Andanzas y lecciones de Don Quijote (25): carta de Sancho a su mujer, Teresa panza

Tras conocer la carta que Sancho mandó a su mujer me decidí a escribir breves párrafos sobre el género epistolar en la Biblia.

07 DE JULIO DE 2022 · 18:00

Dibujo de Sancho en la edición de El Quijote anotada por Nicolás Díaz e ilustrada por Ricardo Balaca. / Biblioteca de la Facultad de Derecho y Ciencias del Trabajo de la Univ. Sevilla, Wikimedia Commons.,
Dibujo de Sancho en la edición de El Quijote anotada por Nicolás Díaz e ilustrada por Ricardo Balaca. / Biblioteca de la Facultad de Derecho y Ciencias del Trabajo de la Univ. Sevilla, Wikimedia Commons.

Por el capítulo que sigue al anterior, el XXXVI de la segunda parte del Quijote, nos enteramos que el tal Merlín era en realidad un mayordomo muy burlesco que tenía el duque, autor intelectual de las mayores burlas que se conocen. Después, con intervención de los duques, el mayordomo disfrazado de Merlín se dio a la tarea de organizar nuevas burlas.

Otro día la duquesa preguntó a Sancho si había comenzado la tarea de los azotes para el desencanto de Dulcinea. El escudero dijo que sí, y que aquella noche se había dado cinco azotes. Preguntóle la duquesa con que se los había dado y respondió que con la mano. Eso, observó la señora, no más es darse de palmadas que de azotes, a lo que declaró Sancho: “Hago saber a vuestra merced que, aunque soy rústico, mis carnes tienen más de algodón que de esparto, y no será bien que yo me descrie por el provecho ajeno”.

Sancho confiesa a la señora que en su seno guarda una carta dirigida a su mujer, Teresa Panza. Sabedor la duquesa que Sancho era analfabeto, le preguntó quién la había escrito. Sancho no responde y la señora deduce que lo había hecho Don Quijote al dictado de Sancho.

El escudero saca la carta y se la entrega a la duquesa. Se trata de una epístola larga, pero a fin de que el lector conozca los sentimientos matrimoniales del rústico Sancho, aquí la reproducimos íntegra. La carta dice así: 

Si buenos azotes me daban, bien caballero me iba: si buen gobierno me tengo, buenos azotes me cuesta. Esto no lo entenderás tú, Teresa mía, por ahora: otra vez lo sabrás. Has de saber, Teresa, que tengo determinado que andes en coche, que es lo que hace al caso, porque todo otro andar es andar a gatas. Mujer de un gobernador eres: ¡mira si te roerá nadie los zancajos! Ahí te envío un vestido verde de cazador que me dio mi señora la duquesa; acomódale en modo que sirva de saya y cuerpos a nuestra hija. Don Quijote mi amo, según he oído decir en esta tierra, es un loco cuerdo y un mentecato gracioso, y que yo no le voy en zaga. Hemos estado en la cueva de Montesinos, y el sabio Merlín ha echado mano de mí para el desencanto de Dulcinea del Toboso, que por allá se llama Aldonza Lorenzo: con tres mil y trecientos azotes, menos cinco, que me he de dar, quedará desencantada como la madre que la parió. No dirás desto nada a nadie, porque pon lo tuyo en concejo, y unos dirán que es blanco y otros que es negro. De aquí a pocos días me partiré al gobierno, adonde voy con grandísimo deseo de hacer dineros, porque me han dicho que todos los gobernadores nuevos van con este mesmo deseo; tomaréle el pulso, y avisaréte si has de venir a estar conmigo o no. El rucio está bueno y se te encomienda mucho, y no le pienso dejar aunque me llevaran a ser Gran Turco. La duquesa mi señora te besa mil veces las manos: vuélvele el retorno con dos mil, que no hay cosa que menos cueste ni valga más barata, según dice mi amo, que los buenos comedimientos. No ha sido Dios servido de depararme otra maleta con otros cien escudos como la de marras, pero no te dé pena, Teresa mía, que en salvo está el que repica, y todo saldrá en la colada del gobierno; sino que me ha dado gran pena que me dicen que si una vez le pruebo, que me tengo de comer las manos tras él, y si así fuese, no me costaría muy barato, aunque los estropeados y mancos ya se tienen su calonjía en la limosna que piden: así que por una vía o por otra tú has de ser rica y de buena ventura. Dios te la dé, como puede, y a mí me guarde para servirte. Deste castillo, a veinte de julio 1614.

