Andanzas y lecciones de Don Quijote (8): el retablo de las maravillas y quién era maese Pedro y su mono

Pablo de Tarso protagonizó un episodio parecido al que desencadenó Don Quijote en el retablo de maese Pedro, aunque sin espada.

02 DE DICIEMBRE DE 2021 · 16:41

Foto de <a target="_blank" href="https://unsplash.com/@iamalleksy?utm_source=unsplash&utm_medium=referral&utm_content=creditCopyText">Ivan Alleksy</a> en Unsplash.,
Foto de Ivan Alleksy en Unsplash.

En los capítulos XXVI y XXVII, segunda parte de la novela, se cuenta el acometimiento de Don quijote contra las figuras del retablo, lo que siguió al zafarrancho, quién era maese Pedro y de dónde procedía el mono.

Entra Cide Hamete, cronista de esta historia jurando como católico cristiano, a lo que observa quien le dio vida, el propio Cervantes: “El jurar como cristiano, siendo él moro, como sin duda lo era, no quiso decir otra cosa sino que así como el cristiano católico cuando jura, jura, o debe jurar la verdad, y decirla en lo que dijere, así él la decía, como si jurara como cristiano católico, en lo que quería escribir Don Quijote, especialmente en decir quién era maese Pedro”.

Cervantes identifica a maese Pedro con Ginés de Pasamonte, a quien llamaba Ginesillo de Parapila, uno de los galeotes que en el capítulo XXII, primera parte de la novela, fue liberado por Don Quijote cuando iba preso atado con cadenas para servir al rey en las galeras. Cuando fue liberado robó el rucio a Sancho Panza mientras el escudero dormía. Además, mostró ingratitud hacia su salvador, que Don Quijote la da a conocer en estas palabras: “De gente bien nacida es agradecer los beneficios que reciben, y uno de los pecados que más a Dios ofende es la ingratitud”.

El tal Ginés de Pasamonte de la primera parte de la novela aparece en la segunda parte transformado en maese Pedro. Después de ser liberado por Don Quijote no escarmentó. Hasta tal punto que la justicia “le buscaba para castigarle de sus infinitas bellaquerías y delitos”. Pasó al reino de Aragón, se cubrió el ojo izquierdo, “acomodándose de oficio de titerero; que esto y el jugar de manos lo sabía hacer por estremo”.

Sucedió que Ginés de Pasamonte o maese Pedro, compró de unos cristianos liberados en Barbería aquel mono, “a quien enseño que en haciéndole cierta señal, se le subiese en el hombro, y le murmurase, o lo pareciese al oído”.

Adiestrado ya el mono, maese Pedro (sigámosle llamando así y olvidemos a Ginés de Pasamonte), entraba al lugar más cercano del pueblo donde pensaba actuar y se informaba de qué cosas particulares hubiesen sucedido en tal lugar y a qué personas; conservando todo esto en la memoria, entraba al pueblo elegido; primero contaba historias de las figuras que en el retablo llevaba, a continuación hacía trabajar al mono, diciendo a los reunidos que el animal adivinaba todo lo pasado y lo presente, que él ya conocía, pero que en lo porvenir no se daba maña. Por cada pregunta cobraba dos reales; en algunos casos bajaba el precio “según tomaba el pulso a los preguntantes. En ocasiones llegaba a las casas donde él ya sabía que había sucedido algo extraordinario y aunque no le preguntasen nada por no pagarle dos reales, el hacía señales al mono, y luego decía que le había dicho tal y tal cosa, que venía de molde con lo sucedido. Con esto cobraba crédito inefable, y andábanse todos tras él”. Otras veces respondía de tal forma que sus respuestas venían bien con las preguntas que le hacían. Y como nadie le apretaba “a lo que dijese el mono a todos hacía monas”, engañarles, y llenaba sus bolsos. Así cuando entró en la venta conoció a Don Quijote y a Sancho, de quienes ya tenía abundante información y le fue fácil poner en ellos admiración.

