De regreso a Edén

Algo dentro de nosotros nos lo grita, pero ¿cómo escapar de un sistema que se ha descolgado en su totalidad de una conciencia pacífica?

02 DE MARZO DE 2025 · 09:00

Detalle del cartel de la segunda parte de la película Avatar, el sentido del agua.,
Detalle del cartel de la segunda parte de la película Avatar, el sentido del agua.

En todos nosotros hay, seamos conscientes o no de ello, un anhelo atávico de pureza, de autenticidad, de conexión con la Tierra y, en definitiva, de libertad. Por esa razón, todo lo que representa un regreso al Edén, a la vida sencilla y primigenia, en armonía con la naturaleza, despierta en nosotros la conciencia de un yo perdido, de un hombre original que disfrutó de la comunión con el Creador sin trabas y de la Creación en su máxima expresión de esplendor y virginidad. Dicha conexión se manifiesta en la literatura, la música, la pintura, la fotografía, el cine o las experiencias turísticas y gastronómicas, ya que, en el placer de tales expresiones artísticas hacemos un viaje a nuestras raíces, a lo que debería haber sido (y no fue) un mundo sin maldad, ni violencia, ni engaño, ni contaminación.

Si nos queremos quedar con Robinson Crusoe en la isla descrita por Daniel Defoe en la desembocadura del Orinoco, o nos fascinan los prados de los cuadros de Vincent van Gogh, o dormimos la siesta inundados por un sentimiento de calma visionando un documental de la vida salvaje en Australia o nos embarga la tristeza al terminar la nueva entrega de Avatar1, esto que podríamos llamar entretenimiento o evasión no es otra cosa que la llamada interna de aquella otra Tierra, la eterna, la que discurre sin rupturas verticales, como la que protagonizaron Adán y Eva, ni fratricidio velado o manifiesto (valga de ejemplo lo de Caín y Abel, por no mencionar la violencia que arrasó la humanidad antes del Diluvio). Damos, por tanto, la razón a Goethe2: “La naturaleza y el arte parecen rehuirse, pero se encuentran antes de lo que se cree”.

 

La nostalgia del Paraíso en el arte

Poetas de todas las edades han invocado a Edén como musa etérea, bien para quejarse por lo extemporáneo de su mundo en comparación con aquel, bien para idealizar un hogar que fue el punto de partida de las bondades y miserias del género humano, aferrándose a la esperanza de que semejante Paraíso debe ser algo más que un espejismo del pasado; se trata, para los más optimistas, del destino que nos aguarda una vez traspasado el umbral del Seol. De esta guisa es John Milton3 en su Paraíso perdido (1667), quien en más de diez mil versos cuenta la caída de Adán y Eva o los esfuerzos de Lucifer por derrotar a Dios.

Divisé en torno mío una colina, un valle,

bosques umbríos, llanuras en que se reflejaban

los rayos del sol y una líquida cascada

de arroyuelos bulliciosos. En esos sitios

distinguí criaturas que vivían y se movían,

que andaban o volaban,

pajarillos que gorjeaban en las ramas:

todo sonreía, mi corazón estaba

inundado de gozo y de deleite.

Adán describe el Edén cuando viene a la vida (Paraíso Perdido, Libro VIII).

El revolucionario Lord Byron4 (1788-1824),  mucho más pragmático a pesar de ser un poeta romántico, siente el magnetismo de lo natural, frente al bullicio de las ciudades: “Yo no vivo en mí mismo, sino que me convierto en una parte de aquello que me rodea. Para mí, las altas montañas guardan su sensibilidad; por el contrario, el barullo de las ciudades humanas no me sirve más que de tortura”. También escritores actuales han plasmado en sus obras esa nostalgia por el Paraíso. Sirva como ejemplo Constantino Molina (1985), poeta albaceteño quien, con dos poemarios publicados, Las ramas del azar (2015) y Silbando un eco extraño (2016), se ha granjeado el ser reconocido como una voz sobresaliente dentro de lo que José Luis Morante5 ha llamado una “polifonía generacional”. Molina propone el entorno natural y sus dádivas como remedio a los males del hombre:

Una canción en blanco,

sin dictado ni acorde, sin ciencia ni conciencia,

que de la nada viene y en todo se refleja.

Basta callar, dejar cantar al mundo

y oír su voz fugaz para entenderlo.

