Amor + perdón = felicidad

Pronto aparecerán en el ámbito en el que nosotros los cristianos nos movemos, dos libros del siquiatra, sicoterapeuta, escritor y cientista brasileño Augusto Cury. El Grupo Nelson, de Nashville, Tennessee, ha escogido dos de su numerosa obra literaria para sacarlos al mercado en idioma español. Se trata de El Maestro del Amor y El Maestro Inolvidable.

02 DE MAYO DE 2009 · 22:00

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En ellos, como en los demás de la serie (El Maestro de Maestros, El Maestro de las Emociones, El Maestro de la Vida, El Maestro del Amor, El Maestro Inolvidable) Cury exalta la figura de Cristo desde perspectivas tan originales como solo un siquiatra y sicoterapeuta cristiano podría hacerlo; más aún, tratándose de un científico que tuvo su época de ateísmo pero de la cual un Cristo vivo y restaurador lo rescató para ponerlo con pie firme sobre la roca de la fe. Hoy, Cury es un difusor compulsivo (si podemos usar el término) del Maestro de Galilea, nuestro propio Maestro y Señor. En su obra El Maestro del Amor Cury dedica importante espacio al perdón ejercido por Jesús durante el periodo en que fue apresado, azotado y crucificado. Desde la perspectiva de Jesús y que en estas obras el escritor interpreta de modo tan claro que podemos captarlo en toda su belleza, el perdón basado en el amor es una de las fórmulas infalibles para la felicidad personal y comunitaria. La fórmula que titula este artículo es clara, sencilla y resistente al más duro de los análisis. Amor + perdón = felicidad. Me decía un día de estos un querido hermano en Cristo refiriéndose a un amigo común también creyente, y con quien han tenido fuertes enfrentamientos con incluso medidas disciplinarias aparentemente injustas: «Yo ya lo perdoné, pero él no cambia en su actitud». El que perdonó es el supuestamente ofendido. Y el perdonado es alguien que está padeciendo una enfermedad seria y demasiado prolongada, al punto que amenaza con sacarlo definitivamente de toda actividad cuando aún tiene una expectativa de vida activa apreciable. Me he quedado pensando en ese «Yo ya lo perdoné» y en las implicaciones que conlleva perdonar a un hermano. Si bien perdonar es un acto de la voluntad que tiene conexiones con la vida espiritual e incluso con la relación que se mantiene con Dios, eso —si es genuino— debe desencadenar una serie de otras acciones llamadas a cambiar radicalmente la relación de enemistad que pudo haber existido entre las dos personas. El «Yo ya lo perdoné» implica, antes que nada, un cambio de actitud. Implica deponer la posición de ofendido y dar de nuevo lugar al amor, amor que si bien quizás no se extinguió del todo en medio del conflicto, se mantuvo en estado pasivo. Y la activación de ese amor debe dar lugar a un acercamiento físico, emocional y espiritual. Y a un interés real hacia la necesidad del supuesto ofensor. Su dolor debe ser mi dolor. Su necesidad, mi necesidad. Perdonar implica olvidar y reeditar lo que la Biblia plantea como relación normal entre dos personas que aman al Señor y que han recibido de él la misma calidad de amor que emana del corazón del Padre. Mi amigo que perdonó a quien él considera su ofensor, debería ponerle ruedas a ese perdón y transformarlo en un apoyo real, sincero y efectivo de aquel que se encuentra sufriendo una enfermedad tan amenazadora. Quitarse de la cabeza aquel pensamiento que no tarda en formarse y que trata de relacionar la enfermedad con la ofensa. Es probable que en algunos casos esto ocurra, pero el ofendido debe transformarse en un agente de paz y hacer todos los esfuerzos que sean necesarios, espirituales o prácticos, que contribuyan a la derrota de la enfermedad que aqueja a su hermano. No conformarse con orar a la distancia por él sino visitarlo, abrazarlo, orar echándole los brazos al cuello. Tomarse molestias por el bien del hermano. Ese amor, más ese perdón, trae la felicidad no solo para los dos protagonistas principales sino para un número inimaginable de otras personas. Y hará que las bases de la iglesia se estremezcan al cobrar nuevas fuerzas. Aunque el que perdona, al asumir la actitud correcta surgida de su decisión corre el riesgo de no ser correspondido por la persona que lo ofendió, eso no debe ser impedimento para llevar a cabo lo que su conciencia le indica. Es muy común que esto ocurra. ¿Qué hacer en tal caso? Seguir el ejemplo de Jesús cuando estaba en la cruz. Teniendo, en esas dolorosas circunstancias, el derecho de odiar y exponer al más violento de los castigos a quienes lo estaban torturando, concentró todas sus energías físicas, mentales y espirituales en la comunión con el Padre. Y eso le permitió interceder para que el Padre los perdonara. Como dice Augusto Cury en su libro El Maestro del Amor: «El secreto para perdonar es comprender. No se esfuerce en perdonar a quien lo molestó; use su energía para comprenderlo. Si comprende las fragilidades, inseguridades, infelicidades, reacciones inconscientes de él, perdonar será la cosa más natural. Para perdonar a los demás también es necesario comprender nuestras propias limitaciones y ser conscientes de que estamos sujetos a muchos errores. Cuando nos damos cuenta de nuestra propia fragilidad y penetramos en la historia y en los problemas de los que nos rodean, se hace mucho más fácil perdonar y reformular la imagen consciente de aquellos que nos hirieron». Una hermana y amiga me escribió para pedirme le ayudara a decidir qué hacer con un hermano en Cristo que le causó a ella y a otros creyentes mucho daño y dolor. Como resultado del conflicto, la persona ofensora se fue a vivir a otra ciudad donde ha comenzado una especie de ministerio-negocio lo que es visto por mi amiga como digno de una nueva guerra, habiendo concluido la primera en una especie de victoria aunque un tanto pírrica. «Tenemos que hacer algo», me dijo. Mi respuesta fue: «Ore por él y deje que Dios se encargue del asunto». Si hemos perdonado, pues ese perdón tiene que manifestarse en una actitud positiva y amorosa. «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». De alguna manera tenemos que establecer la diferencia entre el creyente y el incrédulo; entre el que se gobierna por los principios del Reino y el que hace lo mejor que puede según sus propias fuerzas. «Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena, o cámbalo que retiñe. Y si tuviese profecía, y entendiese todos los misterios y toda ciencia, y si tuviese toda la fe, de tal manera que trasladase los montes, y no tengo amor, nada soy. Y si repartiese todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y si entregase mi cuerpo para ser quemado, y no tengo amor, de nada me sirve. El amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; no es indecoroso, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor; no se goza de la injusticia, mas se goza de la verdad. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor nunca deja de ser» (1 Corintios 13:1-8).

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