Andanzas y lecciones de Don Quijote (40): la muerte de Don Quijote

Según el texto bíblico, la muerte ocurre a todos. Cada uno de nosotros vivimos bajo sentencia de muerte.

08 DE DICIEMBRE DE 2022 · 08:00

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Cuenta Cide Hamete Benengelí en el capítulo LXXIV, último de la novela: “Como las cosas humanas no sean eternas, yendo siempre en declinación de sus principios hasta llegar a su último fin, especialmente las vidas de los hombres, y como la de Don Quijote no tuviese privilegio del cielo para detener el curso de la suya, llegó a su fin y acabamiento cuando él menos lo pensaba”.

Cide Hamete dejó escrito en otro lugar que “siempre la melancolía fue de la muerte parienta”. Añade Cervantes que la enfermedad terminal de Don Quijote “pudo ser de la melancolía que le causaba el verse vencido”. También fue el parecer del médico que “melancolías y desabrimientos le acababan”.

Tendido en la cama nada distrae a Don Quijote. Quienes le rodeaban intentan halagar la imaginación del enfermo. El Bachiller le decía “que se animase y levantase para comenzar su pastoral ejercicio”.

Cree el médico que Don Quijote debe estar preparado para el desenlace final y aconseja “que, por sí o por no, atendiese la salud de su alma, porque la del cuerpo corría peligro”.

Muy sabio el consejo del médico. La proximidad de la muerte hace sumamente útil pensar en el destino del alma.

Don Quijote sabía que estaba viviendo sus últimas horas. La muerte se acercaba paso a paso. Dirigiéndose a Sancho y a Sansón Carrasco, les decía: “Señores, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaños”.

Preciosa frase del filósofo Cervantes. El gran dramaturgo inglés Shakespeare es de la misma opinión. En el quinto acto de Macbeth se lamenta: “El mañana y el mañana y el mañana avanzan en pequeños pasos de día en día, hasta la última sílaba del tiempo recordable; todos nuestros ayeres han alumbrado a los locos el camino de la muerte. ¡Extínguete, extínguete, fugaz antorcha!”.

Ido el médico, Don Quijote pide que lo dejen solo, quería dormir un rato. Duerme de un tirón más de seis horas. La sobrina pensó que se había quedado en el sueño. Despierta de pronto y dando una gran voz, dijo: “¡Bendito sea el todo poderoso Dios, que tanto bien me ha hecho! En fin, sus misericordias no tienen límite, ni las abrevian ni impiden los pecados de los hombres”.

La sobrina, que debía ser de misa dominical, nada sabe de Biblia y cree que son nuevos disparates de su señor tío: ¿Qué es lo que vuestra merced dice, señor? ¿Tenemos algo de nuevo? ¿Qué misericordias son estas, o qué pecados de los hombres?

Don Quijote lo tiene muy claro: “Las misericordias, sobrina, son las que en este instante ha usado Dios conmigo, a quien, como dije, no los impiden mis pecados. Yo tengo juicio ya libre y claro, sin las sombras caliginosas de la ignorancia que sobre mí me pusieron mi amarga y contínua leyenda de los detestables libros de caballerías. Yo conozco sus disparates y sus embelecas, y no me pesa sino que este desengaño haya llegado tan tarde, que no me deja tiempo para hacer algunas recompensas leyendo otros que sean luz del alma”.

Pide que llame a sus buenos amigos: El cura, el bachiller Sansón Carrasco y a maese Nicolás, el barbero. Cuando hubieron entrado al dormitorio donde yacía el enfermo, Don Quijote exclama eufórico: “Dadme albricias, buenos señores, de que ya no soy Don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron el sobrenombre de bueno”.

Hombres de poca fe, no creían las palabras de Don Quijote. Creyeron que alguna locura le había tomado. El bruto de Sansón Carrasco le dice: “Vuelva en sí y déjese de cuentos”. Si los agonizantes pudieran volver en sí estarían de más todos los cementerios.

El ya Alonso Quijano dice a Carrasco que aquellos cuentos, según él los llama, y que fueron “verdaderos en mi daño, los ha de volver mi muerte, con ayuda del cielo, en mi provecho”.

Lo de Sansón fue otra burla, lo de Sancho, presente cerca del enfermo, fue un quejido del alma: “Vuelva en sí. No se muera”.

Alonso Quijano, sabiendo que pasaban rápidamente los minutos en el reloj de la vida, se dirige al grupo y le dice: “Yo, señores, siento que me estoy muriendo a toda prisa; déjense burlas aparte y tráiganme un confesor y un escribano que haga mi testamento, que en tales trances como éste no se ha de burlar el hombre con el alma; y así, suplico que en tanto que el señor cura me confiesa vayan a por el escribano”.

