La vida y el diario de David Brainerd

A veces esperaba haberme convertido o, al menos, deseaba estar en el buen camino para alcanzar el cielo y la felicidad, sin saber qué era la conversión.

22 DE OCTUBRE DE 2021 · 16:10

Portada del libro.,
Portada del libro.

Un fragmento de “La vida y el diario de David Brainerd” (Biblioteca de Clásicos Cristianos (Abba, 2021). Puede saber más sobre el libro aquí.

Desde su nacimiento hasta el momento en el que empezó a estudiar para el ministerio

El Sr. David Brainerd nació el 20 de abril de 1718 en Haddam, un pueblo en el condado de Hartford, en Connecticut, Nueva Inglaterra.

Su padre fue el excelentísimo Hezekiah Brainerd, consejero de su majestad en esa colonia, quien era hijo del ilustre Daniel Brainerd, juez de paz y diácono de la iglesia de Cristo en Haddam. 

Su madre fue la señora Dorothy Hobart, hija del reverendo Jeremiah Hobart, quien predicó durante un tiempo en Topsfield y después se mudó a Hempstead en Long Island. 

David Brainerd fue el tercer hijo varón. Sus padres tuvieron cinco hijos y cuatro hijas. El mayor fue Hezekiah Brainerd, juez de paz y, durante varios años, representante del pueblo de Haddam en la asamblea general de la colonia de Connecticut.

El segundo fue Nehemiah Brainerd, un ministro respetable en Eastbury en Connecticut, que murió de tuberculosis el 10 de noviembre de 1742. El cuarto fue el Sr. John Brainerd, que sucedió a su hermano David como misionero y pastor en la misma iglesia de indios cristianos en Nueva Jersey.

El quinto fue Israel, estudiante en la universidad de Yale en New Haven, quien murió poco después que su hermano David. La Sra. Dorothy Brainerd después de vivir como viuda durante cinco años, falleció cuando su hijo, cuya vida aquí se relata, tenía catorce años.

De este modo, en su juventud se quedó huérfano de padre y de madre. A continuación, el lector puede ver el relato que escribió sobre sí mismo y sobre su propia vida. 

“Desde mi juventud fui un tanto serio y tendía más a la melancolía que al extremo contrario, pero no recuerdo tener ninguna convicción de pecado que merezca la pena mencionarse hasta que tuve alrededor de siete u ocho años.

Entonces me entró una gran preocupación por mi alma y me aterrorizaba pensar en la muerte. Me sentía impulsado a cumplir con mi deber, pero resultó ser una tarea deprimente que destruyó mi afán de diversión.

Aunque esta inquietud religiosa duró poco, a veces oraba en privado y, por consiguiente, vivía “tranquilo en Sion, sin Dios en el mundo’ y recuerdo que sin mucha preocupación hasta que tuve más de trece años.

Sin embargo, en algún momento durante el invierno de 1732, ciertos medios, que no sé explicar cuáles fueron con exactitud, me sacaron de mi seguridad carnal.

No obstante, estaba muy preocupado por cierta enfermedad mortal que prevalecía en Haddam. Me esforzaba de manera frecuente, constante y de algún modo ferviente.

Disfrutaba leyendo, sobre todo, los Testimonios para niños del Sr. Janeway. Estaba entregado a mi deber y encontraba mucha satisfacción cumpliendo con mis responsabilidades.

A veces esperaba haberme convertido o, al menos, deseaba estar en el buen camino para alcanzar el cielo y la felicidad, sin saber qué era la conversión. El Espíritu de Dios actuó con fuerza en mí.

El mundo no me importaba y mis pensamientos se dedicaban casi de forma exclusiva a preocuparse por mi alma. De hecho, puedo decir que: “Estaba casi convencido de ser cristiano’.

La muerte de mi madre en marzo de 1732 me afligió en gran manera y me llenó de melancolía. Pero después mi inquietud religiosa empezó a disminuir y, poco a poco, volví a sentir cierta seguridad espiritual, aunque aún oraba en privado”. 