Escribe Cervantes: “Esto es lo que hay que decir de maese Pedro y de su mono”.

A la historia de maese Pedro y el mono, Cide Hamete Benengeli antepone otra en el capítulo XXVI con idénticos personajes y la añadidura de un muchacho: el retablo de las maravillas, que maese Pedro lo promocionaba como “una de las cosas más de ver que tiene el mundo”.

Convencidos caballero y escudero o simplemente curiosos, los dos a una acuden al lugar donde estaba instalado el retablo. En llegando observan que maese Pedro se mete dentro de él para manejar las figuras. Fuera quedó un muchacho, criado de maese Pedro, para servir de intérprete “y declarador de los misterios del retablo: Tenía una varilla en la mano, con que señalaba las figuras que salían”.

Don Quijote y Sancho fueron acomodados en los mejores lugares.

El cervantista Martín de Riquer, varias veces citado, cuenta que el retablo de maese Pedro era un teatro de marionetas portátil, muy similar a los que hoy todavía se conservan en Sicilia. Maese Pedro escenifica lo narrado en romances juglarescos, muy populares cuando Cervantes escribió en 1605 la primera parte del Quijote y en 1616, el mismo año de su muerte, la segunda parte.

Hecho el silencio, después de introducir el acto con tambores y trompetas, tomó la palabra el muchacho para explicar: “Esta verdadera historia que aquí a vuestras mercedes se representa es sacada al pie de la letra de las crónicas francesas y de los romances españoles que andan en boca de las gentes, y de los muchachos, por esas calles”.

La primera figurilla que aparece es la de don Gaiferos, esposo de Melisenda, cautiva de los moros en la ciudad de Sansueña, hoy Zaragoza.

Una a una, fueron desfilando figuras de importantes personajes. Don Quijote todo lo seguía con atención y curiosidad. Llega el muchacho al episodio de un moro que acudiendo en silencio por la espalda le da un beso a Melisenda en mitad de los labios, que ella escupe y se limpia la boca con la blanca manga. Sigue diciendo el joven intérprete que cuando el rey de Sansueña vio la insolencia del moro, mandó que le dieran doscientos azotes.

En este punto del relato estaba el joven intérprete cuando Don Quijote le interrumpe diciendo en voz alta: “Niño, niño, seguid vuestra historia línea recta, y no os metáis en las curvas o trasversales; que para sacar una verdad en limpio menester son muchas pruebas y repruebas”.

Maese Pedro, sabiendo que Don Quijote conocía la historia de cada figura que iba apareciendo, dijo al criado desde dentro del retablo: “Muchacho, no te metas en dibujos, sino haz lo que ese señor te manda, que será lo más acertado; sigue tu canto llano, y no te metas en contrapuntos, que se suelen quebrar de sotiles. Yo lo haré así, respondió el muchacho”.

Con todo, Don Quijote estaba ya nervioso. Se avecinaba tormenta. En cualquier momento podía estallar. Y estalló. Aquello fue la guerra de Troya.

El pretexto, o motivo, fue cuando el muchacho refería la huida de dos amantes católicos, seguidos por una caballería de moros al son de trompetas y tambores. Todo ello, naturalmente, en figuras que reposaban en el retablo. Pero fue demasiado para Don Quijote. Viendo tanta morisma y tanto estruendo, le pareció que debía acudir en ayuda de los amantes católicos que huían. Levantándose, dijo en voz alta ante todos los que presenciaban el espectáculo: “No consentiré yo que en mis días y en mi presencia se le haga superchería a tan famoso caballero y a tan atrevido enamorado como don Gaiferos. ¡Deteneos!, mal nacida canalla: no le sigáis ni persigáis; si no, conmigo sois en la batalla Y diciendo y haciendo, desenvainó la espada, y de un brinco se puso junto al retablo, y con acelerada y nunca vista furia comenzó a llover cuchilladas sobre la titirera morísma, derribando a unos, descabezando a otros, estropeando a éste, destrozando a aquél, y, entre otros muchos, tiró un allíbayo tal que si maese Pedro no se aboya, se encoge y agazapa, le cercena la cabeza con más facilidad que si fuera hecha de masa de mazapán”.

