El poder que nos mueve: el culto como recurso en tiempos de cambio

Participamos en la iglesia no para quedarnos aquí, refugiados de la maldad del mundo y gozándonos del amor de Dios, sino para ser enviados.

14 DE FEBRERO DE 2025 · 10:49

Foto: <a target="_blank" href="https://unsplash.com/es/fotos/hombre-con-camisa-azul-de-manga-larga-tocando-la-guitarra-electrica-aCnaUgBwkeU"> Nico Smit </a>, Unsplash,
Foto: Nico Smit , Unsplash

Entonces yo exclamé: «¡Pobre de mí! Ya me doy por muerto porque mis labios son impuros, vivo en medio de un pueblo de labios impuros y, sin embargo, he visto al Rey, al SEÑOR Todopoderoso». Entonces uno de los serafines voló hacia mí. Él tenía en su mano un carbón ardiente que había agarrado con unas tenazas de las brasas del altar. Tocó mis labios con él y dijo: «Mira, esto ha tocado tus labios; se limpia tu culpa, se perdona tu pecado». Y oí la voz del Señor que decía: —¿A quién enviaré? ¿Quién irá por nosotros? Entonces yo dije: —Aquí me tienes, envíame a mí. (Isaías 6:5-8, Palabra de Dios para todos)

Creemos que la disciplina de congregarnos en una iglesia tiene que ver con un encuentro. No acudimos al culto para ver una variedad de números de entretenimiento piadoso, ni vamos a una función de teatro. El culto no es un espectáculo. Ni siquiera para Dios, que está ocupadísimo durante el culto y no pasivamente disfrutando la asamblea. En la iglesia hay un encuentro: Nos encontramos con Dios en su trono. El contexto del encuentro es importante. Porque Isaías dice que el rey acababa de morir. El trono vacante significa que hay incertidumbre, desorden y riesgo de caos generalizado. Un cambio de gobierno representa un cierto grado de inestabilidad. Hay cambios que conllevan riesgos. El nuevo gobierno tendrá otra personalidad…

Es en ese contexto de inquietud que ocurre el encuentro. Isaías fue al templo a orar, a buscar la sabiduría de Dios en medio de un mundo cambiante. El rey acaba de morir, y con él se ha acabado una época, un capítulo de la historia. Ahora vienen cosas diferentes. Estos grandes cambios producen un poco de miedo. Isaías mira que hay alguien sentado en el trono. El trono no está vacante. No hay vacío de poder. Dios está ocupando el lugar de autoridad y gobierna sobre todo el universo. Es lo primero que notamos en la iglesia: Dios es el rey. El trono no está ocupado por un emperador, gobernante o presidente humano, sino por el gran poder que nos mueve, el poder que ha hecho todo y lo sustenta, el poder del amor. Es el gobierno del amor de Dios, no sólo sobre la iglesia, sino sobre todo el mundo.

En este texto también observamos que los que sirven a Dios tienen un tema de conversación. Esos ángeles que están en su presencia están constantemente diciéndose unos a otros que Dios es santo, y que su gloria llena toda la tierra.

Quiere decir que los que formamos la iglesia tenemos también que ocuparnos de un tema de conversación. No vamos a dedicarnos a criticar y a buscar imperfecciones, ni mucho menos a murmurar unos de otros, sino que vamos a decirnos unos a otros que Dios es santo, y a recordarnos unos a otros que la gloria de Dios llena toda la tierra. De eso hay mucho que hablar.  

Pidamos al Señor que, en medio del mundo tan cambiante, nos ayude a ver el poder que nos mueve y que gobierna todo el universo, y a ocuparnos de hablar de su gloria y belleza que lo llena todo. Formamos parte de la compañía de Dios, que se dedica a amar, de hecho y en verdad. Porque –como dice la canción de Abraham Lara— no existe un poder más grande que el amor, cuando nos mueve a hacer algo por el prójimo.

 

Envíame a mí

Al estar delante de Dios, Isaías se da cuenta de su condición. Se ve a sí mismo desintegrado. No sabe cómo ha llegado hasta ahí teniendo tanto viento en contra, y habiendo cometido tantos errores... Sabe que está sumergido en un medio ambiente de corrupción y que no se merece estar delante de un Dios que es santo.

En su misericordia, Dios provee. Y un ángel toma un carbón encendido del altar y lo acerca a los labios del profeta. Esa acción de la gracia de Dios, esa iniciativa suya es lo que para nosotros es JesuCristo. Dios ha mandado a su Hijo precisamente para abrirnos la puerta de su casa, porque gracias a Cristo podemos, a pesar de ser pecadores, llegar al trono de su gracia.

Podemos participar del encuentro entre Dios y su pueblo en la iglesia. Habiendo purificado los labios del profeta, Dios le dice: “¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros?” El encuentro con Dios en el culto nos hace sentir de nuevo esa voz que nos llama. El profeta responde tal como debe responder la iglesia el día de hoy: “Aquí me tienes; envíame a mí”.

Esta es la razón del encuentro. Participamos en la iglesia no para quedarnos aquí, refugiados de la maldad del mundo y gozándonos del amor de Dios, sino para ser enviados.

La palabra iglesia proviene de una palabra griega que significa literalmente “llamados a salir”. Si participamos en una iglesia, es porque Dios nos ha llamado a salir. Desde sus tratos con el padre Abraham, que fue llamado a salir de Ur, Dios siempre ha invitado a su pueblo a salir, para participar con Dios en la bendición de todas las familias de la tierra.

