Angol: ciudad de los confines

En mi rápido periplo por Chile esta vez, me detuve por un día en la ciudad de Angol (*). Veía así hecho realidad un deseo largamente acariciado pero que no pude cumplir sino hasta ahora.

20 DE NOVIEMBRE DE 2010 · 23:00

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A poco más de 560 kilómetros al sur de Santiago, Angol, con sus 60 mil habitantes, tiene su tradición, tradición que parte desde antes de la conquista española (**), que transcurre por ésta a fuerza de sangre derramada, olor a pólvora esparcida por los arcabuces invasores y que deja una huella indeleble en la Historia de Chile. Pero también tiene su tradición íntima, familiar, personal que poco o nada podría interesar a mis lectores, salvo a unos cuantos que de una u otra manera son parte de ella. (En este punto y como lo he hecho otras veces, invito a quienes no se sientan interesados en seguirme leyendo a que den vuelta la página y busquen algo más afín a sus predilecciones; es la opción del lector. Se perderían; sin embargo, dos de los más hermosos poemas que alguna vez se hallan compuesto y que cierran este artículo.) Angol ha sido y es, como la Canaán bíblica, tan rica y productiva que por sus valles y quebradas fluyen generosas, como en el caso de aquélla, la leche y la miel. Además de eso, es un rico vergel de cuya tierra surgen sabrosos y abundantes los más variados productos. Antes que llegara la modernidad, sin embargo, y hasta que los capitales nacionales y transnacionales siempre desesperados en su eterno peregrinar que, como el legendario rey Midas quieren transformar en oro todo lo que tocan, no asomaran su ambiciosa nariz por estos contornos, los beneficiarios directos de la generosidad de la tierrra angolina eran sus propios habitantes. Ahora, desde que llegó la explotación febril e indiscriminada de su rico suelo, lo que queda aquí para el consumo familiar es lo que la maquinaria del control de calidad desecha. Pero bueno, aunque triste, esta es otra historia. Por allá por 1946, una muchachita hermosa que apenas entraba a la edad de la adolescencia y aun con olor a leche materna abandonaba casi a la fuerza su capullo instalado entre flores de copihue y frutos del coigüe en la ciudad de Temuco. Haría de Angol su lugar de vida por los siguientes 7 años. En Temuco dejaba a sus padres, Don Victor y Doña Laura, e ingresaba como alumna interna en la Escuela Normal Rural de Angol. Aquí habría de recibir la formación que haría de ella, por el resto de su vida, la maestra y formadora cabal y completa que ha sido en su misión de formar las nuevas generaciones de chilenos. ¿Su nombre de aquel entonces? Cire Castillo Sáez. ¿Su nombre de ahora? Cire Orellana. (***) Algunos años después, este Escribidor, cuyo nombre ya mis amigos lectores conocen, se despedía en la ciudad de Concepción de sus padres y hermanos y salía también rumbo a Angol. Casi se cruzaron en el camino. Años después este encuentro habría de propiciarlo Cupido, convirtiéndolos en marido y mujer, pareja que ha recorrido juntos hermosos y fructíferos 52 años. Pero había otra razón para hacer de Angol un punto de paso en el camino de regreso a Santiago y de ahí a Miami. En Angol se había “arranchado” un viejo periodista, colega y amigo, con quien hicimos juntos una de las etapas más emocionantes de nuestras vidas de cazanoticias. ¿Su nombre? Francisco Arturo Zúñiga, más conocido entre sus amigos como el “Huaso” (****). Pero, además de verlo a él, me intrigaba conocer a su compañera. Los encontré habitando una casita de ensueño en las faldas de un cerro y a tiro de piedra de la imponente Cordillera de Nahuelbuta que, por unos 190 kilómetros y en forma paralela a la Cordillera de los Andes y el Océano Pacífico, corre por la costa oeste de la larga y angosta geografía chilena. Fue todo un deleite volver a ver a este periodista inquieto que, en algún momento de su tarea reporteril se encontró entre dos fuegos: los tiros de fusiles de verdad de la policía chilena y las piedras de los mapuches en su eterna batalla por reprimir, los primeros; y por reconquistar su tierra perdida, los segundos. Pero Yolanda, que así se llama la mujer que comparte su vida con mi amigo y que de alguna manera tiene un