“Vals para lobos y pastor”, de Ernesto Lumbreras: bucear en las profundidades del mal y la redención (II)

Luego de más de 100 páginas, la convivencia con el azar y con el mal por parte del personaje creado por Lumbreras, alcanza un momento límite.

22 DE NOVIEMBRE DE 2024 · 07:19

Detalle de la portada del libro.,
Detalle de la portada del libro.

Ese descubrimiento y su complejo simbolismo ratificó la misión de mi vida puesto que trajo al presente —para honrar mi palabra— el juramento infantil a bordo del Royal Burns a punto de naufragar en su travesía por el océano. Por su parte, la lima del buen Dios supo moldear mi alna, perdonar mi pasado reciente y brindarme una razón para mejorar el mundo a la medida de mis humildes pero siempre esforzados empeños.1

E. L.

 

Cuando John Luther Stephens, el personaje construido a cabalidad por la inventiva de Ernesto Lumbreras, enfrenta sus primeros años de vida llega a un punto, luego de más de 100 páginas, en que su convivencia con el azar y con el mal alcanza un momento límite. Llevado por las circunstancias a convertirse en un gambusino experimentado, la ambición de sus compañeros de trama lo condujo a cometer asesinatos y a experimentar la soledad brutal de quien huye de todo, incluso de sí mismo. A los lejanos días de su infancia idealista y soñadora en Gales y Nueva Orleáns les siguió una cadena de experiencias que lo curtieron y lo conducirían, en una segunda parte bien delimitada, a convertirse en un firme candidato a ejercer una labor religiosa que no imaginó lo suficiente, aun cuando hizo una promesa al Cristo de marfil que lo acompañó durante la tempestad que lo asaltó durante el viaje de su país a las costas americanas: “El buen Dios acompañaba a los desprotegidos. Me había escuchado y aceptó mi intercambio samaritano que habría de cumplir al pie de la letra hasta sus máximas consecuencias” (pp. 20-21).

En tres secciones diferenciadas en letra cursiva se comienza a redefinir el destino de Stephens en la ruta de la redención espiritual. Habiendo quedado en el total abandono y en medio de un triste aislamiento al que le condujo su trabajo como buscador de oro, el relato lo muestra tal como lo anuncia el título del capítulo (“Hospital de hadas para un gambusino”), inmerso en una fantasía singular que lo sacará de esa condición para llevarlo a los brazos de la divinidad que lo esperaba con ansia. Mezclando los sueños, los recuerdos y la cruda realidad que vivía, Stephens desembocará, en medio de la lectura de una obra improbable (la Historia de la conquista de México, de William H. Prescott [1796-1859)], 1843) que lo acompañó tiempo atrás como una premonición del lugar adonde llegaría como misionero y en la que terminaría tristemente su vida.

“Vals para lobos y pastor”, de Ernesto Lumbreras: bucear en las profundidades del mal y la redención (II)

John Luther Stephens.

En esos pasajes alucinantes el lenguaje poético aflora con una intensidad que transmite el estado de ánimo del protagonista y lo lleva a las alturas acordes con lo que está por vivir: “Con lágrimas en los ojos, acompañados de varias hadas los salvadores del muchacho galés salieron de la caverna una noche de aurora boreal, noche de comunión cuando los asuntos celestes y los terrestres se funden en el color de la esperanza , esa corderita de la condición humana que cruza un puente a punto de desplomarse” (p. 109). El ímpetu con que pudo superar las circunstancias terribles a las que había llegado anuncia lo que vendrá en la segunda parte como un bálsamo de redención inesperada, pero también llena de avatares inauditos: “¿Qué más me faltaba por aprender en las montañas de oro? Graduado con honores en la escuela del terror, regresaba a la civilización, a la cordura y a la ley, a los jardines de pastos recién podados, a las calles con niños corriendo detrás de un aro de metal y al aroma de un pastel de manzana recién salido de horno” (p. 126).

Luego de deshacerse del oro que aún conservaba, Stephens llega a San Francisco para compartir su suerte con una multitud de pordioseros, “esa tribu infame y degradada, el único lugar donde podría redimirme”. Allí pasará un tiempo que lo preparará, sin saberlo, para el encuentro con la redención anunciada de múltiples maneras: “Con ellos arrastraría mi vida de expiación, luto y vergüenza dos primaveras más, dos años en la inmundicia y el escarmiento entre ciegos y lisiados, borrachines y malvivientes, locos y asesinos, toda una caterva temerosa y macilenta, olvidada del mundo y de la bienaventuranza, habitantes de los parques y los atrios, expulsados por enésima vez de un paraíso devorado en esta ocasión por los fulgores del oro” (p. 128). La suerte estaba echada para la aparición de lo sagrado…

