianas de vida.

Después de la muerte de Moisés, el Señor instruyó a Josué, encomendándole que “Estudia[ra] constantemente este libro de instrucción. Medita en él de día y de noche para asegurarte de obedecer todo lo que allí está escrito. Solamente entonces prosperarás y te irá bien en todo lo que hagas” (1:8, Nueva Traducción Viviente).

El Salmo 19 describe beneficios de leer la Palabra, ella infunde nuevo aliento, da sabiduría al sencillo, trae alegría al corazón, da luz a los ojos, es verdadera y justa. Las palabras del Señor, confiesa el salmista, “son más deseables que el oro, más que mucho oro refinado; son más dulces que la miel, la miel que destila del panal. Por ellas queda advertido tu siervo; quien las obedece recibe una gran recompensa” (7-11, NVI).

El Salmo más extenso, el 119, afirma en sus dos versículos iniciales que son “dichosos los que van por caminos perfectos, los que andan conforme a la ley del Señor. Dichosos los que guardan sus estatutos y de todo corazón lo buscan”.

Y para guardar los estatutos mencionados hay que conocerlos, leerlos repetidamente y ponerlos en práctica. Es decir, aquí se habla de una lectura comprometida, viva, vivificante y vivificadora.

Jesús era un asiduo lector de la Tanaj (o Tanaka) [6], lo que para nosotros es el Antiguo Testamento, y cuando leyó en la sinagoga de Nazaret una sección del profeta Isaías afirmó que en él tenía cumplimiento lo anunciado (4:16-21).

Jesús corrigió a un grupo de judíos que no estaba leyendo bien las Escrituras, porque de hacerlo correctamente entonces la conclusión sería que “¡son ellas las que dan testimonio en mi favor! Sin embargo, ustedes no quieren venir a mí para tener esa vida” (Juan 5:39, NVI). Cristo resucitado hizo un recorrido por el Antiguo Testamento para, por así decirlo, leer y explicar a dos que iban en el camino hacia Emaús lo “que se refería a él en todas las Escrituras” (Lucas 24:27, NVI).

La explicación cambió la vida de los antes cabizbajos caminantes y fueron transformados, de tal manera que uno al otro se preguntaban la razón del cambio: “¿No ardía nuestro corazón mientras conversaba con nosotros en el camino y nos explicaba las Escrituras?” (24:32).

El apóstol Pablo exhortó a su discípulo Timoteo para que se ocupara en la lectura (1 Timoteo 4:13), una encomienda que incluía la lectura personal y también hacerlo en voz alta para quienes no sabían leer o sabiendo no tenían acceso a los valiosos rollos que contenían la Palabra.

Juan inicia Apocalipsis escribiendo que hará la exposición de “la revelación de Jesucristo” y que es “Bienaventurado el que lee, y los que oyen las palabras de esta profecía, y guardan las cosas en ella escritas” (1:1-3).

 La Biblia, el Libro de Dios, es para ser leído de una forma que incluya todo nuestro ser, a la manera que Jesús dijo debemos amar al Señor: con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas (Marcos 12:30, Reina-Valera 1960).

Como Ezequiel en Babilonia (2:8-3:3), Jeremías en Jerusalén (15:16) y Juan en Patmos (Apocalipsis 10:9) tenemos que comernos el Libro. Hacer de nuestra lectura un ejercicio como el que dijo León Felipe, poeta español exiliado en México y fallecido en 1968:

“Me gusta remojar la palabra divina, amasarla de nuevo, ablandarla con el vaho de mi aliento, humedecer con mi saliva y con mi sangre el polvo seco de los Libros Sagrados y volver a hacer marchar los versículos quietos y paralíticos con el ritmo de mi corazón”. 

 

Notas

1.  Jeroslav Pelikan, Historia de la Biblia, p. 22.

2.  La Biblia de Estudio Mathew Henry, p. 109, dice que el vocablo hebreo séfer es un “termino genérico que puede ser un papiro u otra materia para poner por escrito algo”.

3.  Comentario Bíblico Contemporáneo, p. 999.

4.  “Actualmente, la opinión de los eruditos lo ubica [a Habacuc] en el último cuarto del siglo VII [a. C.], de manera que es contemporáneo de Sofonías, Jeremías, Nahúm y quizás Joel”. Lasor, Hubbard y Bush, Panorama del Antiguo Testamento, p. 439.

5.  Arnoldo Canclini, ¡Escribe! Manual del escritor cristiano, p. 14.

6.  Ediberto López. Cómo se formó la Biblia, p. 183.

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