Un eterno verano

La primavera va instalándose lentamente en nuestras vidas mientras sortea con sigilo los charcos que aún tapizan la tierra en forma de improvisadas lagunas.

14 DE ABRIL DE 2010 · 22:00

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El largo invierno, húmedo y gris, prendió su valija y desalojó el pedestal en el que durante meses ha gobernado de forma implacable. Al desprenderme de la ropa más gruesa, doy fe de que por fin ha llegado la estación de las flores. Al pasear por el campo, margaritas y jaramagos despliegan sus matices tejiendo entre las confusas yerbas un manto blanco y amarillo pincelado con el verdor de sus tallos. Aún se ven pocas amapolas, sólo algunas precoces tiñen el paisaje de motas rojizas cual gotas de sangre. Atrás quedó, como un mal sueño, las torrenciales y arrolladoras lluvias del invierno. Agazapadas las gotas de un rocío madrugador, son las únicas humedades que aún parecen agradar a quienes las despiadadas aguas les arrebataron todo cuanto poseían. Es tiempo de mirar con templanza la llegada de una estación excepcional y hermosa. Es tiempo de abolir la tristeza que dejaron los días grises y tejer esperanzadoras razones por las cuales merece la pena existir. Con la llegada de la estación primaveral vuelven los abejarucos, avanzan por el cielo en busca de sus antiguos nidos- cuevas. Recorren las alturas con apremio, avanzando hacia sus hogares estivales. En cuanto se aproxime el invierno, los abejarucos volarán de nuevo más al sur en busca del eterno verano. Imagino por un momento lo grato que sería vivir prolongadamente en una estación cálida. Pero tan pronto pienso en ello vuela hacia mí la imagen de la lluvia, del frío y de todo lo bueno que conlleva vivir el invierno. Si no conociéramos el frío, no sabríamos apreciar el calor. Sin la dureza de un temporal, preñado de inclemente lluvia y grotesco viento no podríamos entender el término bonanza. La suavidad de las caricias primaverales son más agradecidas por quienes han sufrido un gélido invierno. Sólo quienes atraviesan obstáculos saben apreciar el allanado sendero. La primavera acaricia lo que el invierno golpea. Remienda los rotos del ayer, zurciendo imágenes gratas encima de otras ásperas e incómodas. Orea los acres olores que la humedad atrinchera en los huecos no ventilados. Aún así, es muy necesario el invierno, porque al igual que las tribulaciones, consigue hacernos madurar. Logra fraguar nuestro espíritu con ese halo de valentía imposible adquirir en un estado de continua quietud. No debemos olvidar nunca que, sólo los ojos que han sido bañados con lágrimas brillan con una luz más clara y pura.

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