La muerte de Dios

Ante estos y otros disparos de la moderna teología, que en realidad lo que pretende es librarse de la responsabilidad de Dios, el Eterno sonríe compasivo.

19 DE ENERO DE 2024 · 10:00

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Imagen de Adrien Olichon, Unsplash.

Existe todo un movimiento teológico en torno a la muerte de Dios. Lo que no está claro es si este movimiento canta a la muerte de Dios, la denuncia, la profetiza o la quiere. Como se trata de una idea nueva, procedente de más viejas concepciones, son muchos los que la abrazan con esperanzador entusiasmo. Pero no se ponen de acuerdo sobre el significado de esa muerte.

Algunos han dejado la muerte de Dios en simple agonía. Y esto es ya más razonable. Una agonía no en Dios mismo, no en su inmenso lecho celestial, sino en el corazón del hombre, en la conciencia humana.

Cuando ya terminaba la magnífica introducción a su Vida de don Quijote y Sancho, Unamuno presintió que más importante que formar escuadrón para rescatar el sepulcro de don Quijote, rescate por el que había abogado con su acostumbrada violencia literaria, era ir a rescatar el sepulcro de Dios. Y Unamuno decía verdad. Fanatizados de amor y de verdad desde los pies a la cabeza, hoy tenemos que lanzarnos a la empresa que pedía Unamuno: abrir el sepulcro de las conciencias, donde duerme Dios el sueño de los muertos, y volverle al lugar que por derecho le corresponde en la vida de los hombres“Debíamos ir a buscar el sepulcro de Dios y rescatarlo de creyentes e incrédulos, de ateos y teístas, que lo ocupan, y esperar allí dando voces de suprema desesperación, derritiendo el corazón en lágrimas, a que Dios resucite y nos salve de la nada”, pedía Unamuno.

Pero Dios no está muerto, sino que agoniza. La agonía de Dios se refleja en los periódicos, en las revistas, en las novelas y en los ensayos de todo género, en toda esa ingente cantidad de literatura que las prensas arrojan diariamente a la calle. Dios agoniza incluso en los púlpitos de ciertas iglesias que todavía conservan el nombre de Cristo, como una burla y una ofensa al Crucificado.

La noticia está en la calle. La agonía de Dios se viene prolongando desde hace mucho tiempo. Mucho antes de que las tinieblas racionalistas del dieciocho corrompieran no pocos espíritus religiosos con su eslogan sobre la omnipotencia e independencia de la razón humana, y antes incluso de que Spinoza diera a conocer su famoso credo: “Creo en el Dios que se revela en la armonía ordenada de la creación, no en un Dios que se ocupa de las obras y de los destinos de los hombres.”

La agonía de Dios se debe a un proceso de desintegración gradual que ha necesitado siglos de existencia. Dios agoniza por falta de amor, víctima de la ingratitud de sus criaturas, que han reducido la inmensidad del Creador a cálculos, a ideas y a fórmulas. Qué día morirá definitivamente, es algo que aún se discute. Los encargados de su muerte no se ponen de acuerdo en esto.

En realidad, la muerte de Dios se está proclamando desde la antigüedad del paraíso. Adán y Eva ya hubiesen dado algo por que Dios hubiera caído muerto de un ataque al corazón después de que sus ojos fueron abiertos, para evitarse así la vergüenza de la reprimenda y el castigo.

En la segunda mitad del pasado siglo, el filósofo alemán Friedrich Nietzsche proclamó también la muerte de Dios. Lo que tenía Nietzsche era un empacho de Dios, mal digerido, y para mejor hacer la digestión teológica decidió matarlo y poner al superhombre en su lugar; el superhombre que él creía ser. El padre y la madre de Nietzsche descendían de una familia de pastores luteranos. El mismo filósofo estuvo estudiando hasta los doce años para pastor luterano. Murió en un manicomio. Loco de no haber podido conseguir su propósito. De que, a pesar de su esfuerzo, Dios continuaba existiendo. André Gide dice de él: “Nietzsche estuvo celoso de Cristo. Celoso hasta la locura. Sólo dependía de Nietzsche redescubrirse bajo el sudario y resucitar a un Cristo verdadero, pero en vez de buscar la compañía de Aquel cuya enseñanza sobrepasaba la suya, Nietzsche creyó engrandecerse afrontándolo.”

Modernamente, la muerte de Dios ha pasado a ocupar un importante lugar en la teología cristiana. Son ya muchos los nombres destacados que se asocian a este movimiento. Los cuatro más citados son: Robinson, Vahanian, Hamilton y Altizer.

Muchos conceptos expuestos por estos autores, algunos de ellos ya fallecidos, tienden a desaparecer y otros están olvidados. Pero, ¿qué pasará en el futuro?

¿Hacia dónde nos conducirá esta nueva corriente de teología, negativa en muchos casos, rayando con lo ateo en otros?

Señores, Dios ha muerto”, declaró Sartre en Ginebra recién terminada la última guerra mundial

¿Muerto Dios? ¡Pobre Sartre! Muerto se encuentra él; pero Dios permanece tan vivo como el primer día de la creación.

Los proclamadores de la muerte de Dios se nos antojan tan infantiles como aquel árabe que subió a una azotea provisto de escopeta y empezó a disparar hacia las alturas. Quería matar al Dios de los cristianos. Cuenta la leyenda que Dios permitió una débil lluvia de sangre, y el árabe, saltando de gozo, gritaba desde su altura material que había conseguido su propósito; que había matado a Dios.

Ante estos y otros disparos de la moderna teología, que en realidad lo que pretende es librarse de la responsabilidad de Dios, el Eterno sonríe compasivo. Así lo dice el segundo Salmo: “¿Por qué se amotinan las gentes, y los pueblos piensan cosas vanas? Se levantarán los reyes de la tierra, y príncipes consultarán unidos contra Jehová y contra su ungido, diciendo: Rompamos sus ligaduras, y echemos de nosotros sus cuerdas. El que mora en los cielos se reirá; el Señor se burlará de ellos”(Salmo 2:1-4).

 

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