Alarmado, maese Pedro le pedía a gritos que se detuviera, que los que estaba derribando no eran verdaderos moros, eran figurillas de pasta. Seguía gritando maese Pedro que aquella descabellina era toda su hacienda y su ruina. No por ello se detuvo Don Quijote. En su temporal locura “dio con todo el retablo en el suelo, hechas pedazos y desmenuzadas todas sus jarcias y figuras”.

Viendo su negocio arruinado lloraba maese Pedro. Enternecido, Sancho Panza se le acerca y le dice: “No llores, maese Pedro, ni te lamentes, que me quiebras el corazón, porque te hago saber que es mi señor Don Quijote tan católico y escrupuloso cristiano, que si él cae en la cuenta de que te ha hecho algún agravio, te lo sabrá y te lo querrá pagar y satisfacer con muchas ventajas”.

Así ocurrió, efectivamente. Confesó Don Quijote ante todos los que allí se encontraban y dijo: “Ahora acabo de creer lo que otras muchas veces he creído: Que estos encantadores que me persiguen no hacen si no ponerme las figuras como ellas son delante de los ojos, y luego me las mudan y truecan en las que ellos quieren. Real y verdaderamente os digo, señores que me oís, que a mi me pareció todo lo que aquí ha pasado que pasaba al pie de la letra … Vea maese Pedro lo que quiere por las figuras deshechas, que yo me ofrezco a pagárselo luego, en buena y corriente moneda castellana”.

Entre el ventero y Sancho contaron desperfectos, ayudados por maese Pedro, que iba señalando el precio de cada figura rota. El total de lo cobrado por el pícaro Ginés de Pasamonte, enmascarado en maese Pedro, fueron cuarenta reales y dos cuartillos.

“En resolución, la borrasca del retablo se acabó y todos cenaron en paz y buena compañía, a costa de Don Quijote, que era liberal en todo estremo”.

El médico y autor del tercer Evangelio, Lucas, cuenta en el histórico libro de Los Hechos de los Apóstoles que Festo, emperador de Judea, llamó loco a Pablo cuando éste compareció ante él y ante el rey Agripa. Estas fueron sus palabras: “Estás loco, Pablo; las muchas letras te vuelven loco” (Hechos 26:24). Recuérdese lo que dice Cervantes en la presentación de Don Quijote: “Del poco dormir y del mucho leer se le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio”. (Don Quijote, primera parte, capítulo uno).

Dos grandes héroes, cada uno a su manera, a quienes los libros volvieron supuestamente locos.

El primero, llamado loco, san Pablo, protagonizó un episodio parecido al que desencadenó Don Quijote en el retablo de maese Pedro, aunque sin espada. En las ciudades de Asia donde predicaba había florecido un importante negocio con la venta de estatuillas de la diosa Diana, capitaneado desde Éfeso por un tal Demetrio, “que hacía de plata templecillos de Diana, que daba no pocas ganancias a los artífices”. Pablo arremete verbalmente y con persuasión diciendo que “no son dioses los que se hacen con las manos” (Hechos 19:24-26).

Basaba su enseñanza en la Palabra de Dios. De la versión católica de la Biblia Bover-Cantera transcribo el tercer mandamiento del Decálogo: “No te fabricarás escultura ni imagen alguna de lo que existe en el cielo, o abajo en la tierra” (Éxodo 20:4). La legitimidad al culto de las imágenes no fue proclamada por la Iglesia católica hasta el año 787, en el segundo Concilio de Nicea.

Ni el primer loco que arremetió verbalmente contra las estatuillas de Diana, ni el segundo que lo hizo a espada desenvainada, estaban enterados de esto, de forma que concedemos la absolución a los dos.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - El punto en la palabra - Andanzas y lecciones de Don Quijote (8): el retablo de las maravillas y quién era maese Pedro y su mono