No confundas, de José Luis Navajo
Faltan manos dispuestas a enjugar los ojos de quien invirtió su vida en secar lágrimas ajenas.
22 DE SEPTIEMBRE DE 2017 · 05:00
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Un fragmento de “NO CONFUNDAS- Principios esenciales para arder sin quemarnos y alumbrar sin gastarnos”, de José Luis Navajo (Clie, 2017). Puede saber más sobre el libro aquí.
El ochenta por ciento de los pastores cree que el ministerio ha afectado negativamente a su familia. (Conclusión extraída del estudio realizado por el Seminario Fuller, de California).
Una de las principales razones por la que muchos hombres y mujeres abandonan el ministerio es por el estrés que sufren sus cónyuges. (Conclusión extraída del estudio realizado por la Asociación Nacional de Evangélicos de los Estados Unidos).
«Mi yugo es fácil y mi carga es ligera». (Afirmación de Jesucristo).
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No me gusta viajar, pero últimamente no hago otra cosa.
Ante la inminencia de un desplazamiento, mientras introduzco los últimos enseres en la maleta, siento pereza y auténtica tristeza por ponerme en marcha. Me comprometí meses atrás con ilusión a este o aquel viaje, pero cuando se acerca la hora me apena dejar mi casa, mi orden, mi trabajo inacabado, mis costumbres, mi régimen y horario de comidas, pero especialmente me apena dejar a mi familia, hasta tal punto que me gustaría poder anular el compromiso. Es demasiado lo que tengo invertido en ese reducto sagrado al que llamo hogar como para no echarlo de menos hasta límites que duelen. Por eso, cuando emprendo un viaje sin los míos, no puedo evitar que un incómodo vértigo con sabor a soledad arañe mis tripas. El regreso, sin embargo, me parece la más maravillosa de las experiencias. En cuanto piso la terminal del aeropuerto de Madrid, no corro, sino que vuelo. Subo los peldaños de tres en tres, abriéndome camino casi a empujones entre quienes convierten las escaleras mecánicas en plácidos observatorios.
Tengo urgencia porque amo el reencuentro con los míos.
No quiero que nunca el regreso al hogar deje de parecerme el momento más sublime, ni que mueran esas mariposas que me hacen cosquillas en el estómago mientras arrastro la maleta hasta la puerta de casa.
Hace años entendí que hay un correcto orden de prioridades: Primero Dios, después la familia y en tercer lugar el trabajo, aunque el trabajo sea algo tan sagrado como el ministerio. Y comprendí –hace años también– que, en este asunto, el orden de los factores sí que altera el producto..., lo altera muchísimo. Por eso no debemos remover la jerarquía de esas tres columnas vitales: Dios, familia y ministerio.
Sí, desde hace tiempo siempre hay una maleta abierta a los pies de mi cama, pues no compensa cerrarla, y más de un tercio de estos viajes me llevan a congresos con pastores y responsables eclesiales de diferentes partes del mundo. Eso me ha permitido sentarme frente a líderes de toda edad, nación y condición. Juntos hemos reído, orado y llorado. Conozco el color de la sonrisa del pastor y distingo también el sabor de sus lágrimas.
Amo escribir para ellos porque los amo a ellos: Siervos generosos de sí mismos, abnegados e infatigables, obedientes a una llamada que a menudo los excede.
¿Qué lleva a un pastor a renunciar? ¿Qué circunstancia, o cúmulo de ellas, provoca que alguien cuelgue los guantes o tire la toalla, o como quiera que llamemos a ese acto de abandonar el arado en medio de un surco que se abrió con ilusión y hermosas expectativas? ¿Irresponsabilidad o más bien extenuación?
Es fácil juzgar a quien claudica, pero no deberíamos hacerlo.
Comprender, animar y restaurar resulta más complejo, pero eso sí que es necesario. Faltan manos dispuestas a enjugar los ojos de quien invirtió su vida en secar lágrimas ajenas. Se necesitan cuidadores que cuiden al cuidador –no es un juego de palabras, sino una necesidad vital–. Son precisas vidas que pastoreen al pastor. Hay cosas que el siervo de Dios siente, pero considera inconfesables. Temores íntimos, dudas profundas y preguntas de difícil respuesta que no se atreve a desvelar por temor a herir a aquellos a los que guía; sin embargo, el secreto guardado roe su interior y le desgasta.
Conozco el dolor del soldado herido porque yo mismo lo sufrí. Distingo el acre sabor que impregna el paladar del alma cuando se ingiere y digiere la pócima del aparente fracaso –porque conviene recordar que muy a menudo el fracaso es más aparente que real–. Sé cuánto pesa el desvelo de quien descubre que se agotan sus reservas, y no me es ajeno el eco que provoca en la bóveda de la mente el grito de auxilio que no nos atrevemos a verbalizar por temor a ser juzgados.
Pero conozco también que de ese valle se sale, y se hace, con frecuencia, en gloriosas cumbres que proporcionan una nueva visión de todo y de todos. Hay circunstancias que parecen finales, pero en realidad son nuevos comienzos. En ocasiones vemos que se acaba el camino, pero se trata sólo de una bifurcación que nos conducirá a puertos desconocidos en los que jamás recalaríamos de no ser por la tormenta.
He decidido escribir acerca de ello.
Quiera Dios que las páginas que siguen supongan una bocanada de oxígeno para quienes se sienten intoxicados a causa de la ansiedad. Que estas reflexiones sean fina lluvia para cuantos se debaten en las ardientes arenas de la aflicción. Es mi oración que los párrafos que estás a punto de leer obren como brisa purificadora, barriendo los oscuros nubarrones del no puedo, no valgo y no sirvo… Ruego a Dios que este libro sea un soplo de vida que espante las nubes, alzando sobre ti el radiante sol de la victoria.
Necesitas descansar y te mereces hacerlo.
Bienvenido a la reposada aldea donde la bruma de la ansiedad es disipada por suaves rachas de paz.
Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Fragmentos - No confundas, de José Luis Navajo