Las ramas del azar (pág. 9-10).

La añoranza del Edén está muy presente en la música de todos los estilos. Podríamos deleitarnos con el oratorio compuesto por Joseph Haydn entre 1796 y 1798, La Creación. Haydn no solo se inspira en Génesis y Los Salmos para pergeñarlo, sino que bebe de una fuente poética fundamental en la literatura inglesa, el Paraíso perdido de Milton, antes mencionado. En otro suspiro lírico lleno de anhelo por la pureza del Edén, U2 compuso Beatiful day (2000) sencillo en el que declaraba: “Llévame a ese otro lugar, enséñame. Sé que no soy un caso perdido. Ver el mundo en verde y azul... ver el pájaro con una hoja en la boca. Después del Diluvio todos los colores salieron, fue un hermoso día. No dejes que se escape”. De forma paralela, podemos imaginar un planeta restaurado con Juan Luis Guerra en Ojalá que llueva café (1989) a ritmo de merengue y cumbia, soñando con “una llanura de patata y fresas”, en lugar de un “otoño de hojas secas”. Y tocada con no poca saudade recordamos el tema ¿Dónde jugarán los niños? de Maná, publicado en 1992:

Cuenta el abuelo que de niño él jugó

entre árboles y risas, y alcatraces de color.

Recuerda un río transparente y sin olor,

donde abundaban peces, no sufrían ni un dolor.

 

Clamor de paz

No fuimos creados para morir pisando asfalto, inhalando dióxido de carbono o comiendo grasas polisaturadas. Lo sabemos. Algo dentro de nosotros nos lo grita, pero ¿cómo escapar de un sistema que se ha descolgado en su totalidad de una conciencia pacífica? Pacífica, porque para vivir y convivir en paz hemos sido creados (Colosenses 3:15): paz en el seno de la familia, paz con nuestro prójimo, paz con nosotros mismos y, finalmente, paz con Dios y con la Tierra. De hecho, la Creación aguarda la llegada del Príncipe de Paz (Isaías 9:6), cuando será libertada de su actual condición6 y se estrenará una nueva creación (2 Pedro 3:13) donde no habrá lucha de clases, chimeneas contaminantes ni tráfico del mediodía, donde todo será mejor que lo terrenal, no echaremos de menos lo de aquí abajo7 y será superada con creces cualquier utopía que hubiésemos podido imaginar (1 Corintios 2:9).

Ahora bien, justo es que el hombre recuerde que fue él quien sujetó a esclavitud a la Naturaleza6 cuando rompió el orden de las cosas que le fueron puestas bajo su cuidado. Aquel “maldita será la tierra por tu causa” (Génesis 3:17) nos hace responsables y no víctimas. Por ese motivo, debemos protagonizar la redención de este mundo caído, militando la fe con una alta conciencia ecológica y al lado del Redentor definitivo, quien desembarazará la Creación de su actual agonía para regalarle el verdadero descanso (Romanos 8:19-23).

 

La contemplación de Dios en la Naturaleza

Fue Buffon8 quien dijo que “la Naturaleza es el trono visible de la majestad divina”. O en palabras del salmista: “Los cielos cuentan la gloria de Dios y el firmamento anuncia la obra de sus manos” (Salmo 19:1). Hay una Verdad con mayúsculas que debemos saber leer en nuestra particular Pandora. De hecho, Dios mismo retó a un Job desesperado, diciéndole (parafraseo): “Enséñame tú, si puedes”. Y lo invitó a considerar la Naturaleza en su mayor escala, astronómica (Job 38:31), o en una simple acción, las ciervas pariendo (Job 39:1), para dejarle claro al patriarca cómo era la grandeza y sabiduría del que hablaba desde el torbellino (Job 38:1). El fruto lógico de tal admonición era que Job (y nosotros con él) clamase: “Oye, te ruego, y hablaré; te preguntaré, y tú me enseñarás” (Job 42:4). Incluso, en los grandes monstruos marinos9 o el Leviatán (Job 41:1-3), hay algo que debería llenar al hombre de respeto y devoción ante el que diseñó y sustentó a tales seres terribles; pienso en los imponentes restos fósiles de dinosaurios. Para el Creador hay beldad en cada una de sus creaciones, por siniestras que nos parezcan. Montaigne10 lo expresó así: “Lo que nosotros llamamos monstruos no lo son a los ojos de Dios, quien ve, en la inmensidad de sus obras, la infinita variedad de sus formas”. ¿No es esa una de las moralejas de Parque Jurásico, saga que también nos transporta a un paraíso, solo que mucho más salvaje? Si los filmes basados en la novela de Michael Crichton hielan la sangre, la letra impresa, dejando volar la imaginación del lector, lo hace mejor, con la nobleza propia del medio.

