¿Seremos ciborgs inmortales?

Esta gran confianza en las posibilidades de la ciencia no es exclusiva de los últimos tiempos sino que nació ya en los siglos XVI y XVII con la Revolución científica.

16 DE ENERO DE 2021 · 10:00

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Foto de Mahdis Mousavi en Unsplash CC.

Muchos creen que la ciencia ha superado y sustituido definitivamente a los mitos. Sin embargo, lo cierto es que la propia ciencia, que tanto bienestar nos ha proporcionado, ha creado también sus mitos, utopías e inconvenientes. El de los ciborgs o transhumanos es precisamente uno de los más actuales. Parece que el creador del término “transhumanismo” fue el biólogo inglés Julian Huxley en 1927 para expresar la idea de que la especie humana puede trascenderse a sí misma. A partir de los años 60, se acuñó asimismo el término “ciborg” para referirse a futuros humanos cibernéticos con sus capacidades orgánicas mejoradas por la tecnociencia para sobrevivir en ambientes extraterrestres. Hollywood llevó estos héroes de ficción a la gran pantalla por medio de películas como Terminator, RoboCop, Cyborg, Iron Man, etc. No obstante, el inmunólogo español del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Carlos Martínez, no habla de ficciones sino de supuestas realidades cuando asegura que en el futuro “con la utilización de la microelectrónica y los nanomateriales” será posible “una larga, larguísima existencia” que, “en la práctica, quizás podamos llamarla eternidad.”  

Esta gran confianza en las posibilidades de la ciencia no es exclusiva de los últimos tiempos sino que nació ya en los siglos XVI y XVII con la Revolución científica. El canciller inglés Francis Bacon, por ejemplo, estaba convencido en 1623 de que el método científico permitiría llevar a la práctica “todas las cosas que son posibles”. Casi cuarenta años después, Robert Boyle, uno de los fundadores de las ciencias químicas, anhelaba prolongar la vida humana. El político y científico estadounidense Benjamin Franklin abrigaba, en el siglo XVIII, la esperanza de embalsamar y congelar personas para devolverlas posteriormente a la vida. Y, en fin, esta fe en las promesas de la tecnociencia ha llegado hasta nuestros días con la ideología transhumanista y de la mano de Silicon Valley, quienes nos predicen una humanidad futura que será muy inteligente, muy longeva y, por supuesto, muy feliz. Algo así como el cielo en la tierra.

El sociólogo español, Jorge Riechmann, ha comparado estas ideas con el gnosticismo de los primeros siglos del cristianismo: “El transhumanismo es un nuevo gnosticismo -que se sitúa de lleno en la antiquísima tradición (órfica y gnóstica) del soma/sema, el cuerpo como tumba y cárcel-, y a mi entender se trata de una de las figuras más amenazantes del nihilismo para el siglo XXI”. Riechmann sugiere que así como la antigua filosofía gnóstica grecorromana (que se introdujo en el cristianismo primitivo) oponía el cuerpo al alma, lo sensible a lo inteligible o el mundo material al trasmundo inmaterial, quitándole valor a los primeros términos de tales parejas, también la ciencia moderna, y sobre todo la llamada tecnociencia, permiten a muchos imaginar que se podrá escapar de las limitaciones físicas y biológicas de la condición humana para lograr una libertad que ninguna otra criatura de este mundo puede tener. Tales sueños de la razón vendrían motivados por el nihilismo contemporáneo, por la negación de toda creencia religiosa, moral o social. 

