Piedras mudas
La mortecina luz entra forzadamente por las ventanas veladas con vidrieras. Con debilidad se filtran los rayos de sol, deseando llenar de claridad el entorno oscuro. Huele a polvo engastado en las rocas, a fatigadas plegarias que permanecen flotando en el aire mezcladas con el humo de incienso. Melancólicos cirios propagan un tenue centelleo que adormece, haciendo que las imágenes expuestas, en carcomidos cuadros, tomen una apariencia siniestra que atemoriza en vez de ofrecer paz.
22 DE ENERO DE 2009 · 23:00

Me impresionan las catedrales, las iglesias de siglos pasados. Me atrae el visitarlas e indagar sobre la forma en la que fueron construidas y quienes decidieron construirlas.
Siempre las visito con ojos de intrusa, adentrándome para contemplar su arquitectura, curioseando entre los recodos, dejándome atrapar por el tiempo.
Mientras paseo dentro de una vieja catedral del siglo XV asentada sobre un solar de lo que en su día fue una mezquita, noto cómo las altas columnas me miran con superioridad, haciéndome sentir demasiado pequeña. Me observan recelosas, pues saben que mi incursión es puramente indagadora, careciendo de esa devoción que demandan, accediendo a ellas por el puro placer de observar.
Pienso si en realidad alguien puede creer que Dios mora allí. ¿Cómo un Dios de vida puede alojarse en un sitio tan falto de ésta?
Las campanas hacen un llamado a los feligreses, que con parsimonia van ocupando sus austeros asientos dentro del frío templo, emitiendo estériles himnos carentes de viveza, de alegría.
Los miro con discreción, sin entorpecer su ritual de repetidos rezos, centrando mi atención en la inmensidad de las bóvedas talladas por artistas pertenecientes a épocas pretéritas. Se respira un aire solemne, un silencio que invita al recogimiento. Sin embargo, al cerrar los ojos sientes la frialdad del entorno, el olor fatigoso del tiempo estancado, y sabes que ninguna de esas estatuas que parecen vigilarte desde sus pedestales poseen vigor, son figuras inertes que nada tienen que ver con el dador de la vida, semidioses a los que aferrarse sin tener la obligación de llevar una pesada cruz.
Cuando el sacerdote toma su lugar para emitir la misa, abandono respetuosamente la catedral, dejando atrás el sonido del pausado órgano, el gemir de las piedras consumadas por la monotonía, las amenazantes gárgolas que ningún temor me producen.
Alejada de todo ello me regocijo sabiendo que Dios no tiene una única morada, sino que habita dentro de cada uno de nosotros, aquellos que hemos decidido hacer de nuestros cuerpos mortales un templo donde se aloje su santo espíritu.
Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Íntimo - Piedras mudas
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