En una iglesia congregacional a la que entró por casualidad, Stephens se topó con más gente necesitada, agolpada para recibir un escaso alimento, y fue allí donde escuchó las notas de un órgano que lo transportaron a otra dimensión y lo condujeron a una conversión tan inverosímil como inmediata. El impacto de esa música fue apremiante y tuvo que acercarse a quien la interpretaba pues, con ello: “Un Dios desconocido para mí hacía su aparición. La belleza y el misterio de la música allí tocada me despertaron, poco a poco, de mi indolencia y de mi pesimismo” (p. 129). Estaba frente al ejecutor de la melodía ignota que, con “el instrumento de robustos maderos y de afilados y pulidos tubos” sus manos eran capaces de salvar “a la humanidad de su diario naufragio” (p. 130). Se trató de una experiencia espiritual fulminante: “No pasó un minuto cuando sentí algo —una descarga eléctrica o un río de alfileres en las venas— que corrió de mi mano reposada en el hombro del organista hasta reventar en mi cabeza. Entonces, mis piernas flaquearon, mi vista se nubló y caí al piso como se derrumban los muertos sorprendidos por el rayo del temporal, latigazo que huele a averno, pero también a tierra preñada de miles y miles de semillas (Ídem).

“Vals para lobos y pastor”, de Ernesto Lumbreras: bucear en las profundidades del mal y la redención (II)

Ahualulco de Mercado.

Los dos capítulos restantes dan cuenta de la experiencia mexicana de Stephens después de que su encuentro con el reverendo Isaiah Sutherland lo sacara de la triste inercia improductiva en que vivía. A partir de entonces, y ya comprometido con la hija de Sutherland, comenzó a estudiar para ordenarse como ministro, pero al ser amenazado por un mensaje anónimo, optó por emigrar a Guadalajara como misionero de la iglesia que lo había acogido. El periplo lo llevó a Los Ángeles, San Diego y Mazatlán, para desde allí llegar a San Blas, Nayarit. Sus ideales estaban trazados, también por la coyuntura política del momento: “La libertad de creencias religiosas nos abría las puertas a los pastores de la Iglesia Congregacional para acercar a los mexicanos a un Dios sin fanatismos ni infiernos temidos o paraísos anhelados. Llegaba el momento de amar a Dios —sin intermediarios ni premios— sencilla y humildemente por el amor a Dios” (pp. 136-137). Estas ideas, genuinamente protestantes, presidirían toda su visión dominada por la creencia firme de que su “trabajo pastoral era una cruzada que salvaría a México de su perdición” (p. 137).

La realidad del país al que llegaba superaba todas sus expectativas: alcoholismo por todas partes, fanatismo religioso exacerbado por las jerarquías católicas, prácticas culturales distintas, entre otras cosas, todo ello se le mostraba en cascada, al grado de que un delirio nocturno escuchó una voz que desgranó mucho de lo que era ese país tan extraño:

México es un niño que ríe en la oscuridad. México es una tumba desenterrada con frutos rojos y amarillos recién cortados. México es un pajarito que picotea y picotea su imagen en un espejo roto. México es un colgado que canta al borde del abismo. México es una botella, bebida por todos, de temblorosa ponzoña. México es un rezar y rezar de mujeres con tizones en la boca. México es un perro rabioso olfateando un tiesto de geranios. México es un zumbido, un insulto, un salivazo. México es un trueno, un repique, un crimen, México es…” (p. 141).

Con todo este cúmulo de realidades auténticas o inventadas, la oposición entre civilización y barbarie estaba ante él, expuesta con una contundencia que no alcanzaba a percibir con claridad. Pero, además, la marioneta que lo había acompañado durante años dice sentenciosamente una frase insidiosa y de resonancias bíblicas: “El árbol que da frutos malos debe cortarse de raíz. Ustedes interpreten como quieran estas palabras” (Ídem), una alusión a la suerte que lo acompañará tiempo después.

“Vals para lobos y pastor”, de Ernesto Lumbreras: bucear en las profundidades del mal y la redención (II)

Ernesto Lumbreras.

El último capítulo que da nombre a la novela concentra en sus 35 páginas el drama histórico (con estricto apego a lo sucedido) a que estaba destinado Stephens: su llegada a Guadalajara, el contexto político del momento, los entretelones internos del grupo de misioneros, el rechazo al protestantismo en la capital jalisciense, la intervención de las autoridades, el traslado final a Ahualulco. Un caldo de cultivo aderezado con el fuego cruzado entre las publicaciones católicas y protestantes que anunciaba la catástrofe; la llegada de la Biblia Reina-Valera (“Dios hablaba en castellano y su grey lo escuchaba y le respondía en la misma lengua”, p. 149); las familias pudientes y los primeros conversos. Íntimamente crecía la conciencia de misión en el personaje principal. Antes de partir hacia Ahualulco, se dio el lujo de asistir a la ópera en el flamante Teatro Degollado, “orgullo de la sociedad tapatía, la joya más preciada de su arquitectura” (p. 157).

