Bálsamo para el alma

Derramar alivio, sentir que eres útil en el angosto recorrido de alguien por el sendero del padecimiento es a veces tu única misión.

07 DE AGOSTO DE 2013 · 22:00

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Y los que creían en el Señor aumentaban más, gran número así de hombres como de mujeres; tanto que sacaban los enfermos a las calles, y los ponían en camas y lechos, para que al pasar Pedro, a lo menos su sombra cayese sobre alguno de ellos. Hechos 5:14-15 La gente esperaba sanidad, sacaban a sus enfermos con el deseo de que la simple sombra de Pedro los rozara y produjera alivio. Cuando ves el sufrimiento de alguien cercano y reconoces tu incapacidad para paliar el dolor, buscas las formas de poder ayudarlo. Tiemplas las palabras que has de verter en los oídos de quien sufre y reclamas la mano divina para que dirija tu sombra y sea de refrigerio al ser que sufre. Ataviarse de bálsamo conlleva un desgarrado sentimiento de empatía, sólo atreviéndote a cruzar el margen estrecho del dolor ajeno consigues conciliarte con el aquejado y sentir que puedes llorar con el que llora. En la oscuridad del sufrimient , en los desvelos que provoca la dolencia, el enfermo busca con desespero el tacto suave del descanso, el roce tenue de un tramo silencioso en el que los latidos inmisericordes de la enfermedad queden mitigados para siempre o simplemente adormilados por un tiempo. Derramar alivio, sentir que eres útil en el angosto recorrido de alguien por el sendero del padecimiento es a veces tu única misión. Buscas las palabras y encuentras que ellas están vacías si no van dirigidas por la dirección de Dios. Comprendes tu imposibilidad para aliviar el dolor pero sabes que Dios está ahí, que él va por delante, únicamente tienes que confiar en su poder. Entonces, descansas, te dejas llevar y desnudas tu alma para que el sufrimiento sea compartido. Quieres ser bálsamo. Abrazas las promesas, desenredas los miedos, enfrentas la desidia y brotan de tus labios las esperadas frases, las pausas que tanto bien hacen, los cómplices silencios, los guiños y las caricias. Y tu sombra rodea el lecho de quien adormecido se siente reconfortado. El aire fresco envuelve la estancia trayendo oxigeno hasta un corazón debilitado. Y mientras miras al ser a quien amas y ves como por fin su respiración se apacigua te repites a ti misma: ¡Señor, quiero ser bálsamo, quiero ser bálsamo!

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