Sartre en “el deseo de ser Dios”

Cuando ni siquiera somos a manera de las exigencias de la humanidad, soñamos cómo ser a manera de la divinidad.

24 DE OCTUBRE DE 2011 · 22:00

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	Jean Paul Sartre</p>
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Jean Paul Sartre

Juan Pablo Sartre, el muy conocido filósofo francés, escribió un pequeño libro que sólo conozco en inglés, titulado EXISTENTIALISM AND HUMAN EMOTIONS (Existencialismo y emociones humanas). El capítulo sobre existencialismo está tomado de una obra con el mismo título publicada originalmente en francés. Lo referente a las emociones humanas ha sido adaptado del célebre libro EL SER Y LA NADA, obra cumbre en la producción literaria de Sartre. Los editores americanos de este librito han titulado uno de sus capítulos: “The desire to be God” (“El deseo de ser Dios”). Quise averiguar la tesis del pensador francés, saber qué opinaba el viejo existencialista y pacifista activo sobre el eterno deseo humano de ser como Dios. No creo equivocarme de personaje. Sé que Sartre ha sido calificado de ateo, agnóstico, racionalista, espíritu burlón y antirreligioso. Pero ¿por quiénes? Los detractores de sus creencias han sido, en general, críticos literarios surgidos en las filas del Cristianismo legalista; personas poco consecuentes, que no han tenido en cuenta el conjunto de la obra sartriana. Para mí, la voz y el voto de Sartre sobre la pretérita ambición del hombre por semejarse a Dios son de singular importancia. Doy crédito a su autoridad. Principalmente teniendo en cuenta que Sartre fue educado por un abuelo protestante que se comportaba como un elegido del cielo para regir los destinos de sus inferiores en la tierra. Este abuelo, Charles Schweitzer, también abuelo del gran médico y misionero Albert Schweitzer, Premio Nobel de la Paz 1952, se hizo cargo del niño Jean Paul cuando sólo tenía once años, a la muerte de su padre. Jean Paul Sartre y Albert Schweitzer fueron primos hermanos. Y, sin embargo, ¡que caminos tan distintos siguieron a lo largo de sus años! La codicia del hombre por alcanzar límites divinos es objeto de reflexión en EL SER Y LA NADA, libro voluminoso aparecido en 1943. El tema vuelve a ser tratado por Sartre en EL DIABLO Y DIOS, obra de teatro publicada en París en 1951. Con todo, para entender la génesis del método hay que acudir a LAS PALABRAS, libro autobiográfico, uno de los más brillantes escritos por Sartre, publicado por primera vez en 1964. Escribiendo sobre el abuelo que le educó, Sartre dice en LAS PALABRAS que “se parecía tanto a Dios Padre que con frecuencia se le tomaba por él…. Pero casi no pensaba en Dios más que en los momentos de punta. Seguro de volver a encontrarlo a la hora de la muerte, lo tenía alejado de su vida”. Es lo que ocurre cuando el fanatismo o la vanidad asumen la farsa. Quienes quisieran ser como Dios en realidad ni siquiera se portan como hombres. En busca de lo imposible, no son capaces de asumir la humanidad posible. Pretenden representar al cielo y se descalifican, por sus actitudes farisaicas, para ejercer el bien en la tierra. Estos hambrientos de gloria celestial, estos apaches de la divina sustancia, como los llama Ortega y Gasset, acumulan en su interior todas las pasiones de los dioses de Homero y en lugar de puentes mediadores construyen murallas que dificultan la búsqueda de la fe. “En el Dios al uso que me enseñaron –continúa Sartre en LAS PALABRAS, no encontré al que esperaba mi alma; necesitaba un Creador y me daban un Gran Patrón; los dos eran uno, pero yo, lo ignoraba; yo servía sin calor al ídolo farisaico (el abuelo) y la doctrina oficial hacía que se me quitasen las ganas de buscar mi propia fe”. En el capítulo “Hacer y tener” de EL SER Y LA NADA, donde trata del psicoanálisis existencialista, Sartre afirma rotundamente que “ser hombre es tender a ser Dios; o si se prefiere, el hombre es fundamentalmente deseo de ser Dios”. Pero ¿por qué esa tendencia? ¿De dónde le nace al hombre ese deseo? Una razón posible es la ambición humana llevada a sus últimas consecuencias.Sabido todo de la tierra, conquistado todo en el terreno de la materia, el hombre se desborda hacia el mundo del espíritu y pretende también la conquista señorial del cielo. Veámoslo: “El hombre, en su surgimiento mismo, es conducido hacia Dios como hacia su límite”, dice Sartre. Y añade: “Ese Proyecto inicial de ser Dios que “define” al hombre está estrechamente emparentado con una “naturaleza” o una “esencia” humana… El sentido del deseo es, en última instancia, el proyecto de ser Dios”. Platón decía que los hombres han tenido la debilidad de dar a Dios figura humana porque no habían visto nada superior al hombre. Pero el argumento es igualmente válido volviéndolo del revés, como lo emplea Sartre. La supremacía de un Ser celestial, dominante en fortaleza y poder, ha hecho que el hombre, tras escalar todos los peldaños de la humanidad, pretenda alcanzar límites divinos. ¿Qué otra cosa fue aquel misterioso sueño de Jacob, en el que parecía juntarse la tierra con el cielo? Dios ha dicho que Sus caminos y los caminos del hombre están separados por la misma distancia teórica que hay entre el cielo y la tierra. Pero el ansia de divinidad que siempre ha tenido el descendiente de Adán le ha llevado a la locura de querer andar estos caminos hasta alcanzar las fronteras del Eterno. “La realidad humana es puro esfuerzo por hacerse Dios –escribe Sartre-, sin que este esfuerzo tenga ningún substrato dado, sin que haya nada que se esfuerce así. El deseo expresa ese esfuerzo”. Leo Elders, en sus juicios críticos sobre EL SER Y LA NADA, compara los anteriores argumentos de Sartre con los de Tomás de Aquino y se inclina a favor del supuesto santo.Dice que también Santo Tomás sostiene “que existe un último fin de las acciones humanas: todos los hombres se esfuerzan en alcanzar la perfección”. Sí, pero ¿qué ocurre cuando creen que ya la han alcanzado? ¿Desaparece el deseo o surge un nuevo desafío? ¿No es, al llegar a este grado de pretendida perfección moral, cuando se proyecta hacia la divinidad para imitarla, expropiarla o tan siquiera representarla? “El deseo de ser se realiza siempre como deseo de manera de ser”, escribe Sartre. ¿No es ésta la gran lección de Génesis capítulo tres? Pese a su inocencia, Adam es acuciado por el deseo. La soledad del paraíso le agobia y Dios crea para él una ayuda idónea, un ser a su imagen y semejanza. Su perfección moral se completa en plenitud sentimental. Las emociones están a tope. Sus relaciones con Dios se desenvuelven en la amistad diaria y cercana. Pero cuando tientan su naturaleza humana, la parte de su ser formada de la tierra; cuando vislumbra una simple posibilidad de ir a más, de llegar a ser a manera del Creador, aflora la ambición, sucumbe al deseo y se produce la catástrofe. ¿En qué somos nosotros diferentes de Adam? Ser como Dios ha sido desde entonces la ambición escondida del hombre, la vanidad que ha carcomido los corazones, la pretensión elevada a categoría de estupidez. Cuando ni siquiera somos a manera de las exigencias de la humanidad, soñamos cómo ser a manera de la divinidad. “Y este deseo de manera de ser –concluye Sartre- se expresa como el sentido de las miradas de deseos concretos que constituyen la trama de nuestra vida consciente”.

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