En dos de los capítulos finales retornan las cursivas para mostrar lo que habitaba en la conciencia del misionero. En el primero, una carta para su prometida, sus palabras hablan de la condición de pobreza e injusticia en que vivían los habitantes de Ahualulco, su nueva grey: “Me llena de dicha ser el pastor de un rebaño tan abatido por tantas desgracias. […] Mi vida y mi muerte no están en mis manos. Con esa certeza abro y cierro la puerta de mi morada” (p. 161). Stephens llegó a Ahualulco en noviembre de 1873 y para el año siguiente las cosas comienzan a complicarse cada vez más. Es rodeado e intimidado en diferentes momentos; sus amigos llegaron armados a tratar de protegerlo, pero él se inconformó por ese método de respuesta. Su intención de servicio iba dirigida especialmente a las personas más desprotegidas; había logros y alegría en los niños que podían comentar mientras “repetían el silabario” (p. 165).

La contraparte, el sacerdote Reinoso, se agazapaba para dar el golpe mortal: fingió una buena actitud que se vería desenmascarada después. Su amabilidad fingida escondía el rechazo total. En el comienzo de marzo vendría la tragedia, el asalto final a la casa del reverendo. Después del culto dominical (no misa) de las 12 del día vendría el ataque final. La sección 106 (en cursivas) narra de manera impersonal (si esto es posible) lo acontecido y allí aparecen las palabras del cura Reinoso, una auténtica orden para perpetrar el crimen, nuevamente las palabras evangélicas: “El árbol que da frutos malos…” (p. 169). A continuación, la voz que cuenta las cosas, en seis párrafos lentos describe el asesinato de Stephens y el converso Jesús Islas:

Dijeron que la turba derribó la puerta y penetró en la casa donde se encontraban, impresionados y temerosos, Mr. Stephens y dos feligreses, quienes trataron de huir por el corral escalando una tapia, hazaña sólo lograda por el señor Severino Gallegos. ¡San Longinos, sea tu lanza la vanguardia de nuestro deseo de sangre!

Dijeron que un cuchillero desgarró el vientre del reverendo, seguido de un fogonazo que le abrió el pecho y lo arrojó al jardín de cactáceas para que después, todavía resistiéndose, una tunda de machetazos le abriera el cráneo y le destrozara el rostro. ¡Santa Juana de Arco, levantemos una hoguera con todas las blasfemias del enemigo! […]

Dijeron que el cura Reinoso, despertado por el alboroto, salió al atrio en camisón para enterarse del desatino de su grey, mientras en la casa saqueada cinco partidarios cargaban su cuerpo martirizado en una carreta para llevarlo a sepultar a una tierra incógnita y evangélica(p. 170).

Este horror tan bien plasmado tiene una continuidad literaria impecable: el misionero, en adelante, se convierte en un fantasma rulfiano que observa los hechos posteriores (la reacción del gobierno estadounidense, el juicio que llevó al fusilamiento a cinco de los culpables, la impunidad de Reinoso…). Su reflexión es desencantada y amarga: “Alguna madrugada del próximo siglo, por qué no, llegará la auténtica expiación de mi crimen. Entonces un dictamen de paz eterna —una mezcla de niebla azul, el olvido de Rebecca Sutherland y los gorjeos de una alondra—iluminará mi tumba desconocida” (p. 172). Sin cumplir los 27 años, Stephens encontró la muerte en un país inesperado. Las últimas secciones de la novela envuelven la tragedia con un halo de fantasmagoría que refleja las dimensiones del terrible suceso. El protagonista se reencuentra con su vieja marioneta y es acompañado por ella en su viaje final. “A cada paso, mi cuerpo y la niebla se tornaban una misma realidad evanescente, hostil y caprichosa. Ante esa inesperada contingencia natural detuvimos la caminata y nos sentamos en un pedregal, silbando con total desenfado canciones futuras que una noche de incendio calcinante consolarían al hombre, al pájaro y a la bestia” (pp. 176-177).

 

En el repositorio bibliográfico de la Universidad Autónoma de Nuevo León puede leerse el libro de Gilbert Haven, Our next-door neighbor: a winter in México (1875, pp. 446-449) que incluye varios relatos relacionados con la intolerancia católica en México, entre ellos el episodio de John L. Stephens en Ahualulco de Mercado, Jalisco.

 

Notas

1 E. Lumbreras, Vals para lobos y pastor. México, Ediciones Era, 2024, p. 130.

 

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