Juan José Domenchina (Siglos XIX y XX)
Fue un poeta de técnica cerebral, algo frio al escribir versos, pero a partir de 1947 su cerebraísmo se desheló en una honda y trascendental humanidad que le colocó entre los más intensos poetas de su tiempo.
05 DE AGOSTO DE 2022 · 10:00
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Domenchina nació en Madrid el año 1898. Dedicado a la poesía y a la novela también hizo incursiones en la política, siendo uno de los hombres de confianza de Manuel Azaña, presidente de la segunda República española. En Madrid estudió el bachillerato y la carrera de Magisterio. Desde muy joven colaboró en periódicos y revistas tales como Los lunes del Imparcial, España, La Pluma, Revista de Occidente, El Sol y otros. En este último periódico popularizó el seudónimo de Gerardo Rivera y estuvo considerado como un sagaz crítico literario.
En poesía tuvo influencia del español Juan Ramón Jiménez y del francés Paul Valery. Fue un poeta de técnica cerebral, algo frio al escribir versos, pero a partir de 1947 su cerebraísmo se desheló en una honda y trascendental humanidad que le colocó entre los más intensos poetas de su tiempo.
Como novelista fue fuerte y original, como en Las interrogaciones del silencio. En poesía escribió buenos libros y una antología de la poesía española contemporánea. En 1936 se publicaron sus poesías completas. Tras la guerra incivil se exilió en México junto a su esposa, la también poetisa Ernestina Champurcín. Allí, en la tierra de Jorge Negrete, de Agustín Lara y del mejor presidente que ha tenido México, Benito Juárez, el poeta madrileño dejó viuda a Ernestina el año 1959.
Poemas y fragmentos
¿Quién pudo ver la cara de Dios? ¿Quién pudo verse
la cara sin mirarse en un espejo? Niegas
a Dios y tienes fe en el testimonio
acaso desleal, de unas aguas con légamo
en el fondo, y acatas el dudoso trasunto
que te dan, como réplica de ti mismo, un cristal
azogado, con una lámina bien pulida, de fino
acero, y los falaces ojos de una mujer.
Dios, infinitamente tuyo, te está mirando,
como te mira el sol. Los dos te ven. Tú puedes
verlos también, mas no mirarlos. Los dos ciegan
al mortal que, en un rapto de soberbia, levanta
sus ojos a la luz increada, que es Dios,
o pretende medirse con el cielo encendido,
con el ascua de Dios que ilumina la tierra.
Pero Dios está siempre contigo y al alcance
de tus ojos: igual que el sol durante el día.
Si quieres ver a Dios, no le mires de cara a Él: de frente.
Contémplale en las cosas que son Él y que puedes
mirar sin abrasarte los ojos, como miras
la luz del sol que vibra en el aire, que dora
las tiernas hojas verdes de los árboles viejos,
que irisa las alas de las aves
o que cae en el río y brilla como
áureos remos que quieren bogar entre dos aguas.
Porque Dios está siempre contigo y al alcance
de tus ojos. No olvides que en tu sombra también
está. La noche oscura del alma, sordo y lento
revés del día, tiene entre sus negras
angustias el oculto paso de Dios.
(La noche
no le niega, está atónita porque no le ve
evidente, radiante, como se da a la luz clara
del sol, en infalible mediodía.)
Si quieres verte el alma, cierra los ojos: ponte
desnudo, como eres en tu conciencia. Allí
están Dios y tu alma. (Tu alma, lo que tienes
en ti y fuera de ti, lo que te vive,
por lo que vives; toda la verdad de ti mismo.
Eso que no se desmorona nunca,
que no es cuerpo friable y deleznable: el alma.
Algo que inmensamente te da a sentir la vida,
más allá –y más adentro también– de tus sentidos.)
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