“Alrededor del 15 de abril de 1733, me trasladé desde la casa de mi padre a East Haddam, donde pasé cuatro años, todavía “sin Dios en el mundo’, si bien, con frecuencia, seguía cumpliendo con mi deber en privado.

No me atraía la compañía de los jóvenes ni la diversión propia de esa edad. Además, cuando estaba con ellos, nunca volvía a casa con una buena conciencia.

Siempre me hacía sentir más culpabilidad, me atemorizaba acercarme al trono de la gracia y arruinaba aquellas buenas intenciones que solían satisfacerme.

Sin embargo, todas mis buenas intenciones no eran sino una forma de autojustificación y no se basaban en el anhelo por la gloria de Dios”. 

“A finales de abril de 1737, con diecinueve años, me trasladé a Durham para trabajar en la granja que había heredado y allí permanecí durante un año. En este tiempo a menudo deseaba, por mi inclinación natural, estudiar en la universidad.

Con veinte años, me dediqué de pleno a estudiar y estaba más comprometido que nunca con el deber de la religión. Me volví muy estricto y vigilante con mis pensamientos y acciones.

De hecho, creía que debía ser muy serio, ya que había decidido dedicarme al ministerio y creía que había entregado mi vida al Señor”. 

“En algún momento en abril de 1738, fui a vivir con el Sr. Fiske con quien residí mientras este vivió. Recuerdo que me aconsejó que abandonara del todo la compañía de los jóvenes y que me asociase con personas mayores más serias.

Seguí su consejo. Mi estilo de vida era totalmente rutinario y lleno de religión, pues leí la Biblia más de dos veces en menos de un año, pasaba una gran parte del día en oración y cumpliendo con otros deberes sagrados, pres- taba mucha atención a la palabra predicada y me esforzaba al máximo por recordarla.

Estaba tan preocupado por la religión que concerté con algunas personas jóvenes quedar de manera privada por las tardes los domingos para realizar ejercicios religiosos y consideraba que estaba actuando con sinceridad.

Después de que terminase nuestra reunión, solía repetirme a mí mismo los sermones de ese día, recordando todo lo que podía incluso a altas horas de la noche. En ocasiones, los lunes por la mañana también me dedicaba a recordar los mismos sermones.

Sentía una gran satisfacción al realizar estas tareas religiosas y pensaba con frecuencia unirme a la iglesia. En resumen, mi apariencia exterior era muy buena y descansaba por completo en el cumplimiento del deber, aunque no era consciente de ello”. 

“Después de que el Sr. Fiske falleciera, continué mis estudios con mi hermano. Aún seguía cumpliendo de forma constante con mis deberes religiosos y a menudo me asombraba ante la ligereza de los profesores.

El hecho de que fuesen tan poco cuidadosos en los asuntos religiosos me resultaba un gran problema. De este modo, actuaba en gran manera sobre la base de mi autojus- tificación y me habría perdido y condenado para siempre si no hubiese sido porque la misericordia de Dios no lo permitió”. 

“En algún momento a comienzos del invierno de 1738, un domingo por la mañana, mientras caminaba y oraba a solas, le agradó a Dios que sintiese de forma repentina mi peligro y la ira de Dios.

Permanecí de pie, asombrado, y mis buenas intenciones, que me habían hecho sentir bien, de repente habían desaparecido. Debido a la opinión que tenía de mi pecado y vileza, estuve angustiado todo el día y temía que la venganza de Dios acabase conmigo de pronto.

Me sentía muy abatido y permanecí solo. En ocasiones, envidiaba a los pájaros y a las bestias por su felicidad, ya que no tenían que exponerse a la miseria eterna en la que yo, sin duda alguna, estaba.

Así vivía día tras día sintiendo con frecuencia una gran aflicción. A veces parecía que había obstáculos tan grandes como montañas que impedían que pudiese tener esperanza de recibir misericordia y la conversión me parecía tan grande que nunca sería objeto de ella.

Sin embargo, solía orar y clamar a Dios, y cumplía con otras tareas con mucha sinceridad. Por lo tanto, esperaba que por algún medio la situación mejorase”.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Fragmentos - La vida y el diario de David Brainerd