Tu marido el gobernador

Sancho Panza

Concluida la lectura de la carta la duquesa corrige a Sancho en un punto: el gobierno de la isla no será por los azotes mandados por Merlín. El duque prometió la isla mucho antes de los azotes.

Todos los presentes se trasladaron al jardín, donde debían comer aquel día.

Decía Unamuno que en nada como en la burla se conoce la maldad humana. El duque, con la hiel siempre dispuesta a descargarla sobre seres inocentes en plan burlesco, para lo que no se requiere excesiva inteligencia, se disponía a ponerla en vivo una vez más para reír y hacer reír a los demás, teniendo como víctimas a dos seres inocentes, Don Quijote y Sancho, lo cual constituía una odiosa profanación.

Ocurrió que estando todos en el jardín vieron entrar dos hombres vestidos de luto. Los seguían un personaje negro como la pez y otro cuerpo agigantado, cubierto el rostro con un transparente velo negro tras el que dejaba ver una larga barba, blanquísima como la nieve. Fue este personaje quien se arrodilló ante el duque y le contó la historia de una tal condesa Trifaldi, por otro nombre llamada la dueña Dolorida. Pedía permiso para hacerla entrar. Quería saber si en el castillo de los duques se encontraba el valeroso y jamás vencido caballero Don Quijote de la Mancha. Según el introductor, la tal condesa había recorrido un largo camino a pie, sin desayunar siquiera, con la esperanza de ver a Don Quijote. La desgracia de la supuesta condesa, viuda, era que estaba encantada y esperaba ser desencantada por Don Quijote. Subiendo la burla a temperaturas infernales, el duque se dirige a Don Quijote y le dice: “Apenas ha seis días que la vuestra bondad está en este castillo, cuando ya os vienen a buscar de dueño y apartadas tierras, y no en carrozas, ni en dromedarios, sino a pie y en ayunas”.

El bueno de Don Quijote, que creía al duque en todo cuanto decía, con esa fe que según Jesucristo era capaz de mover montañas, sintiéndose halagado, responde al duque: “Quisiera yo, señor duque, que estuviera aquí presente aquél bendito religioso que a la mesa al otro día mostró tener tan mal talante y tan mala ojeriza contra los caballeros andantes, para que viera por vista de ojos si los tales caballeros son necesarios en el mundo. Tocara, por lo menos, con la mano que los extraordinariamente afligidos y desconsolados, buscaran en los caballeros andantes el remedio de las cuitas, el amparo de las doncellas, el consuelo de las viudas, en ninguna suerte de personas se halla mejor que en los caballeros andantes”.

Después de la defensa de los caballeros andantes, Don Quijote da un paso al frente; con voz firme y vigorosa pide: “Venga esta dueña, y pida lo que quisiere; que yo le libraré su remedio en la fuerza de mi brazo y en la intrépida resolución de mi animoso espíritu”.

¡Este es mi señor Don Quijote, siempre dispuesto a hacer el bien, cuando el mal no lo impide!

Así termina el capítulo XXXVI en la segunda parte de la novela.

Tras conocer la carta que Sancho mandó a su mujer me decidí a escribir breves párrafos sobre el género epistolar en la Biblia. Desde el libro de Deuteronomio en el Antiguo Testamento hasta la segunda epístola de Pedro en el Nuevo, la Palabra de Dios menciona 89 veces las cartas. La primera de ellas es la que el rey David escribe a Joab, jefe de su ejército, en relación con el general Urías heteo. La última carta que aparece en la Biblia es la enviada por el apóstol Pedro a los cristianos de Asia Menor. Estas cartas se escribían en un rollo de papiro o de pergamino, pegado en la última vuelta y sellado. Eran llevadas a su destino por amigos o viajeros. Además de la mencionada en la segunda epístola de Pedro, en el Nuevo Testamento tenemos numerosos ejemplos de cartas escritas por los apóstoles. Pablo escribió nueve cartas dirigidas a otras tantas Iglesias más cuatro cuyo destino fueron individuos: Timoteo (dos), Tito, Filemón.

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