Sociología y protestantismo mexicano

Las premisas ideológicas tienen que confrontarse con los datos. Aquellas no deben sustituir a éstos.

19 DE FEBRERO DE 2011 · 23:00

,
Por varias décadas los prejuicios de los investigadores en ciencias sociales, de izquierda y derecha, se antepusieron al conocimiento de los indicadores y las condiciones internas de las sociedades que comenzaron a mostrar cambios religiosos hacia propuestas distintas a la de la creencia tradicional y dominante. Desde hace una década, por lo menos, la tendencia hermenéutica para explicar la mutación religiosa en México, lo mismo que en toda América Latina, inició un viraje y puso más atención al clima social endógeno. Así se fue dejando atrás la “teoría de la conspiración”, consistente en seudo explicar las conversiones al cristianismo evangélico (y otras confesiones como la de los mormones y los testigos de Jehová) como resultado del arribo de misioneros extranjeros que repartían dádivas generosamente. Aquella teoría también subrayaba que los misioneros engañaban, y/o efectuaban un “lavado cerebral”, a los nuevos prosélitos. Estudios de este tipo rara vez se basaron en pesquisas de campo. Fueron hechos desde cubículos universitarios, con escasa, si es que alguna, incursión en los lugares que se querían describir y sin establecer contactos con los conversos para indagar sobre sus razones para mutar de credo religioso. Se le imponía a la realidad un patrón generalizado, al que se recurría para aplicárselo a cualquier contexto, ya fuese rural o urbano. Las tendencias del cambio religioso, y sus explicaciones, no pueden depender de las anteojeras ni de las preferencias de los sociólogos, y otros científicos sociales. Deben tener su base en datos independientes de quien indaga en las cifras duras de la pluralización del campo religioso. Y la explicación a dichas cifras tiene que fundamentarse en el estudio de las condiciones endógenas que llevan a las personas a mudar su identidad religiosa. Porque los conversos son agentes activos de su conversión, no meros recipientes vacíos a los que se les puede verter desde afuera lo que sea. Respecto a los indicadores de la movilidad religiosa contamos en México con un muy importante cúmulo de mediciones y estudios sobre tendencias nacionales, regionales y locales. Hace cinco décadas comenzó el crecimiento notable de confesiones distintas al catolicismo romano, en particular de las distintos credos cristianos evangélicos. Es en las entidades del sur-sureste donde han tenido lugar los cambios más intensos. El mapa religioso mexicano se ha modificado intensamente, para reflejar distintos colores, en lugar del casi monocromático representado por el catolicismo. Es así que “uno de los cambios culturales e identitarios más espectaculares en las cuatro décadas que transcurrieron entre 1970 y 2010 en México es el relativo al mundo de las creencias y las adscripciones religiosas. El país dejó de ser casi absolutamente católico y se convirtió en una nación religiosa plural. Lo anterior fue el resultado de importantes cambios sociopolíticos que se venían gestando de manera lenta desde mediados del siglo XIX, acelerados sobre todo después de la Revolución mexicana y de la Segunda guerra mundial, y que han sido, a su vez, factor de transformación en la sociedad mexicana” (Roberto Blancarte, “Las identidades religiosas de los mexicanos”, en Los grandes problemas de México. Culturas e identidades, vol. XVI, El Colegio de México, 2010, p. 88). En 1950 el 98.21 por ciento se reconoció como católico. En 1960 el porcentaje descendió ligeramente: 96.47; y en 1970 casi no hubo variación, ya que los católicos representaron el 96.17 por ciento. La tendencia experimentó una modificación importante para 1980, ya que se identificó con el catolicismo 92.62 por ciento de la población. En 1990 los católicos dejaron de aglutinar a más del 90 por ciento de la población mexicana (alcanzaron un 89.69 por ciento). Para el 2000 las cifras fueron de 88 por ciento. Proyecciones al 2010 reportan como máximo 85 por ciento de católicos. Por su parte el protestantismo mexicano pasó de representar en 1960 al 1.65 por ciento del total de la población del país, a casi 6 por ciento en el 2000 de acuerdo con las cifras del Censo de ese año. Es muy probable que su porcentaje actual esté cercano al 10 por ciento como media nacional, pero con números muy superiores en las regiones norte y sur-sureste de la nación mexicana. Una cuestión es el cambio cuantitativo, muy importante por cierto, pero también es necesaria una interpretación de ese cambio. Para ejemplificar elegimos el caso