La vida está vivida y la canción contada. Ante la muerte, déjense burlas aparte.

Tres días duró la agonía de Alonso Quijano el bueno. Entre composiciones y lágrimas de los que allí se hallaron dio su espíritu, murió.

Jesús, habiendo clamado a gran voz, entregó el espíritu: (Mateo 27:50).

Magnífico el texto que escribe el filósofo madrileño Francisco Navarro Ledesma en su libro de 1905 El Ingenioso hidalgo Miguel de Cervantes Saavedra, sobre la muerte de Don Quijote: “A este íntimo arrancamiento de todo nuestro ser que la muerte de Don Quijote nos causa, no ha llegado ningún otro autor conocido. Aquí Homero cede, calla Dante, Goethe se esconde avergonzado en su clásico egoísmo. Sólo Cervantes pudo convertir una lágrima en sonrisa y una sonrisa en carcajada, y al final, trocar la carcajada en sonrisa vuelva a ser sollozo”.

El prudentísimo Cide Hamete dijo a su pluma: “Aquí quedarás colgada deste espetera y deste hilo de alambre, ni sé si bien cortada o mal tajada péñola mía, a donde vivirás luengos siglos, si presuntuosos o malandrines historiadores no te descuelgan para profanarte. Pero antes que a ti lleguen, les puedes advertir y decirles en el mejor modo que pudieres”:

“¡Tate, tate folloncicos!

De ninguno sea tocada,

porque esta empresa, buen rey,

para mi estaba guardada”.

Cide Hamete Benengelí, el historiador arábigo, también pide reposo para los huesos de Don Quijote o Alonso Quijano: Dice “que deje reposar en la sepultura los cansados y ya podridos huesos de Don Quijote, y no lo quieran llevar, contra todos los fueros de la muerte, a Castilla la Vieja, haciéndole salir de la fuesa”.

No lo han llevado hasta el día de hoy. Pero un día, los molidos huesos del tanta veces molido Don Quijote de la Mancha, saldrán a resurrección de vida. Al sonido de la gran trompeta, en el día final, sus huesos resucitarán incorruptos, porque pertenecieron a un hombre creyente y bueno. Será el más fantástico espectáculo desde la creación del mundo. Como en la visión del profeta Ezequiel, habrá un ruido que nadie podrá acallar, un temblor universal, se juntarán cada hueso con su hueso. Brotarán los tendones sobre ellos, surgirá la carne, la piel los cubrirá, y el nuevo cuerpo de Don Quijote desafiará todas las leyes, vencerá a la muerte y al sepulcro, montará sobre Rocinante, se ajustará la armadura, blandirá la espada, y el mundo etéreo que surja conocerá las nuevas hazañas del de la Alegre Figura.

¡Resucitará Don Quijote!

La muerte. La Biblia, libro de la vida, es también libro de la muerte. Desde la muerte de Abel en sus primeras páginas hasta la muerte de la muerte en las últimas, a través de toda la Biblia corre un río de muerte. Aquí quiero llamar la atención a dos textos fundamentales y definitivos: Uno de ellos se encuentra en el capítulo 9, versículo 27, de la Epístola a los Hebreos, casi al final del Nuevo Testamento. Copio de la Nueva Biblia Española, Ediciones Cristiandad, Madrid 1975: “Es destino de cada hombre morir una vez”.

Cada hombre y cada mujer.

Al decir el autor que todos hemos de morir una vez queda implicada la resurrección, de otra manera fuera suficiente decir “que mueran”, porque más allá de la tumba no cabe otra alternativa. La muerte no ocurre más que una vez en este mundo, no puede ser repetida, aunque lo deseemos por lo que implica. Y lo que sólo ocurre una vez deseamos que salga bien. Según el texto bíblico, la muerte ocurre a todos. Cada uno de nosotros vivimos bajo sentencia de muerte.

El segundo texto referenciado añade en la versión Nacar-Colunga de la Biblia: “No tiene poder el hombre sobre el espíritu para detenerle ni tiene poder sobre el día de la muerte; no hay armas para tal guerra”. (Eclesiastés 8:8).

No. No la hay. La batalla contra la muerte la tenemos perdida desde el mismo instante de nuestro nacimiento. Un día más de vida es un día más que nos acerca a la muerte. Y nada podemos hacer. No podemos retener el espíritu. No podemos parar el viento. No podemos impedir la muerte. No podemos salvarnos en esta guerra. Llegado el momento de la muerte nadie puede escapar de ella ni retrasar un instante en la hora señalada por Dios domos hechos del polvo y al polvo hemos de volver. También hay polvo en el crematorio.

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