Todas las novelas de Unamuno: “Amor y pedagogía”
Cuenta la historia de don Avito Carrascal, un intelectual que cree que puede convertir un niño en genio aplicando los principios modernos de la pedagogía.
18 DE JUNIO DE 2020 · 18:40
Cinco años después de Paz en la guerra Unamuno publica Amor y pedagogía. Ha sido calificada como una novela burlona en la que, no obstante, plantea hondos problemas, resultando un alegato contra la pedantería y la falsa ciencia.
En el prólogo a la primera edición Unamuno admite: “Es la presente novela una mezcla absurda de bufonadas, chocarrerías y disparates, con alguna que otra delicadeza agregada en un flujo de conceptismo. Diríase que el autor (él mismo) no atreviéndose a expresar por propia cuenta ciertos desatinos, adopta el cómodo artificio de ponerlos en boca de personajes grotescos y absurdos, soltando así en broma lo que acaso piensa en serio”.
En serio dice al escribir años más tarde el prólogo a la segunda edición del libro: “En esta novela que ahora vuelvo a prologar está en germen –y más que en germen– lo más y lo mejor de lo que he revelado después en mis otras novelas: Abel Sánchez, la tía Tula, Nada menos que todo un hombre, Niebla y, por último, San Manuel Bueno, mártir y tres historias más. Y es que en ella acerté, más que en otra alguna, a descubrir el fondo de la producción poética, de la producción de leyendas”.
Amor y pedagogía cuenta la historia de don Avito Carrascal, un intelectual que cree que puede convertir un niño en genio aplicando los principios modernos de la pedagogía. Dice don Avito a Sinforiano: “Tómese un niño cualquiera, digo, tómese desde su estado embrionario, aplíquesele la pedagogía sociológica; y saldrá un genio. El genio se hace, diga el refrán lo que quiera, y ¿qué no se hace? Y lo demostraré”.
Decidido a demostrarlo, busca mujer con la que casarse y engendrar un hijo. “Decidido a la conquista de Leoncia, pónese Avito a redactar con tiento y medida eso que se llama carta de declaración”.
Pero al ir en busca de Leoncia se encuentra con Marina, una mujer de la que se enamora al instante y cambia sus planes. Aturdido ante el flechazo amoroso, exclama: “¿Pero que es esto?, ¿qué es esto que me pasa?, ¿qué me pasa? ¿Dónde he tratado yo a esta muchacha?, ¡pero si no la he visto hasta hoy! ¿Qué es esto?”. Esto es lo que escribió Margarita de Navarra: “El fuego del amor quema los corazones, sin que éstos puedan darse cuenta”.
Hubo boda. Nació un niño al que acaban poniendo el nombre de Luis Apolodoro, el cual es criado básicamente por su padre. La madre vigila sus días. En el bautismo le pone Luis, el nombre de su abuelo materno. Marina vive para su hijo: “¡Querido!, ¡querido mío!, ¡rico!, ¡rey de la casa! ¡Cielo! ¡Querido!, Luis, Luisito, mi Luis”.
Crece Luis. Estudia mucho, con buenos resultados. “Entra en la vida –cuenta Unamuno–. Los amorosos ataques irán cesando, convirtiéndose en continuo e incesante hormigueo”.
Luis se enamora de Clarita, hija de don Epifanio, maestro de dibujo, a cuya casa acude para recibir clases. Don Avito no está de acuerdo con este enamoramiento, tampoco le gusta la forma de pensar de don Epifanio, que no la considera válida al no ser ciencia.
Don Avito y Marina tienen otro hijo, es una niña, a la que ponen el nombre de Rosita. Crece mal, siempre enferma, excesivamente delgada.
Luis continúa pensando en Clarita. Siente por ella un amor enfermizo. Pero la muchacha prefiere a otro hombre, Federico. Cuando anuncia a Luis que piensa casarse con él, el hijo de Marina y don Avito se derrumba. Piensa en la muerte, tema capital en la obra unamuniana, juntamente con la religión.
