La Biblia según Donoso Cortés

El 4 de enero de 1849, este alto funcionrio real y pollítico pronunció en el Parlamento un sensacional discurso sobre la Biblia.

04 DE ABRIL DE 2018 · 08:38

Donoso Cortés.,
Donoso Cortés.

Donoso Cortés nació en la provincia de Badajoz el 6 de mayo 1809 y murió en París el 3 de marzo 1853, cuando sólo contaba 44 años. Estudió lógica, metafísica, filosofía y jurisprudencia. Fue secretario de la reina María Cristina, cuarta esposa de Fernando VII, y preceptor de la reina Isabel II. El 4 de enero de 1849 pronunció en el Parlamento un sensacional discurso sobre la Biblia que, aunque largo, quiero ofrecer a los lectores de Protestante Digital. Dijo:

Hay un libro, tesoro de un pueblo que es hoy fábula y ludibrio de la tierra, y que fue en tiempos pasados estrella del Oriente, adonde han ido a beber su divina inspiración todos los grandes poetas de las regiones occidentales del mundo y en el cual han aprendido el secreto de levantar los corazones y de arrebatar las almas con sobrehumanas y misteriosas armonías. Ese libro es la Biblia, el libro por excelencia.

En él aprendió Petrarca a modular sus gemidos; en él vio Dante sus terroríficas visiones; de aquella fragua encendida sacó el poeta de Sorrento los espléndidos resplandores de sus cantos. Sin él, Milton no hubiera sorprendido a la mujer en su primera flaqueza, al hombre en su de nuestros grandes escritores místicos los oscuros abismos del corazón primera culpa, a Luzbel en su primera conquista, a Dios en su primer ceño; ni hubiera podido decir a las gentes la tragedia del paraíso, ni cantar con canto de dolor la mala ventura y triste hado del humano linaje.

Y para hablar de nuestra España, ¿quién enseñó al maestro fray Luis de León a ser sencillamente sublime? ¿De quién aprendió Herrera su entonación alta, imperiosa y robusta? ¿Quién inspiraba a Rioja aquellas lúgubres lamentaciones, llenas de pompa y majestad y henchidas de tristeza, que dejaba caer sobre los campos marchitos, y sobre los mustios collados, y sobre las ruinas de los imperios, como un paño de luto?

¿En qué escuela aprendió Calderón a remontarse a las eternas moradas sobre las plumas de los vientos? ¿Quién puso delante de los ojos humano? ¿Quién puso en sus labios aquellas santas armonías, y aquella vigorosa elocuencia, y aquellas tremendas imprecaciones, y aquellas fatídicas amenazas, y aquellos arranques sublimes, y aquellos suavísimos acentos de encendida caridad y de castísimo amor, con que unas veces ponían espanto en la conciencia de los pecadores y otras levantaban hasta el arrobamiento las limpias almas de los justos?

Suprimid la Biblia con la imaginación, y habréis suprimido la bella, la grande literatura española, o la habréis despojado al menos de sus destellos más sublimes, de sus más espléndidos atavíos, de sus soberbias pompas y de sus santas magnificencias.

¿Y qué mucho que las literaturas se deslustren, si con la supresión de la Biblia quedarían todos los pueblos asentados en tinieblas y en sombras de muerte? Porque en la Biblia están escritos los anales del cielo, de la tierra y del género humano; en ella, como en la divinidad misma, se contiene lo que fue, lo que es y lo que será; en su primera página se cuenta el principio de los tiempos y el de las cosas, y en su última página el fin de las cosas y de los tiempos. Comienza con el Génesis, que es un idilio, y acaba con el Apocalipsis de San Juan, que es un himno fúnebre.

El Génesis es bello como la primera brisa que refrescó a los mundos, como la primera aurora que se levantó en el cielo, como la primera flor que brotó en los campos, como la primera palabra amorosa que pronunciaron los hombres, como el primer sol que apareció en el Oriente. El Apocalipsis de San Juan es triste como la última palpitación de la naturaleza, como el último rayo de luz, como la última mirada de un moribundo.