 

Lo Creado muestra la imagen de Dios, pero no es Dios

Error craso es, sin embargo, el acabar adorando lo creado, en una necia divinización de la Tierra, quedándonos enamorados del objeto regalado y no del que nos hizo tan magno regalo. Fue este el devenir de los hombres, antes de que se rindieran (más tarde en la historia) en tributos a la ciencia, ofrendas a su propia razón y más allá de todo eso, en una autolatría que nos vuelve vanos, como dijo Pablo a los Romanos11: “se envanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue entenebrecido”. De aquí que el célebre Blaise Pascal12 afirme en Pensamientos (1670): “Las perfecciones de la Naturaleza la muestran como imagen de Dios. Sus defectos prueban que es solamente una imagen de Él”. O, dicho de otra forma, lo creado por Dios no es una diosa, una gran madre ante la que prosternarnos; es imagen y mensaje. Pero el que dijo “Sea la luz” es la luz real y el Emisor Inmortal del sublime mensaje (Juan 1:1-5). Bien haríamos al recordar que un día también este cosmos actual pasará, se enrollará cual pergamino13. Y si es un pergamino que aún no se ha enrollado, podemos todavía leer en él de una Gran Historia con trascendental significado.

La española novela Pepita Jiménez (1874), del escritor Juan Valera14, recogió esta idea con profundidad filosófica: “Si amo la hermosura de las cosas terrenales... y si la amo con exceso, es idolatría. Debo amarla como signo, como representación de una hermosura oculta y divina que vale mil veces más, que es incomparablemente superior en todo”. Esto que Valera llama “signo” debe ser aprendido. Como Jack Sully aprendió a vivir en Pandora, Crusoe tuvo que reeducarse tras el naufragio o Kevin Costner volvió a ser alumno entre los indios para sobrevivir en la salvaje Norteamérica que nos presenta Bailando con lobos. Es esa capacidad de desaprender hábitos destructivos y conductas antiecológicas, para convertirnos en hijos de la tierra y sabios administradores de nuestra morada global, la que nos puede devolver el gozo auténtico del Paraíso perdido. Y, todo lo contrario, nuestra barbarie, nuestra voracidad sin límites ni conciencia de que hay una humanidad por nacer que debe beber agua potable y respirar oxígeno puro, es, y lo digo con rotundidad, la que nos condena a la destrucción apocalíptica sin que siquiera tenga que intervenir una mano justiciera que lleve la firma de Dios.

 

Regresar a Edén es reconciliarnos con su Artífice

Oigamos al maestro Ramón y Cajal15 en sus Palabras Finales: “La Naturaleza nos es hostil porque no la conocemos; sus crueldades representan la venganza contra nuestra indiferencia. Escuchar sus latidos íntimos con el fervor de apasionada curiosidad equivale a descifrar sus secretos: es convertir la iracunda madrastra en ternísima madre”. ¿Seremos capaces de reconciliarnos con el ecosistema poseídos por tal “apasionada curiosidad”?

Dejar que lo verde dé color a nuestras urbes; sancionar industrias que arrasan con los recursos y contaminan suelo y aire; ver que todo lo vivo conserva una dignidad, que “no es más —sentenció el poeta William Cowper16— que el nombre de un efecto cuya causa es Dios”; en definitiva, enseñar a nuestros hijos que somos mayordomos y no dueños de este gran globo azul que nos alberga, todo ello nos vuelve a poner en el terreno sagrado de Edén, revestidos con la imagen de Aquel cuyo segundo nombre es Elohim y Autor de la Vida, el primero.

