Carta a Raúl Rivero

Sr. Rivero: Usted no sabe nada de mi. Yo sí se algo de usted. Tiene 59 años. Está casado. Es padre de tres hijas. Se graduó en la Escuela de Periodismo de la Universidad de La Habana. Es escritor y poeta. Ha publicado varios libros de poesía y obtenido diversos premios. En 1994, junto a otras personas de la oposición al Gobierno fundó usted una agencia de prensa supuestamente independiente llamada “Cuba-Press”, que formaba parte del proyecto de “Nueva Prensa Cubana”. Sus artículos se publican en

08 DE DICIEMBRE DE 2005 · 23:00

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El 20 de marzo de 2003 fue usted detenido por “posesión de documentos ilegales”, juzgado y condenado a 20 años de cárcel. La intercesión del Gobierno español y el interés personal demostrado en su causa por el ex-presidente José María Aznar lograron la puesta en libertad y su salida de Cuba tras permanecer en prisión unos dos años. Desde que se instaló en Madrid colabora usted con un artículo semanal y algún que otro circunstancial en el diario “El Mundo”. Puesto que “El Mundo” es uno de los cuatro periódicos españoles que compro a diario, cuando estoy en Madrid leo todos sus trabajos. El 21 del pasado mes de noviembre, recién llegado yo de Guatemala y Cuba, países a los que llevé ayuda para las víctimas de los huracanes Stan y Wilma, leí su artículo titulado “Mirar y no ver a Cuba”. Le aclaro que no soy uno de esos viajeros a los que usted crítica y sin asistirle derecho alguno dice de ellos que son “turistas políticos que viajan con gafas de madera” para comer langostas, camarones (gambas) y bistecs, gente que sólo quiere escuchar música y beber cocteles sobre la arena mientras el mar le besa los pies. ¿Está usted seguro que eso es lo único que Cuba ofrece? ¿Cree usted que para disfrutar de esas delicadezas hay que viajar veinte horas en avión, contando la ida y la venida? Yo fui a Cuba por vez primera en 1985. Desde entonces continúo viajando a la isla tres, cuatro, hasta cinco veces al año. He escrito y publicado una biografía de Frank País, trabajo que me ha llevado a relacionarme con toda clase de personas. Voy a Oriente con frecuencia, pero jamás lo hago en avión. En coche alquilado he recorrido Cuba desde Pinar del Río a Baracoa y Guantánamo tantas veces, que ni recuerdo el número. La Cuba que yo conozco, y la que muchos viajeros buscan, no es esa Cuba que usted reduce a comida, bebida, sol y playa. No sea injusto con su tierra, señor Rivero. Hábleles de los museos y monumentos, de los centenares de extranjeros que buscan cultura en los puestos de libros que se instalan junto a la catedral; de la música, la literatura, la poesía, el arte; de ese fantástico pueblo con personalidad propia; de la calidad humana que derrocha el campesinado cubano; en fin, de una tierra con los más asombrosos contrastes. En su artículo no podían faltar las “muchachas de vestidos cortos y botas altas”. ¡El eterno mito de las gineteras cubanas! Mentira, todo es mentira, señor Rivero. Y mentira me parece que un hombre de su inteligencia y experiencia caiga en la trampa tendida por quienes vayan donde vayan sólo ven pantalones ajustados, faldas cortas y sexo en potencia. Haga una prueba. Cuéntelas si puede. Me juego con usted los dedos de la mano con la que escribo si no hay como mínimo tres veces más gineteras en la Casa de Campo o en la calle Montera de Madrid que en el Malecón o en el Parque Central de la Habana. Y si en lugar de Madrid el cuento y recuento se hace en París, Amsterdan, Roma o Atenas, pare usted de contar. También me enfada que hable usted de “niños con las manos extendidas pidiendo chicles o monedas”. Porque no es verdad, por eso me enfada. Oiga usted: yo he viajado por todas, absolutamente todas las repúblicas de la América Latina. Cuba es precisamente el único país en el continente que habla el idioma de Cervantes donde no se ven niños mendigos en las calles. No digo que no pueda aparecer alguno aquí o allá, pero el espectáculo de los niños mendicantes, drogadictos y violentos que llenan calles y barrios de ciudades como Bogotá, San Pablo, México, Quito, Buenos Aires, Managua y casi todas las de la América hispana, no se da en Cuba. Y si existe, dígame usted dónde. Conozco las calles y callejuelas de la Habana Vieja tan bien como las de la zona donde vivo aquí en Madrid. Y estoy en condiciones de asegurar que Cuba no tiene esos niños en sus calles. Comprendo los sufrimientos que ha padecido usted en Cuba como miembro de la oposición política. Los dos años sufridos en la cárcel me merecen respeto. Pero ahora, ya instalado en un país libre -¿qué es eso de la libertad, señor Rivero?- no permita que le invada el odio. Tampoco escriba con rencor; recuerde a Amado Nervo: el rencor no restaña heridas ni corrige el mal recibido. O la bonita historia de la rosa blanca contada por Martí, que imagino en su memoria desde niño párvulo. Cultivemos rosas blancas para regalar incluso a los crueles traicioneros que el corazón nos arranca. Todo lo demás déjelo usted a Dios, si es que cree en El.

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