Pido perdón, pero no me arrepiento"/>

Arrepenti-miento

En uno de esos programas rosas de televisión de los que decimos no ver nunca, veo a la tonadillera Isabel Pantoja afirmando que no se arrepiente de nada de lo que ha hecho en su vida, ni siquiera de aquellas decisiones que no han sido para bien. Unos días antes, uno de los mejores futbolistas de todos los tiempos, Zinedine Zidane, en relación al duro cabezazo que dio en el pecho a otro jugador en la final del campeonato del mundo, afirmaba lo siguiente: "Pido perdón, pero no me arrepiento

20 DE JULIO DE 2006 · 22:00

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El hombre contemporáneo, cual Don Quijote contra gigantes de su propia conciencia molinera, lucha contra sí mismo tratando de convencerse de que el sentimiento de culpa y de pecado son delirios de la psique humana que deben ser derrotados por la razón o por lo que sea. Pero el mal y el daño son lo que son, independientemente de nuestro esfuerzo para obviarlo. Se puede ignorar la muerte o el amor, pero ahí estarán. El hecho de que el hombre sin Dios no siempre posea un rumbo o una meta para su travesía contribuye a aliviar el peso de la culpa, pues en esa lid, si lo que hicimos fue errado o no, ¿qué importa? ¿Para qué o por qué arrepentirnos? ¿Qué es el error? ¿Cómo puedo desviarme de un camino si no sé adónde voy? Luego están los que se arrepienten sin arrepentirse, aquellos que no albergan intención alguna de rectificar aunque reconozcan su falta. Pero, como explica C. S. Lewis, el arrepentimiento no es algo divertido, sino un acto mucho más difícil de ejecutar que agachar la cabeza humildemente. Arrepentirse implica deshacernos de toda vanidad, rebeldía y de la mal llamada autoconfianza en la nos hemos estado moviendo hasta entonces. Por esta razón, el arrepentimiento definitivo del que nos habla la Escritura nos pone frente a un espejo para, después, invitarnos a que hagamos morir lo gangrenado de nosotros mismos; a padecer una muerte en vida consciente. Una vez que ese espejo del yo encadenado queda despedazado con luz de arriba, la esperanza deja hueco para el milagro.
Lo primero que se necesita para este viaje evangélico de redención es humildad de facto para reconocernos llamados a hacerlo. Admitir el sinsentido y el fracaso del sin Dios es un requisito, pues el dador de la vida sólo escoge a seres intrascendentes que demandan realidad trascendente: Los que están sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento, afirma el Maestro (Lucas 5, 31-32). A veces optamos por el arrepentimiento porque puede librarnos del castigo que nuestras faltas acabarán inflingiéndonos. Pero la contrición de la que habla el Evangelio tiene más que ver con el repudio del yo caído que con el propio temor a lo que nuestro mal pueda hacernos cual vil boomerang. El realismo expresado en la Biblia va más allá del temor, pues nos dice que no nos basta con avergonzarnos del destrozo causado, sino también del bien que un día dejamos de hacer. Y ante tanta crudeza, la buena noticia del Evangelio es tan liberadora como extraña, pues nuestro arrepentimiento también significa reconocer que la victoria sobre el desencanto ya se produjo por decisión unilateral. No gracias a nuestra obra introspectiva, nuestra santidad o nuestra capacidad para ignorar el llamado divino para admitir nuestras miserias. Al final, la gracia de Cristo concluye enseñándonos que la dependencia de Dios es la única y verdadera independencia.
“Y nunca más me acordaré de sus pecados y transgresiones. Pues donde hay remisión de éstos, no hay más ofrenda por el pecado”
(Hebreos 10, 17-18)

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