“Curso de formación teológica evangélica: ministros de Jesucristo. Tomo 11”, de José María Martínez

Cualquier forma de ministerio ha de tener en el fondo una finalidad primordial: comunicar la Palabra de Dios.

04 DE MARZO DE 2021 · 16:31

Detalle de la portada del libro.,
Detalle de la portada del libro.

Un fragmento de “Curso de formación teológica evangélica: ministros de Jesucristo. Tomo 11”, de José María Martínez (Clie, 2020). Puede saber más sobre el libro aquí.

 

El ministerio a la luz del Nuevo Testamento

FINES DEL MINISTERIO

Cuando Lucas hace mención expresa de ministro y ministerio de la Palabra (Luc. 1:2; Hec. 6:4), resalta la importancia que ésta tenía en la misión apostólica. Cualquier forma de ministerio ha de tener en el fondo una finalidad primordial: comunicar la Palabra de Dios. Esta comunicación presenta en el Nuevo Testamento dos formas principales: la evangelización y la enseñanza. Los apóstoles fueron llamados a predicar el Evangelio del Reino de Dios (Luc. 3:14; 9:2; Hec. 10:42) y a instruir a los creyentes dándoles a conocer toda la verdad de Dios, exponiéndoles todas las implicaciones espirituales, morales e incluso sociales que la aceptación del Reino comporta. En el texto de la gran comisión, aparecen con igual relieve la evangelización y enseñanza como elementos básicos de la labor encomendada a los discípulos de Jesús (Mat. 20:19, 20). Y Pablo, el gran ministro de Cristo, mostró una visión clara de su vocación cuando expuso a los creyentes de Colosas lo esencial de su labor y la meta de la misma: «Anunciamos a Cristo, amonestando a todo hombre y enseñando a todo hombre en toda sabiduría, a fin de presentar perfecto en Cristo Jesús a todo hombre» (Col. 1:28).

En la práctica, no debiera disociarse nunca la evangelización de la enseñanza. El evangelista ha de saber enseñar y el maestro debe evangelizar. El Señor mismo nos da ejemplo de la combinación de ambas actividades (Mt. 4:23) y su ejemplo fue seguido por los apóstoles (Hec. 15:35). Toda dicotomía entre ambos modos de ministrar la Palabra puede tener resultados deplorables. La evangelización sin enseñanza suele conducir a la superficialidad; la enseñanza sin evangelización, al anquilosamiento. Este doble fenómeno ha podido verse lastimosamente durante los últimos tiempos en algunos sectores de la Iglesia cristiana. Aun admitiendo la conveniencia de especialistas en cada una de las formas de ministerio cristiano, hemos de convenir con la declaración hecha por Cari F. H. Henry en el Congreso Mundial sobre Evangelización, celebrado en Berlín el año 1966: «En estos últimos años hemos de esforzarnos por llegar a ser teólogos-evangelistas más que seguir siendo solo teólogos o solo evangelistas» (2).

Sin embargo, con objeto de facilitar la comprensión de los fines del ministerio y de su enorme importancia, consideraremos por separado cada uno de ellos.

La evangelización

Dos son los verbos más usados en el Nuevo Testamento para indicar el anuncio del Evangelio en su alcance universal: evangelizo (anunciar una buena noticia) y kerysso (proclamar). El primero de estos verbos solía usarse para comunicar la nueva de un gran acontecimiento, generalmente de carácter militar, como era la victoria sobre un ejército enemigo. Con ese significado aparece evangelizo, por ejemplo, en la Septuaginta, cuando entre los filisteos cundió la noticia de la derrota de Saúl (I Sam. 31:9; comp. II Sam. 1:20). Sentido análogo, aunque en un plano más trascendente, tienen los anuncios de Isaías relativos a la irrupción victoriosa de Dios en la historia de su pueblo (Is. 40:9; 52:7). El Reino de Dios se hace realidad con todas sus bendiciones maravillosas (Is. 61:1 y ss.). Idéntica línea de pensamiento sigue Juan el Bautista (Luc. 3:18; comp. Mat. 3:2). Cuando Jesús anuncia el Evangelio lo hace dentro del mismo marco de ideas (Luc. 4:43). Y los apóstoles no se salen de él; predican a Jesucristo (Hec. 5:42; 11:20; 17:18) en estrecha relación con el Reino de Dios (Hec. 8:12). ¡Jesucristo ha venido! es el anuncio evangélico, con lo que se quiere decir: Jesucristo es el enviado del Padre como Señor y Salvador. No solo es portavoz del Reino; es el Rey mismo. Con sus prerrogativas divinas, trae perdón a los hombres que le reconocen y reciben e instaura entre ellos un nuevo orden de justicia, paz y amor. Las fuerzas del mal han sido vencidas; la misma muerte ha sido derrotada; el poder del Espíritu de Dios va a conceder a los hombres libertad y vida en su sentido más amplio y profundo. ¿Podía haber noticia más sensacional que ésta? Comunicarla al mundo era —y es— evangelizar.