¿Estaremos perdiendo poco a poco y sin remedio la huella del Creador, embruteciéndonos hasta extremos esperpénticos? Los animales cuidan a sus crías; nosotros las abortamos. Las criaturas no se alimentan del sufrimiento de los de su misma especie; los humanos se enfrentan con saña, haciendo de la desgracia de unos la riqueza de otros. Cualquier forma de vida contribuye al ecosistema que la enmarca, siempre y cuando mantenga el equilibrio con las otras especies; el único equilibrio que nosotros respetamos es el que nos permite mantenernos en pie, los otros los hemos fulminado, dando la razón a Nikolái Berdiáyev17: “Cuando el hombre no quiso ser más que la imagen y semejanza de la naturaleza, nada más que un hombre natural, se sujetó con ello a fuerzas elementales inferiores, enajenando su imagen”.

Siempre que sembramos y cosechamos, que una mujer cuida felizmente de sus plantas, que la compañía de un perro o el ronroneo de un gato nos consuela, que la leche de vaca de una granja familiar nos provee la bebida con que maridar un par de huevos de nuestras gallinas en el desayuno o que exprimimos un zumo con naranjas que nosotros mismos hemos cultivado, nos podemos sentir un poco más cerca de Dios y de esa otra forma de vida donde lo saludable y orgánico vence a lo enfermo y artificial.

Recuperemos, por tanto, nuestra imagen divina al confiar en Jesús como Creador y Salvador y podremos al fin regresar al Edén celestial, así como saborear en esta corta existencia destellos de aquella paz prototípica del hombre en su primer amanecer.

 

 

NOTAS:

N.d.E. Este es el primer artículo de la nueva serie de Imagina, cuidado eterno para un mundo finito, un proyecto de la Alianza Evangélica Española. Puedes encontrar más información aquí.

1. Se ha observado en muchos espectadores de Avatar un sentimiento de depresión al desear intensamente y no poder vivir realmente en Pandora.

2. Goethe, J. W., Gedichte: Natur und Kunst (1800).

3. Milton, J., El Paraíso perdido – Libro VIII (1667).

4. Lord Byron, G. G., Childe Harold's Pilgrimage, canto III, estr. 72 (entre 1812 y 1818).

5. Morante, J. L. (2016). Re-generación. Antología de poesía española (2000-2015).

6. Romanos 8:19-23:

19 Porque el anhelo ardiente de la creación es el aguardar la manifestación de los hijos de Dios. 20 Porque la creación fue sujetada a vanidad, no por su propia voluntad, sino por causa del que la sujetó en esperanza; 21 porque también la creación misma será libertada de la esclavitud de corrupción, a la libertad gloriosa de los hijos de Dios. 22 Porque sabemos que toda la creación gime a una, y a una está con dolores de parto hasta ahora; 23 y no solo ella, sino que también nosotros mismos, que tenemos las primicias del Espíritu, nosotros también gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción, la redención de nuestro cuerpo.

7. Isaías 65:17: “Porque he aquí que yo crearé nuevos cielos y nueva tierra; y de lo primero no habrá memoria, ni más vendrá al pensamiento”.

8. Buffon, G. L. L., Quadrupèdes, IV, 12 (1749).

9. Apariciones de los grandes monstruos marinos en Las Escrituras: Génesis 1:21, Salmos 74:13, Salmos 148:7.

10. De Montaigne, M. E., Éssais, II, XII (1582).

11. Romanos 1:20-25:

20 Porque las cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa. 21 Pues habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue entenebrecido. 22 Profesando ser sabios, se hicieron necios, 23 y cambiaron la gloria del Dios incorruptible en semejanza de imagen de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos y de reptiles. 24 Por lo cual también Dios los entregó a la inmundicia, en las concupiscencias de sus corazones, de modo que deshonraron entre sí sus propios cuerpos, 25 ya que cambiaron la verdad de Dios por la mentira, honrando y dando culto a las criaturas antes que al Creador, el cual es bendito por los siglos. Amén

12. Pascal, B., Pensées, cap. XII (1670).

13. Apocalipsis 6:14: Y el cielo se desvaneció como un pergamino que se enrolla; y todo monte y toda isla se removió de su lugar (para tener el contexto leer en Apo. 6:12-17 - Los sellos).

14. Valera, J., Pepita Jiménez: Cartas de mi sobrino, 4 de abril (1874).

15. Ramón y Cajal, S., Páginas de mi vida, XVIII. Palabra finales (entre 1901 y 1917).

16. Cowper, W., The Task Winter: Walk al Noon (1785).

17. Berdiáyev, N., Hacia una nueva edad media, pág. 67 (1979).

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