Vuelve a intentar don Avito una conferencia sobre la ciencia con su hijo. A las pocas frases le interrumpe Luis y entre padre e hijo tiene lugar este diálogo:
–Bueno, pero la ciencia ¿me enseña a ser querido?
–Enseña a querer.
–No es eso lo que me importa.
–¡El amor!, ¡herencia fatal! Eres un caso de nutrición, después de todo, y nada más. Este tropiezo te servirá. También yo pasé por ahí…
–¿Tú? –y abre los ojos como queriendo tragarle con ellos–, ¿tú?, ¿tú? –y se echa a reír como un loco.
Luis ve como su hermana, Rosita, va de mal en peor. Está a punto de morir y en la casa todos lo saben. Muere. Luis se hunde una vez más. Le ha dejado su novia. Va a casarse con otro. Piensa en el suicidio. Pero no quiere irse de la tierra sin dejar semilla. Petra, criada de la casa, es una mujer joven, sana, robusta. En ella se fija Luis y la embaraza. Después “se encierra. Sube a la mesa sobre la que pone un taburete, y prepara el fuerte cordel pendiente del techo; agárrase a él y de él se suspende para ver si lo sostiene; hace el nudo corredizo y se lo echa al cuello, subido en el taburete. Detiénele por un momento la idea de lo ridículo que puede resultar quedar colgado así, como una longaniza; pero al cabo se dice: ¡Es sublime!, y da un empellón al taburete con los pies. ¡Qué ahogo, oh qué ahogo! Intenta coger con los pies el taburete, con las manos la cuerda, pero se desvanece para siempre al punto”.
Así cuenta Unamuno en Amor y pedagogía la muerte de Luis Apolodoro, el hombre destinado desde niño a ser un genio de la ciencia.
A través de Don Fulgencio, Unamuno incluye sus inquietudes personales sobre la muerte y la inmortalidad, ampliamente desarrolladas en otros libros suyos como El sentimiento trágico de la vida y La agonía del cristianismo.
Dice don Fulgencio a Luis antes que se ahorcara: “No creemos ya en la inmortalidad del alma y la muerte nos aterra, nos aterra a todos, a todos nos acongoja y amarga el corazón la perspectiva de la nada. Y como no creemos en la inmortalidad del alma, soñamos en dejar un nombre, que de nosotros se hable, en vivir en las mansiones ajenas”.
El nombre que dejaría Luis estaba en el vientre de Petra. Fue a ella a quien produjo el efecto más hondo y más rudo la muerte de Luis, de quien estaba muy enamorada. “Esa pobre muchacha tuvo la desgracia de enamorarse a posteriori de su señorito, el padre del fruto que ahora lleva en las entrañas”, cuenta Unamuno.
Llega un día en el que don Avito llama a la criada, la interroga, ella confiesa que está embarazada; el padre del desaparecido Luis le dice: “Desde hoy serás nuestra hija y te quedarás con nosotros, y tu hijo será siempre el hijo de nuestro hijo, nuestro nieto, y nada le faltará y le cuidaremos, así como a ti, y le educaré, sí, le educaré”.
Don Avito no escarmienta. De ideas fijas, decide hacer del nieto el genio que quiso hacer de su hijo: “Le educaré, sí, le educaré, le educaré con arreglo a la más estricta pedagogía. No se rozará con otros niños. Le educaré yo, yo solo, que de algo me ha de servir la experiencia de lo pasado, lo educaré y éste sí que será genio, Petrilla; te aseguro que tu hijo será genio, sí, le haré genio, y no se enamorará estúpidamente, le haré genio”.
En Amor y pedagogía Unamuno incluye un capítulo sobre cocotología, el arte de hacer pajaritas de papel, arte que Unamuno practicó hasta los últimos días de su vida. Explicando el por qué de estos apuntes al final de una novela dramática como es Amor y pedagogía, Unamuno escribe: “Consideraré a las pajaritas de papel como un juego infantil y haré la historia de los juegos infantiles y de todos los juegos en general”.
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