notable parecido con la Yolanda de Pablo Milanés o con la Amanda de Víctor Jara, me sorprendió por su parecido con mi propia forma de enfrentar la vida e interpretar los aconteceres que van modelando nuestro quehacer diario (en un muro en San José, Costa Rica, se puede leer lo que algún integrante de la clase obrera y del proletariado siempre maltratado escribió: “Nos siguen pegando abajo”). La sobremesa de las once-comida del jueves 11 de noviembre se prolongó hasta las primeras horas de la madrugada del día viernes. Yolanda, en un momento, echó mano de su cartera y fue sacando, una por una, las fotos de algunos de los personajes que han hecho un impacto en su vida. Los lleva con ella, no como un amuleto sino como una presencia esperanzadora de tiempos mejores. Ahí están Víctor Jara, Salvador Allende, Gladys Marín, Fidel Castro, Pablo Neruda, Violeta Parra. Le hablo de mi encuentro con José María Gironella y su serie sobre la Guerra Civil española integrada por “Los cipreses creen en Dios”, “Un millón de muertos” y “Ha estallado la paz”. En medio del relato se pone de pie. Percibo que no es por falta de interés porque mientras se aleja de la mesa no deja de mirarme, lo que indica que sigue atenta a esta historia que he compartido antes con variados auditorios familiares. Veo que se dirige a su pequeña biblioteca. Busca por un segundo, saca un libro y me lo pasa. “Un millón de muertos”. ¡No lo puedo creer! Mientras tanto, ha sacado un segundo libro. Me lo pasa y leo el título: “Ha estallado la paz”. Ahora solo espero que me pase el tercero. Y así, antes que termine de contarle mi encuentro con este genial escritor español ya fallecido, tengo en mis manos el tercero, “Los cipreses creen en Dios”. Pero Yolanda no se queda ahí. Busca un cuarto libro y me lo pasa. Se trata de “Décimas, Autobiografía en verso” de Violeta Parra. Cuando hace algunos días estuve en Lima, Perú, asistí a una tertulia literaria donde poetas y cantores se reúnen para compartir su arte. Una pequeña sala de estar de no más de 3 metros cuadrados de una casa modesta se transforma, de un momento a otro, en escenario y sala de grabación televisiva. Los poetas leen sus poemas, los compositores cantan sus creaciones y no más de una docena de personas escucha, aprueba y aplaude. Acá, en Angol, de pronto y sin habérnoslo propuesto, teníamos instalada nuestra propia tertulia. Hablamos de libros, de autores, de maestros del arte, de aprendices y de enseñadores, de los que ya han llegado y de los que aun van de camino. Y de Violeta Parra, esta poeta universal que, como Neruda y Gabriela Mistral bien pudo haber sido galardonada con el Nobel. Pero murió prematuramente aunque su presencia sigue vigente dondequiera que dos o tres se reúnen para oírla cantar, o recitar, o rasguear su vieja guitarra o escuchar reverentes el latido
quejumbroso de su corazón herido por tanto desamor. Para escuchar desde youtube la afamada canción “Gracias a la vida”, sólo basta hacer clic aquí. Hojeando su “Décimas” nos encontramos con un poema de su hermano, Nicanor Parra, a quien en algún tiempo no muy lejano la Universidad de Concepción lo patrocinó como candidato al Nobel de Literatura. Para quienes deseen deleitarse con su “Defensa de Violeta Parra” transcribo a continuación esta impresionante pieza poética. Defensa de Violeta Parra Dulce vecina de la verde selva Huésped eterno del abril florido Grande enemiga de la zarzamora Violeta Parra. Jardinera locera costurera Bailarina del agua transparente Árbol lleno de pájaros cantores Violeta Parra. Has recorrido toda la comarca Desenterrando cántaros de greda Y liberando pájaros cantivos Entre las ramas. Preocupada siempre de los otros Cuando no del sobrino de la tía Cuándo vas a acordarte de ti misma Viola piadosa. Tu dolor es un círculo infinito Que no comienza ni termina nunca Pero tú te sobrepones a todo Viola admirable. Cuando se trata de bailar la cueca De tu guitarra no se libra nadie Hasta los muertos salen a bailar Cueca valseada. Cueca de la Batalla de Maipú Cueca del hundimiento del Angamos Cueca del terremoto de Chillán Todas las cosas. Ni bandurria ni tenca ni zorzal Ni codorniza libre ni cautiva solamente tú tres veces tú ave del paraíso terrenal. Charagüilla