El problema de todo esto es que hay una gran distancia entre mejorar la salud humana y alcanzar la inmortalidad. No es lo mismo perseguir objetivos posibles -como la cura de múltiples enfermedades genéticas- que el intento utópico de erradicar la muerte para siempre. Una cosa es confiar en que la ciencia puede ayudar a construir un futuro mejor y otra muy distinta creer que nos va a convertir en ángeles inmortales viviendo en mundos todavía por descubrir. Esto último podría calificarse de mesianismo tecnocientífico, el postrer grito del nefasto mito del progreso ilimitado que está destruyendo nuestro mundo actual. La fe ciega en la tecnología y en la puesta en práctica de todo lo que ésta es capaz de imaginar y hacer no sólo arruina el planeta sino que atenta contra la propia convivencia humana ya que genera desigualdades cada vez más profundas entre las personas. El considerar la creación y a todos sus seres como medios para usar y tirar, en vez de fines en sí mismos, nos ha conducido a la actual crisis ecológico-social. Nuestra racionalidad nos ha llevado a la irracionalidad de poner en peligro la sobrevivencia de la humanidad.

El transhumanismo, con su deseo de rehacer la especie humana, recuerda las peores masacres cometidas en el siglo XX. Si los bolcheviques anhelaban al “hombre nuevo” y los nazis mitificaron la raza aria como superior a todas las demás, los actuales transhumanistas proponen una nueva eugenesia respaldada por la moderna biotecnología científica. La elaboración a la carta de un ser híbrido entre el hombre y la máquina, mitad cerebro y mitad computadora sería -se nos dice- una conciencia cibernética que no moriría nunca ya que supuestamente se podría replicar o clonar indefinidamente. Esta especie de Eugenesia 2.0 podría ser útil para fabricar humanos “democráticamente dóciles” y perfectamente domesticados, con el fin de que los gobernantes pudieran mantener la paz y el orden. Ya decía Konrad Lorenz, allá por los años 70, que la única esperanza de contar con una humanidad no violenta era una mutación genética que nos convirtiera en criaturas afectuosas. Se trata del sueño de unos ciborgs perfectos, mejores y más humanos que los propios humanos. Pero, ¿en qué consiste ser perfecto, mejor o superior a los demás? ¿Qué es un buen hombre o una buena mujer?

La supuesta “muerte de Dios” predicada por Nietzsche a finales del XIX y el desencantamiento del mundo motivado por el desarrollo de la ciencia son responsables de la actual crisis de sentido que embarga a buena parte de Occidente. Cuando no se cree en un creador trascendente, ni en una vida eterna después de la muerte, algunos optan por fabricarse utopías e ilusiones míticas como ésta de pensar que la tecnociencia nos elaborará un mundo perfecto a nuestra imagen y semejanza en el que viviremos por siempre jamás. Y si la Tierra se nos agotara, nos iríamos a Marte a plantar tubérculos transgénicos en invernaderos burbuja presurizados, hasta que apareciera algún exoplaneta apropiado para volvernos a trasladar. Sin embargo, ¿no sería mejor dejar de invertir tanto en Marte o en la búsqueda de exoplanetas y conservar los ecosistemas terrestres que todavía podemos salvar así como eliminar la pobreza del mundo? La triste realidad mil veces confirmada es que la tecnología sólo puede liberar al ser humano a costa de destruir el planeta y la misma condición humana. De hecho, esto último es precisamente lo que persigue el programa transhumanista.

¿Por qué no atreverse a mirar cara a cara la muerte a la que estamos destinados? ¿Cómo es que nos resulta tan insoportable la levedad del ser humano? ¿Será porque la finitud nos deja a solas con nosotros mismos y demanda una respuesta existencial de cada persona? La cuestión fundamental es cómo respondemos. Algunos optan por rechazar los valores absolutos y se conforman con otros más relativos como la convivencia humana, la belleza, el erotismo, el placer de lo cotidiano, el acopañamiento ante la muerte y… poco más. Aspiran sólo a sobrevivir en el recuerdo de los demás. Desde luego, se trata de una opción respetable. Sin embargo, otros preferimos fijarnos en Jesús y tomarnos en serio su mensaje milenario: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida (Jn. 5:24). Personalmente, no creo que lleguemos a ser ciborgs transhumanos inmortales pero sí confío en que la vida eterna que prometió Cristo alcanzará a todos los que le aceptaron con fe.

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