Y entre este himno fúnebre y aquel idilio vense pasar unas en pos de otras a la vista de Dios todas las generaciones y unos en pos de otros todos los pueblos: las tribus van con sus patriarcas; las repúblicas, con sus magistrados; las monarquías, con sus reyes, y los imperios, con sus emperadores. Babilonia pasa con su abominación, Nínive con su pompa, Menfis con su sacerdocio, Jerusalén con sus profetas y su templo, Atenas con sus artes y con sus héroes, Roma con su diadema y con los despojos del mundo. Nada está firme sino Dios; todo lo demás pasa y muere, como pasa y muere la espuma que va deshaciendo la olas.

Allí se cuentan o se predicen todas las catástrofes, y por eso están allí los modelos inmortales de todas las tragedias; allí se hace el recuento de todos los dolores humanos; por eso las arpas bíblicas resuenan lúgubremente, dando los tonos de todas las lamentaciones y de todas las elegías.

¿Quién volverá a gemir como Job cuando, derribado en el suelo por una mano excelsa que le oprime, hinche con sus gemidos y humedece con sus lágrimas los valles de Idumea? ¿Quién volverá a lamentarse como se lamentaba Jeremías en torno de Jerusalén, abandonada de Dios y de las gentes? ¿Quién será lúgubre y sombrío como era sombrío y lúgubre Ezequiel, el profeta de los grandes infortunios y de los tremendos castigos, cuando daba a los vientos su arrebatada inspiración, espanto de Babilonia?

Cuéntanse allí las batallas del Señor, en cuya presencia son vanos simulacros las batallas de los hombres; por eso la Biblia, que contiene los modelos de todas las tragedias, de todas las elegías y de todas las lamentaciones, contiene también el modelo inimitable de todos los cantos de victoria.

¿Quién cantará como Moisés del otro lado del mar Rojo, cuando cantaba la victoria de Jehová, el vencimiento de Faraón y la libertad de su pueblo? ¿Quién volverá a cantar un himno de victoria como el que cantaba Débora, la Sibila de Israel, la amazona de los hebreos, la mujer fuerte de la Biblia?

Y si de los himnos de victoria pasamos a los himnos de alabanza, ¿en cuál templo resonaron jamás como en el de Israel, cuando subían al cielo aquellas voces suaves, armoniosas, concertadas, con el delicado perfume de las rosas de Jericó y con el aroma del incienso del Oriente?

Si buscáis modelos de la poesía lírica, ¿qué lira habrá comparable con el arpa de David, el amigo de Dios, el que ponía el oído a las suavísimas consonancias y a los dulcísimos cantos de las arpas angélicas; o con el arpa de Salomón, el rey sabio y felicísimo, que puso la sabiduría en sentencias y en proverbios y acabó por llamar vanidad a la sabiduría; que cantó el amor y sus regalados dejos, y sus elocuentes delirios? Si buscáis modelos de la poesía bucólica, ¿en dónde los hallaréis tan frescos y tan puros como en la bíblica del patriarcado, cuando la mujer, la fuente y la flor eran amigas, porque todas juntas y cada una de por sí eran el símbolo de la primitiva sencillez y de la cándida inocencia? ¿Dónde hallaréis sino allí los sentimientos limpios y castos, y el encendido pudor de los esposos, y la misteriosa fragancia de las familias patriarcales?

Y ved por qué todos los grandes poetas, todos los que han sentido sus pechos devorados por la llama inspiradora de un Dios, han corrido a aplacar su sed en las fuentes bíblicas de aguas inextinguibles, que ahora forman impetuosos torrentes, ora ríos anchurosos y hondables, ya estrepitosas cascadas y bulliciosos arroyos, o tranquilos estanques y apacibles remansos.

Libro prodigioso aquél, en que el género humano comenzó a leer treinta y tres siglos ha, y con leer en él todos los días, y todas las horas, aún no ha acabado su lectura. Libro prodigioso aquél, que lo ve todo y que lo sabe todo; que sabe los pensamientos que se levantan en el corazón del hombre y los que están presentes en la mente de Dios; que ve lo que pasa en los abismos del mar y lo que sucede en los abismos de la tierra; que cuenta o predice todas las catástrofes de las gentes, y en donde se encierran y atesoran todos los tesoros de la misericordia, todos los tesoros de la justicia y todos los tesoros de la venganza.

Libro, en fin, que, cuando los cielos se replieguen sobre sí mismos como un abanico gigantesco, y cuando la tierra padezca desmayos, y el sol recoja su luz y se apaguen las estrellas, permanecerá él solo con Dios, porque es su eterna palabra resonando eternamente en las alturas.

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