El verbo kerysso es sinónimo del que acabamos de considerar. Significa proclamar, transmitir públicamente un mensaje. El keryx (heraldo) proclama los mensajes oficiales de reyes, magistrados, príncipes o jefes militares. El contenido de su mensaje era siempre importante y estaba revestido de la autoridad de quien lo enviaba. Esto explica que en el Nuevo Testamento se use también el mencionado verbo en relación con el Reino que en Cristo ha empezado a manifestarse en el mundo (Mat. 4:23; Me. 1:14. Luc. 4:18, 19; Hec. 28:31). Por razón análoga a la expuesta en el párrafo anterior, Jesucristo es el centro de esta proclamación (Hec. 8:5; 9:20; 19:13; I Cor. 1:23; 15:12; II Cor. 4:5; Fil. 1:15). Solo una vez (Hec. 10:36) se habla de la proclamación del Evangelio de la paz —y aun ésta por mediación de Jesucristo.

Este detalle es importante. Con demasiada frecuencia, la predicación del Evangelio es una mera presentación de los beneficios que una persona puede obtener al aceptar a Cristo como Salvador. Eso es — dicho sea con todo respeto— una evangelización comercializada. El Evangelio de Jesucristo se convierte simplemente en el evangelio de la salvación; deja de ser Cristo-céntrico y degenera en un mensaje antropocéntrico. El énfasis recae no en el señorío de Jesucristo, sino en la felicidad del creyente; no en la sumisión al Señor, sino en el disfrute de lo que Él puede damos. Con tal tipo de predicación no es de extrañar que muchos se conformen —¡como si ello fuera posible!— con la esperanza del cielo, pero ignorando el nuevo régimen moral en que deben vivir todos aquellos que han sido realmente objeto de la acción redentora de Dios, «el cual nos ha librado de las tinieblas y nos ha trasladado al reino de su amado Hijo (Col. 1:13. Subráyese la palabra «reino»).

A través de la proclamación del Evangelio, se dan a conocer los grandes hechos salvíficos de Dios realizados en y por Cristo (su encamación, muerte, resurrección y exaltación) de acuerdo con las profecías del Antiguo Testamento. Jesús mismo fue el primer heraldo en este sentido (Luc. 4:18 y ss.). Con El, el Reino ha llegado; lo escatológico de otro tiempo se ha hecho realidad presente.

Esta realidad debe seguir siendo anunciada. No es el contenido de una doctrina esotérica. Es el testimonio de lo que Dios ha hecho en favor de los hombres de todo el mundo para su liberación del pecado, de la frustración y de la muerte, y debe ser proclamado abiertamente, universalmente. Con esta misión envía Cristo a sus mensajeros. Aunque la palabra de Cristo hubiese sido escrita de inmediato, no bastaba este medio de comunicación. Por supuesto, la Iglesia o cualquiera de sus ministros debe basar plenamente su mensaje en la Sagrada Escritura. Pero, según parece, es plan de Dios hablar al hombre a través de la palabra encamada. De aquí que, cuando el Verbo humanado, Jesucristo, había de ausentarse físicamente del mundo, comisionara a los apóstoles y sus colaboradores para ser sus heraldos. Como afirma Gerhard Friedrich, «la verdadera proclamación no tiene lugar por la Escritura sola, sino por medio de su exposición (Luc. 4:21). Dios no envía libros a los hombres; envía mensajeros» (3).

El propósito de la proclamación es que los oyentes lleguen a la reconciliación con Dios, lo cual es el principio de su experiencia de salvación. Solo cuando el hombre depone su actitud de rebeldía y se rinde a Dios aceptando su autoridad y sirviéndole en conformidad con su voluntad revelada, alcanza la plenitud de su humanidad, la meta gloriosa para lo cual fue creado. Por tal motivo, el llamamiento solemne a la reconciliación con Dios es inherente a la proclamación del mensaje. Tan trascendental es este aspecto del kerigma que convierte al heraldo en embajador de Dios ante los hombres (II Cor. 5:18-20). No cabe mayor privilegio. ¡Ni mayor responsabilidad! Los apóstoles fueron conscientes de lo uno y de lo otro. Por ello, sus mensajes iban acompañados de invitaciones, mesuradas pero penetrantes, al arrepentimiento y a la fe en Jesucristo (Hec. 2:38, 39; 3:19-26; 10:43 implícitamente; 17:30-31). Su ejemplo habría de ser recordado siempre y, tal vez, de modo especial en nuestros días. No debiera haber invitación sin «proclamación» —exposición clara de la obra salvadora de Dios en Cristo—, ni proclamación sin invitación, como muy atinadamente señala J. Stott (4).

 

Notas

(2) One Race, one Gospel, One Task, vol. 1, p. 13.

(3) Kittel’s Theol. Dict. of the N.T., vol. III, p. 712.

(4) Op. cit., p. 59.

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