gaviota de agua dulce Todos los adjetivos se hacen pocos Todos los sustantivos se hacen pocos Para nombrarte. Poesía pintura agricultura Todo lo haces a las mil maravillas Sin el menor esfuerzo Como quien se bebe una copa de vino. Pero los secretarios no te quieren Y te cierran la puerta de tu casa Y te declaran la guerra a muerte Viola doliente. Porque tú no te vistes de payaso Porq ue tú no te compras ni te vendes Porque hablas la lengua de la tierra Viola chilensis. ¡Porque tú los aclaras en el acto! Cómo van a quererte me pregunto Cuando son unos tristes funcionarios Grises como las piedras del desierto ¿No te parece? En cambio tú Violeta de los Andes Flor de la cordillera de la costa Eres un manantial inagotable De vida humana. Tu corazón se abre cuando quiere Tu voluntad se cierra cuando quiere Y tu salud navega cuando quiere Aguas arriba. Basta que tú los llames por sus nombres Para que los colores y las formas Se levanten y anden como Lázaro En cuerpo y alma. ¡Nadie puede quejarse cuando tú Cantas a media voz o cuando gritas Como si te estuvieran degollando Viola volcánica! Lo que tiene que hacer el auditor Es guardar un silencio religioso Porque tu canto sabe adónde va Perfectamente. Rayos son los que salen de tu voz Hacia los cuatro puntos cardinales Vendimiadora ardiente de ojos negros Violeta Parra. Se te acusa de esto y de lo otro Yo te conozco y digo quién eres ¡Oh corderillo disfrazado de lobo! Violeta Parra. Yo te conozco bien hermana vieja Norte y sur del país atormentado Valparaíso hundido para arriba ¡Isla de Pascua! Sacristana cuyaca de Andacollo Tejedora a palillo y a bolillo Arregladora vieja de angelitos Violeta Parra. Los veteranos del Setentainueve Lloran cuando te oyen sollozar En el abismo de la noche oscura ¡Lámpara a sangre! Cocinera niñera lavandera Niña de mano todos los oficios Todos los arreboles del crepúsculo Viola funebris. Yo no sé qué decir en esta hora La cabeza me da vueltas y vueltas Como si hubiera bebido cicuta Hermana mía. Dónde voy a encontrar otra Violeta Aunque recorra campos y ciudades O me quede sentado en el jardín Como un inválido. Para verte mejor cierro los ojos Y retrocedo a los días felices ¿Sabes lo que estoy viendo? Tu delantal estampado de maqui. Tu delantal estampado de maqui. ¡Rio Cautín! ¡Lautaro! ¡Villa Alegre! ¡Año mil novecientos veintisiete Violeta Parra! Pero yo no confío en las palabras ¿Por qué no te levantas de la tumba A cantar a bailar a navegar En tu guitarra? Cántame una canción inolvidable Una canción que no termine nunca Una canción no más una canción Es lo que pido. Qué te cuesta mujer árbol florido Álzate en cuerpo y alma del sepulcro Y haz estallar las piedras con tu voz Violeta Parra. Esto es lo que quería decirte Continúa tejiendo tus alambres Tus ponchos araucanos Tus cantaritos de Quinchamalí Continúa puliendo noche y día Tus tolomiros de madera sagrada Sin aflicción sin lágrimas inútiles O si quieres con lágrimas ardientes Y recuerda que eres Un corderillo disfrazado de lobo.
(*) El nombre se debe a que, en los tiempos de la conquista española, lo que llegó a ser Angol (término mapuche que significa “Subir a gatas”), fundada el 24 de octubre de 1553, era “el confín” del Chile de aquel entonces. En el Fuerte “Tucapel”, ubicado en las cercanías de Angol, murió, a manos de nuestros indios mapuches Pedro de Valdivia, uno de los más importantes conquistadores españoles llegados a estas tierras. (**) Muchas de las batallas libradas por conquistadores y conquistando tuvieron como escenario a Angol y las regiones circunvecinas, hoy ubicadas en las regiones Octava y Novena de la actual división geopolítica del país. Véase en Google “Tucapel”. (***) Salvo en los breves periodos de vacaciones, Cire no volvió a disfrutar de la compañía de su madre. Doña Laura, la que habría llegado a ser mi suegra, falleció tres meses antes que su hija se graduara de maestra y, por lo tanto, regresara a su casa en Temuco. (****) Huaso es el nombre que se da en Chile al hombre del campo, como “guajiro” en Cuba, “gaucho” en Argentina, “maicero” en Costa Rica. Arturo nació en Ñiquén, zona rural en la provincia de Ñuble lo que lo hace un auténtico huaso.

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