Saint Exupery: El pequeño príncipe
La razón es incapaz de concebir a Dios en toda su plenitud. Una fe sencilla, llena de sorpresas, como la del Principito, es la que nos introduce al reino invisible.
09 DE MARZO DE 2018 · 07:20
Antoine de Saint- Exupery nació en Lyon, Francia, el 29 de junio de 1900. Estudió en Suiza y Francia. El servicio militar lo hizo en Estrasburgo, en el cuerpo de aviación, su pasión de niño. A los 26 años ingresó en una sociedad de aviación comercial. Realizó importantes vuelos a varios países de África, Asia, Europa y Sudamérica. En 1930, con un prólogo de André Gide, publicó su primera obra, Vuelo de noche. En 1935, al intentar la travesía aérea Paris-Saigón, hubo de efectuar un aterrizaje forzoso en el desierto egipcio. Fue salvado por una caravana de beduinos tras cinco días de penosa marcha. En 1939 recibió el gran premio de novela de la Academia Francesa por su libro Tierra de los hombres. Una misión militar al inicio de la segunda guerra mundial le inspiró la novela Piloto de guerra, publicada en 1941. Marchó a Nueva York, donde residió hasta 1943. Aquí escribió y publicó la obra que más fama le dio, El Principito o El pequeño Príncipe, según las distintas ediciones.
De regreso a Francia, el 31 de julio de 1944 despegó de Córcega para una misión de guerra de la que nunca volvió. Su muerte ha quedado en el misterio. Se han barajado diferentes hipótesis. Hay quienes dicen que el general De Gaulle, que odiaba al escritor, ordenó matarle. Otros afirman que los cazas alemanes derribaron su aparato, que se perdió en las profundidades marinas. También se ha hablado de suicidio. Con este motivo, su obra vuelve a interesar. Muchas de sus páginas, que parecen vagas y prolijas, infunden un carácter casi de mensaje espiritual procedente de los espacios celestes y destinado a la tierra de los hombres.
Cuando Antoine de Saint-Exupery escribe su obra póstuma publicada en 1948, es decir, cuatro años después de su muerte, con el título Ciudadela, parece intuir su último y definitivo vuelo al espacio que se extiende al otro lado de las estrellas. El personaje que habla en primera persona es sin duda un reflejo del autor. El tema de Ciudadela, que de un modo velado o evidente domina todo el libro, recuerda a San Juan de la Cruz en el Castillo del alma. El escritor francés, apasionado de los vuelos aéreos, habla de “esa marcha hacia Dios, que sólo puede satisfacerte, pues de signo en signo lo alcanzarás: Él, que se liga a través de la trama; Él, el sentido del libro del cual digo las palabras; Él, la sabiduría; Él, el que Es; Él, del cual todo recibo en retorno, pues de etapa en etapa te anuda los materiales a fin de extraer su significado; Él, el Dios que es Dios también de los poblados y de las fuentes”.
Para el autor de El Principito, la vida del hombre es un peregrinar continuo hacia Dios. Quien cree en Él lo lleva a su lado a lo largo de todo el recorrido, de la cuna a la tumba; quien no cree en Él se encuentra bruscamente con el Eterno cuando se cierra definitivamente el libro de la vida y la muerte y le enfrenta a una realidad celestial que se empeñó en negar: “Toda obra es una marcha hacia Dios y no puede acabarse sino con la muerte”, dice en Ciudadela.
Además de los libros citados, Saint-Exupery escribió otros: Correo del sur, Carta a un rehén y los volúmenes póstumos Ciudadela, Carnets y “Un sentido de la vida. Todos ellos muestran la concepción épica que el autor tenía de la grandeza humana.
EL Principito es el libro más conocido de Saint-Exupery, el más leído. Aunque está dedicado a los niños y catalogado como un libro para niños, en realidad no corresponde a la literatura especialmente concebida para niños. Más que para una cierta edad, el libro tiene un mensaje para todos los seres vulnerables a la soledad, a la amistad, a la ternura.
Único habitante de pequeños planetas en los que cada mañana cuidaba de limpiar el hollín de los volcanes, el pequeño Príncipe aprovecha una emigración de pájaros salvajes para su evasión.
