Un argumento del apóstol Pablo

La idea es que todo diseño complejo requiere un diseñador y, como en el mundo hay muchas cosas y organismos altamente sofisticados, lo más lógico es que exista también un diseñador del universo.

03 DE NOVIEMBRE DE 2024 · 10:00

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Imagen de Willian Justen de Vasconcellos, Unsplash.
Cuando el apóstol Pablo escribía a los cristianos de Roma, estaba perfilando ya en sus cartas el argumento teleológico, al decirles que “las cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas” (Ro. 1:20). La idea es que todo diseño complejo requiere un diseñador y, como en el mundo hay muchas cosas y organismos altamente sofisticados, lo más lógico es que exista también un diseñador del universo. Este argumento lo tomó asimismo William Paley, en el siglo XVIII, y lo convirtió en la conocida analogía del relojero. Si algo tan simple como un reloj de bolsillo -en comparación con el universo- requiere de un habilidoso relojero, cuánto más el cosmos necesitará la acción original de un creador. 
 
Este argumento, que parece tan obvio, ha sido rechazado por números pensadores desde el filósofo David Hume, en el siglo XVIII, hasta el biólogo Richard Dawkins en la actualidad. Este último escribe en su libro El relojero ciego: “Aunque parezca lo contrario, el único relojero que existe en la naturaleza es la fuerza ciega de la física, (…). La selección natural, el proceso automático, ciego e inconsciente que descubrió Darwin, y que ahora sabemos que es la explicación de la existencia y forma de todo tipo de vida con un propósito aparente, no tiene ninguna finalidad en mente. No tiene mente ni imaginación. No planifica el futuro. (..) Si puede decirse que cumple una función de relojero en la naturaleza, ésta es la de relojero ciego.”[1] Por tanto, según Dawkins y el evolucionismo clásico en general, las mutaciones y la selección natural serían el diseñador de todos los seres vivos. Ahora bien, ¿realmente esto es así? ¿Pueden las mutaciones aleatorias y la selección natural generar nueva información biológica y diseño inteligente?
 
Tres décadas después de que Dawkins escribiera estas palabras, muchos biólogos evolutivos creen que la selección natural es un proceso que sólo puede operar a partir de la información ya existente en el ADN de las especies, pero no produce nueva información. Las mutaciones no agregan nueva información genética, sino que la disminuyen. Este es el principal problema que tiene planteado hoy la teoría de la evolución y que define muy bien el biólogo evolucionista canadiense, Brian Goodwin, quien fue catedrático de biología en la Milton Keynes Open University del Reino Unido: “Queda claro que falta algo. La teoría de Darwin parece ser válida para la evolución a pequeña escala: puede explicar las variaciones y adaptaciones intraespecíficas responsables del ajuste fino de las variedades a los diferentes hábitats. Pero las diferencias morfológicas a gran escala entre los tipos orgánicos, que son el fundamento de los sistemas de clasificación biológicos, parecen requerir otro principio distinto de la selección natural que opera sobre pequeñas variaciones, algún proceso que haga surgir formas orgánicas claramente diferenciadas. El problema es cómo surgen las estructuras orgánicas innovadoras, el orden evolutivo emergente, que ha sido siempre un foco de atención primario en biología”.[2]Actualmente no se conoce ninguna ley natural que sea capaz de transformar la materia inorgánica en organismos vivos y, por tanto, generar información allí donde no la hay. Desde el evolucionismo, esta idea se sigue asumiendo por fe en la teoría darwinista, no por evidencia empírica. 
 
Hoy por hoy, resulta razonable suponer que la gran cantidad de información presente en los seres vivos debe provenir de una inteligencia muy superior a la humana.
 
 
Notas
[1] Dawkins, R. 1993, El relojero ciego, RBA Editores, Barcelona, p. 5.
 
[2] Goodwin, B. 2008, Las manchas del leopardo. La evolución de la complejidad, Tusquets, Barcelona, p. 11. 
 
 
 

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