Diálogo de los enamorados

El amor unilateral es como una tormenta sin luz, como un tormento sin paz.

15 DE OCTUBRE DE 2014 · 11:04

The Moment / Sean McGrath (Flickr - CC BY 2.0),Pareja
The Moment / Sean McGrath (Flickr - CC BY 2.0)

Desde el capítulo 1 versículo 5, al capítulo 2 versículo 7, se des­arrolla un diálogo entre los dos enamorados. Es un requiebro mutuo, como corresponde a personas que aman. El amor unilateral es como una tormenta sin luz, como un tormento sin paz.

Estallido de piropos
La enamorada sueña con quien le tiene arrebatado el corazón. Quiere saber dónde está, qué hace, cómo hallarlo. No desea andar errante como una pordiosera de amor, ni quiere acurrucarse contra cualquier pecho de hombre. Es a él a quien llama: «Hazme saber, oh tú a quien ama mi alma, dónde apacientas» (1:7).
 Y estallan los piropos como una cascada infinita de ternura, con la alegría rítmica del amor contemplado. 

Él: «Hermosas son tus mejillas entre los pendientes, tu cuello entre los collares» (1:10).
 Ella: «Mi amado es para mí un manojito de mirra que reposa entre mis pechos» (1:13). 
Él: «Eres hermosa, amiga mía; eres bella. Tus ojos son como pa­ lomas» (1:15).
 Ella: «Tú eres hermoso, amado mío, y dulce» (1:16).
Él: «Como el lirio entre los espinos, así es mi amiga entre las don­ cellas»(2:2).
 Ella: «Como el manzano entre los árboles silvestres, así es mi amado entre los jóvenes»( 2:3).

Sueño de amor
Esta parte del poema termina en sueños. A veces no nos ena­ moramos de lo que realmente vemos, sino de lo que soñamos ver. El sueño, hermano de la muerte, es también aliado del amor. 

La muchacha se imagina dormida en los brazos de su amado. Mueren los minutos. Se siente transportada hacia una cámara donde están encendidas todas las lámparas del amor; depositada suavemente sobre un lecho de telas perfumadas, la bandera del amor cubre su cuerpo estremecido. Siente los brazos del hombre como lazos deleitosos. Y se rinde. Dice: «Estoy enferma de amor» (2:5). 

Luego, con una canción de amor golpeándole los sentidos, pide prolongar el instante de dicha. Confortada en los brazos del amado dormido, suplica: «No despertéis ni hagáis velar al amor, hasta que quiera» (2:7).

 

LOVE 10-50 / Ryan Anger (Flickr - CC BY-NC-ND 2.0)

PRIMER MONÓLOGO DE LA ENAMORADA
Otra vez tenemos a la muchacha sola. Y la soledad no es dieta aconsejable para el amor. Sorprende al corazón con múltiples disfraces y ve fantasmas incluso entre paredes de oro. El amor quiere y requiere compañía. Pero como el amor en soledad dice mejor lo que siente, la amada se extiende en un primer monólogo que arranca en el versículo 8 del capítulo 2 y llega al capítulo 3 versículo 5.

El tormento de la ausencia
La ausencia del amado hunde su corazón en la melancolía. De todos los tormentos que sufre el amor, la ausencia es uno de los más atroces. Alertada por el deseo, imagina oír sus pasos lejanos: «¡La voz de mi amado! He aquí él viene saltando sobre los montes, brincando sobre los collados…» (2:8). En el amor, las ilusiones de la imaginación son infinitas. Sin límites. No sólo cree que el amado corre a su encuentro; figura que la busca, que la llama, que la desea: «Mi amado habló, y me dijo: Levántate, oh amiga mía, hermosa mía, y ven» (2:10).

Canto al tiempo
A la llamada del amor se une un canto al tiempo. El enamorado, siempre en la imaginación de ella, entona un bellísimo himno de amor a la primavera. Luego, desatando lazos de dulzura, abriendo de par en par las puertas del corazón, la requiere para que salga a gozar al campo, a oler las viñas pequeñas y a escuchar la voz de la tórtola (2:11­13). Sobre el lecho de la naturaleza recuerda a la amada. Y la desea: «Muéstrame tu rostro, hazme oír tu voz, porque dulce es la voz tuya, y hermoso tu aspecto» (2:14). El sueño la tiene cautiva. Su corazón, ansioso de cariño, tiembla como un mar inquieto. Cree que la llama. ¡Es él! En el espejismo de la dicha surge el abrazo que imagina: «Mi amado es mío, y yo suya» (2:16).

Búsqueda del amado
Tan suyo es el amado, tan de él es ella, que quiere tenerlo pegado a su cuerpo como el calor va unido al fuego. Pero otra vez el suplicio de la distancia. En el transcurso de la noche sin fin le busca donde debe estar el amado, en la intimidad de la alcoba, sobre la cama, donde los cuerpos se abren al latido de la vida. Sin éxito: «Por las noches busqué en mi lecho al que ama mi alma; lo busqué y no lo hallé» (3:1). Con todo, prosigue la búsqueda. Un amor que se rinde al primer obstáculo es trivial y quebradizo como el sueño. Ciega, obsesionada con la ausencia del amado, le busca alocada a la luz de las estrellas: «Por las calles y por las plazas buscaré al que ama mi alma» (3:2). Cuando lo encuentra, siempre según la quimera del propio deseo, arrastra de él hasta la cámara de su nacimiento. Allí lo cubre de besos y pide a las amigas que le dejen dormir tras la borrachera de amor, como ocurrió en el capítulo anterior: «No despertéis ni hagáis velar al amor, hasta que quiera» (3:5). ¡Dulce éxtasis!

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