de Chiapas, y particularmente las poblaciones donde predomina la población indígena, las también llamadas poblaciones originarias de México. Se supone, o así lo quisieron explicar antropólogos, sociólogos y demás especialistas en ciencias sociales, que las sociedades indias se significan por su defensa de la tradición y su reproducción por parte de las subsecuentes generaciones. Fue así que en los poblados indígenas chiapanecos (sobre todo tzotziles, tzeltales, choles y tojolabales), los especialistas les caracterizaron como culturas en plena continuidad con sus antepasados precoloniales. Les tuvieron como vestigios socioculturales de la era anterior a la llegada de los conquistadores españoles. El resultado de esa óptica fue una avalancha de estudios culturalistas, que sacralizaban toda la tradición y demonizaban, por decirlo así, todo lo externo que amenazaba la cohesión de las sociedades indígenas. En ese binomio interno/bueno-externo/malo, los estudios centrados en la tradición y sus defensores fueron miopes a los cambios que se estaban gestando internamente en las comunidades indias. Las sociedades indígenas chiapanecas tienen, sin duda, particularidades que se explican por su desarrollo histórico. Pero en la sacralización cultural que han hecho de esas comunidades científicos sociales en busca de la sociedad perfecta, han dejado fuera la complejidad que le es propia a toda construcción social humana. Por otra parte el racismo ha hecho de lo indígena sinónimo de inferioridad y barbarie. Ninguna de las dos ópticas hace justicia a los pueblos originarios. Es certero el historiador Juan Pedro Viqueira cuando nos recuerda que desde el siglo XVI. “por razones en extremo complejas, desde los tiempos de fray Bartolomé de Las Casas, primer obispo de Chiapas, los indígenas de ese territorio han sido investidos, bien de todas las virtudes o bien de todos los defectos posibles e imaginables. Han sido el buen salvaje o el bárbaro sanguinario, el cristiano perfecto o el irredimible idólatra, el ecologista modelo o el peor destructor del medio ambiente, el inventor de la nueva democracia que conjuga el universalismo con el particularismo o un ser sin voluntad propia, manipulado por fuerzas oscuras. Ángeles o demonios, pero nunca, o casi nunca, seres humanos envueltos en contradicciones, en conflictos internos, ricos en su diversidad humana” (Juan Pedro Viqueira, Encrucijadas chiapanecas. Economía, religión e identidades, Tusquets Editores-El Colegio de México, 2002, p. 17). Precisamente un buen control metodológico para no incurrir en angelizaciones o demonizaciones automáticas de un grupo humano es la antropología bíblica, la cual reconoce a las personas como capaces de cometer atrocidades pero también de realizar acciones loables de amor y servicio. A veces predominan aquellas, en ocasiones destacan las últimas, o se entre mezclan en el desarrollo social de un grupo dado. La diversificación religiosa es más aguda en las sociedades tradicionales, lo que no les gusta a los académicos ensalzadores del inmovilismo cultural. Y el cambio es obra de los indígenas, que han hecho suyo un mensaje que sus defensores foráneos han dicho es destructor del tradicionalismo y de la identidad india. Lo que se obstinan en negar esos expertos es que al interior de los pueblos indios se están gestando identidades alternativas, nuevas formas de indianidad que son tan legítimas como la tradicional. En consonancia con el Censo de Población del 2000, es en las zonas predominantemente indígenas de Chiapas donde se localizan porcentajes de evangélicos que oscilan entre 20 y 40 por ciento. Existen municipios en los cuales los indios protestantes superan a sus coterráneos católicos. Los conversos evangélicos han contribuido en la revitalización de los idiomas indígenas, al impulsar traducciones de la Biblia a sus lenguas. Al mismo tiempo reconstituyen nuevas identidades comunitarias, que se reflejan en cambios socio culturales como mayor equidad entre hombres y mujeres, crecientes índices de alfabetización y drástica disminución del alcoholismo. En el campo del cambio religioso, sus dimensiones numéricas, condiciones que lo explican y repercusiones sociales, los sociólogos y sociólogas de fe evangélica tienen un particular privilegio epistemológico cuando investigan el crecimiento, pero también la deserción, en las filas del cristianismo evangélico. La razón es que son observadores externos, pero también poseen una identificación vital con el objeto/sujeto de estudio.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Kairós y Cronos - Sociología y protestantismo mexicano