Dios nos quiere involucrar en la tarea de bendecir a su mundo. Vamos a responder como Isaías: “Aquí me tienes, Señor; envíame a mí”. Estoy dispuesto a participar en esta tu misión. Demos gracias al Señor, porque a pesar de ser parte de un contexto torcido, ha provisto para perdonarnos y para involucrarnos en su misión. 

 

Que la iglesia sea la iglesia

En la iglesia nos damos cuenta de que Dios es el rey. Por encima de toda autoridad humana, Dios sigue sentado en el trono del universo. En la iglesia aprendemos que hay un tema de conversación que nos ocupará la vida entera, y que es cómo la gloria de Dios llena toda la tierra. También, en la iglesia nos damos cuenta de nuestra propia desintegración, pues vivimos en un contexto en el que “la verdad se tuerce a conveniencia”. Además, en la iglesia escuchamos que Dios nos llama a ser bendición al mundo, y respondemos: “Heme aquí, envíame a mí”.

En la iglesia somos como carbones encendidos que al mantenernos juntos preservamos el calor. Si nos apartamos, ese calor va a extinguirse. Según las enseñanzas del teólogo menonita Juan Driver, la iglesia es la manifestación concreta de la salvación. Gracias a la iglesia nos damos cuenta de que la salvación no es algo del más allá, para ser vivido sólo después de esta vida, sino que desde hoy se puede experimentar por medio de la comunión de los santos.  

Cuando los pronósticos decían que a nuestra vida le esperaba un mal fin, gracias a la comunidad de fe podemos imaginar un destino diferente, porque la iglesia es la experiencia real de la salvación de Dios. Gracias a la vida y la muerte de Jesús, hemos podido tener libre acceso a la presencia de Dios, pues el velo que nos separaba de Dios se ha transformado. En vez de ser obstáculo ahora es puente. El velo ahora es puerta abierta. Es la vida y la muerte de Jesús.

Además, el Señor Jesús no sólo es nuestro único y suficiente medio de acceso a Dios, sino que también es el agente supremo que dirige nuestro camino, es nuestro guía y nuestro representante ante Dios. Podemos acercarnos al trono excelso de Dios, en la confianza de tener el acceso correcto y el guía correcto gracias a la vida y la muerte de Jesús, nuestro gran sacerdote.  

Que la iglesia sea la iglesia, que sea la manifestación concreta de la salvación de Dios. Que no sea sólo una asociación religiosa como cualquier otra asociación humana. Que para los que participamos en ella no haya duda de que Dios nos ha salvado de manera muy real, y nos ha dado una nueva perspectiva de vida, que es ese poder que nos mueve, la fuerza incontenible del amor.

Demos gracias al Señor por lo que Cristo ha hecho por medio de su vida y de su muerte. Nos ha abierto el acceso a la presencia de Dios, para proponernos un tema de conversación: la gloria de Dios, para transformarnos con su fuego purificador, y para enviarnos a bendecir a su mundo. Que podamos experimentar la iglesia como la manifestación concreta y real de la salvación. 

 

Una reunión muy especial

En su gracia, Dios se ha acercado a nuestra realidad, de modo que en algunos lugares y en algunos momentos, la distancia entre el cielo y la tierra se hace más pequeña. Hay puntos y momentos en los que el cielo se acerca tanto, que pareciera que se entrelaza con esta realidad terrena.

Así debería ser el encuentro de Dios con su pueblo en la reunión de la iglesia. Es un encuentro entre el cielo y la tierra. Ese encuentro renueva nuestra esperanza sin vacilación, es una reafirmación de la fidelidad de Aquel que ha prometido volver a crear al mundo en justicia y paz.

Al acercarnos a este encuentro con Dios hay que tener el cuidado de presentarnos con una cierta actitud. No es cualquier reunión ni cualquier asamblea. Es un encuentro con Dios. Por eso hay que tener (según Hebreos 10:22-23) un corazón sincero y en plena certidumbre de fe. El corazón sincero es desear una sola cosa. Al llegar a la iglesia, no debe haber otro motivo en nuestro corazón, más que el encuentro con el Señor. Ciertamente hay gente imperfecta, y pudiéramos ponernos a señalar y criticar a otros, pero nuestra intención debe ser sincera y sencilla. Hablemos de cómo la gloria de Dios llena la tierra.

Venir a la reunión sin fe puede llegar a ser una pérdida de tiempo. Hay que venir con fe, sabiendo que vivimos por Dios, que su palabra es la que sostiene nuestra realidad, y que sostiene al mundo entero. Por su palabra de gracia, de sustento y de misión, necesitamos asistir al culto como encuentro con el Señor.

Hay que prepararnos para la reunión con limpia conciencia. Este es un camino de bien, de justicia y de santidad. A Dios no lo podemos engañar. Ser parte del pueblo de Dios implica tomar decisiones de dejar malos pensamientos y caminos. Es corregir la vida para alejarnos de malas costumbres y malos hábitos. La limpia conciencia es obra de la gracia de Dios el Espíritu Santo. Sólo por gracia podemos participar en su pueblo y en su misión.

No sirve de nada adoptar la actitud farisea de quien se cree mejor que los demás, y viene a decirle al Señor cómo se comporta mejor de lo que Dios pide, en ayunos y en diezmos. El que regresa justificado a su casa es el que ora: “Señor, sé propicio a mí, que soy pecador”. Acercarnos con limpia conciencia es reconocer nuestro pecado y estar dispuestos a cambiar.

Demos gracias al Señor porque viene a nuestro encuentro y en este tiempo de cambios e incertidumbres podemos renovar nuestra esperanza cada vez que participamos en una reunión de su pueblo. 

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Enrolado por la gracia - El poder que nos mueve: el culto como recurso en tiempos de cambio