Esculpida en sus manos

Leo en las manos de Cristo lo que soy, una marca de dolor que él lleva muy cerca y a la cual no mira con desaprobación.

16 DE MAYO DE 2022 · 12:00

Imagen de <a target="_blank" href="https://unsplash.com/@sincegameon?utm_source=unsplash&utm_medium=referral&utm_content=creditCopyText">Shivansh Sharma</a> en Unsplash.,
Imagen de Shivansh Sharma en Unsplash.

Creo en el Amor. En un Amor fuera de raciocinio, fuera de lógica, un Amor muy diferente al que los humanos conocemos. Creo en el verdadero Amor de Dios para con el hombre, en el contenido puramente compasivo de su entrega desinteresada, su mirada atenta, de sus palabras sabias que llenan mi corazón de agua fresca.

Todos, unos más que otros, hemos tenido que soportar y soportamos los azotes de la vida: la incomprensión, el rechazo, la soledad, la ausencia de seres queridos, la enfermedad. Una amalgama de sinsabores que sin desearlos crean a menudo en nuestro interior un abrumador dolor.

Las secuelas que dejan los mal vividos años de tiempos pretéritos provocan en el presente una agria sensación de derrota. Cuando nuestra mirada se cruza con la de nuestro sanador percibimos con agrado la tenue sensación de que hemos de echar una capa de amnesia sobre el ayer y seguir el camino con la grata sensación de que Dios hace todas las cosas nuevas.

Al reconciliarnos con esa parte dolida que llevamos dentro, abandonamos la queja y sabiamente sucumbimos al perdón. Recapitulando todos esos momentos tristes comprenderemos la necesidad de eliminarlos.

Es así, aplicando un ungüento de ternura, aprendemos que es más fácil olvidar los claroscuros del pasado, las tempestades que sin ser deseadas irrumpieron en el ayer llenado nuestros corazones de tristes canciones; melodías que hoy se han de disipar entre himnos de perdón.

Cristo nos relata con cada una de sus cálidas caricias una historia de Amor, del verdadero y único Amor del gran Dios hacia el hombre, obrando el milagro de la transformación, narrándonos con entusiasmo la parábola del hijo pródigo que vuelve a casa y recibe abrazos en vez de azotes.

Leo en las manos de Cristo lo que soy, una marca de dolor que él lleva muy cerca y a la cual no mira con desaprobación, sino con ojos amorosos que me siguen llenado de admiración hacia un Dios amigo.

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