Más allá de la acción y del misticismo, hay en El Principito el mito de la inocencia y de la infancia recordada. El tema central del libro es la soledad vencida por la amistad: “Más aislado que un náufrago sobre una balsa en medio del océano… me despertó una extraña vocecita que decía: dibújame un cordero”.
Aún cuando no sea fácil advertirlo, El Principito encarna casi todos los grandes valores del Cristianismo, del Cristianismo de Cristo. El reino de los cielos está aquí abajo, en la tierra, donde necesitamos a Dios habitando junto a nosotros.
“En tu tierra –dijo el Principito- los hombres cultivan cinco mil rosas en un mismo jardín…. Y no encuentran lo que buscan…. Y, sin embargo, lo que buscan podría encontrarse en una sola rosa o en un poco de agua…. Pero los ojos están ciegos. Es necesario buscar con el corazón…”.
Si el Invisible no se hace visible al ojo humano es porque los hombres están ciegos, porque no buscan con el corazón. Son incapaces de ser fieles a una sola flor.
El Principito aborda el tema de la fe de una manera más comprensible que en algunas obras de teología. Es la fe personal, la del individuo. La fe íntima. No sólo fe en la belleza, en la amistad, en la vida; también fe en Dios. Esa fe a la que se llega a través del corazón. La razón es incapaz de concebir a Dios en toda su plenitud. Una fe sencilla, llena de sorpresas, como la del Principito, es la que nos introduce al reino invisible. Ver con el corazón no es otra cosa que sentir a Dios.
Con todo, es en Ciudadela donde Saint-Exupery vierte sus más importantes pensamientos en torno a las relaciones Dios-hombre. Quienes ven en Ciudadela un cúmulo de notas desordenadas, tiradas al azar dentro del magnetofón, sin propósito ni orden, no están en lo cierto. Ciudadela es el libro que más claramente revela el concepto de Dios en éste hombre que siempre anduvo volando las alturas. Todas las páginas del libro siguen la línea que conduce a Dios, partiendo del hombre.
“Aparéceme, Señor, pues todo es duro cuando se pierde el gusto de Dios”.
Sólo en la libertad el ser humano puede hallar a Dios. Encadenado a ideas y conceptos materialistas, el camino a Dios se le antoja lleno de dificultades.
“El hombre es en todo semejante a la ciudadela. Destruye los muros para asegurarse la libertad; pero ya es sólo una fortaleza desmantelada y abierta a las estrellas. Entonces comienza la angustia de no ser….La verdad se cava como un pozo. La mirada que se dispersa pierde la visión de Dios…”.
Para el autor de El Principito no hay más que una libertad. La que nos lleva a la búsqueda de Dios. Esta libertad, como la verdad misma, no se halla en la superficie de las cosas. Hay que cavar hondo hasta encontrar los pozos de agua viva a los que se refirió Jesús, los manantiales que fluyen del interior del hombre.
Las líneas que siguen, de una belleza extraordinaria, son de claras reminiscencias bíblicas. Vamos a Dios a través del hombre. Como el samaritano de la parábola. Como el dador de un vaso de agua a los pequeños.
“Señor, decía a Dios, te has retirado de mí, por esto abandono a los hombres”.
Para Saint-Exupery, el silencio de Dios, tema que últimamente viene llenando muchas páginas, es una prueba de su existencia.
“Señor, llego hasta ti porque he trabajado en tu nombre. Para ti las simientes. Yo he edificado este sirio. A ti corresponde encenderlo. Yo he edificado este templo. A ti corresponde habitar tu silencio”.
Según algunos biógrafos, en los últimos años de su vida Antoine de Saint-Exupery fue desarrollando un sentido religioso y espiritual de la existencia. André A. Devaux dice que el día de su desaparición, aquel 31 de julio de 1944, el autor de El Principito pudo repetir a Dios las palabras aquí reseñadas de Ciudadela: “Señor, yo he edificado este sirio. A ti corresponde encenderlo”.
Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - El punto en la palabra - Saint Exupery: El pequeño príncipe