Maquiavelo a la luz del Evangelio

La ley del talión que se propone en el Antiguo Testamento es la que sustenta también el pensamiento de Maquiavelo.

11 DE AGOSTO DE 2012 · 22:00

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El estudioso de Maquiavelo, Augustin Ranaudet, escribió: “Entre todos los espíritus del Renacimiento italiano Maquiavelo es el más ajeno al Evangelio, el más indiferente a la moral cristiana, a la que acusa de haber debilitado la energía de carácter de los hombres de su tiempo” (Barincou, 1985: 193). Es evidente que la ética maquiaveliana, si es que puede llamarse así, resulta radicalmente opuesta a la que se manifiesta en las páginas del Nuevo Testamento. No hay que discurrir mucho para darse cuenta de ello. No obstante, ¿es verdad que la moral cristiana debilita el carácter de las personas como pensaba Maquiavelo? Pues, depende de lo que se entienda por “debilitar”. Si responder al mal con el bien se interpreta como debilidad de carácter, entonces sí, no hay más remedio que admitir esta debilidad cristiana provocada por lo que el apóstol Pablo llamaba la “locura” de la predicación. Pero ¿realmente es esto endeblez o blandura de ánimo? ¿acaso no se requiere más valor para defender el bien, en un mundo en el que las fuerzas del mal campean a su aire con absoluta libertad, que para dejarse arrastrar por ese remolino de iniquidad y depravación? Siempre fue más difícil nadar contra la corriente de las ideas, o las costumbres de la sociedad, que encaramarse a la balsa de los hábitos y abandonarse a la deriva de la moda. Para mantenerse a flote en el torrente de la vida, obrando como cristiano, sigue siendo necesario tener un carácter valeroso que no sea precisamente débil. En el Nuevo Testamento, desde el sermón de la montaña pronunciado por Jesús hasta las cartas de Pablo y Pedro, se apela continuamente al amor fraterno y a la solidaridad cristiana. En la primera epístola universal de San Pedro se dice: “...sed todos de un mismo sentir, compasivos, amándoos fraternalmente, misericordiosos, amigables; no devolviendo mal por mal, ni maldición por maldición, sino por el contrario, bendiciendo, sabiendo que fuisteis llamados para que heredaseis bendición” (1 Ped. 3:8-9). Puede resultar fácil devolver bien por bien o incluso mal por mal, pero lo realmente difícil es cambiar la maldición por la bendición. Esto es precisamente lo que sugiere el autor de estas palabras, su deseo de que aquellos creyentes perseguidos por un mundo hostil, supieran poner en práctica la solidaridad cristiana hacia quienes les maldecían y les hacían la vida difícil. ¿Cómo puede pedirse algo así? Tal demanda sacaría de sus casillas al propio Maquiavelo. Pero este es el reto del mensaje cristiano. Aquí reside la sublime altura moral que Jesús anuncia para los ciudadanos del reino de Dios. La conducta de los auténticos seguidores de Cristo no puede ser una simple imitación de quienes viven sin Dios, sin fe y sin esperanza. No se trata de reaccionar instintivamente ante el modelo de conducta propio del ambiente mundano. No hay que conformarse con devolver mal por mal sino que frente a toda lógica y toda razón, ante la maldad hay que replicar con la bondad y ante la perversidad con la nobleza de la honestidad. ¿Por qué? Porque el cristiano es heredero de bendición, es decir, de vida eterna. Tal es la voluntad del Creador. La ley del talión que se propone en el Antiguo Testamento es la que sustenta también el pensamiento de Maquiavelo. Aquel añejo trueque de pagar “vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida y golpe por golpe” (Ex. 21:23-25), constituye, en realidad, un origen reconocido para el desarrollo posterior del mito del príncipe nuevo. En contra de lo que a veces se ha señalado, esta ley cumplió bien su función en el tiempo veterotestamentario. No se trataba del reflejo de una mentalidad bárbara y primitiva sino que, ante todo, pretendía poner equidad en las venganzas desproporcionadas que entonces se practicaban. Es lo que se aprecia por ejemplo en textos como el de Génesis (4:23-24) en el que Lamec habla con sus mujeres, Ada y Zila, manifestándoles que estaba dispuesto a matar a “un varón por su herida y a un joven por su golpe”, así como a vengarse hasta “setenta veces siete”. Esta clase de injusta venganza es la que se pretendía regular. Sin embargo, la ley del talión fue eliminada de manera radical por el propio Señor Jesucristo. Refiriéndose al problema de los enemigos personales, Jesús dijo: “Oísteis que fue dicho: Ojo por ojo, y diente por diente. Pero yo os digo: No resistáis al que es malo; antes, a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra” (Mt. 5:38-39). La moral cristiana presenta unas exigencias muchísimo más elevadas que aquella antigua ley. Los seguidores del Maestro no deben empecinarse en sus derechos, sino que han de aprender a renunciar a ellos. La ley del talión quedó así abolida para los cristianos. El concepto novotestamentario de humildad también resulta incompatible con el mito de Maquiavelo. La virtud de actuar sin orgullo reconociendo siempre las propias limitaciones se contempla en El Príncipe desde la misma perspectiva que en el mundo clásico. La cultura romano-helénica concebía la humildad como un vicio característico de los esclavos. Ser humilde era ser débil. Sin embargo, el hombre libre que se respetaba a sí mismo no debía renunciar jamás a la autoafirmación. No es de extrañar que en tal ambiente la doctrina cristiana encontrase notable resistencia. Cuando Pablo les dice a los filipenses: “nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo” (Fil. 2:3), estas palabras debían sonar como algo radical y revolucionario porque alentaban al cambio de costumbres. De manera que la ética cristiana concebirá la humildad como algo muy positivo, precisamente porque también Cristo “se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fil. 2:7-8). Si el Hijo de Dios supo humillarse, la humildad debe ser característica de toda vida cristiana. Esto es algo que la filosofía de Maquiavelo nunca podrá asumir. Otro tanto ocurrirá con la veracidad de las palabras. Si en el mito del príncipe nuevo la mentira es considerada casi como moneda de cambio necesaria para el ejercicio de la política, la ética de Jesús no solamente rechaza el juramento frívolo e irreflexivo, sino que exige del creyente que sea una persona de palabra. Mateo recoge las frases del Maestro acerca de los juramentos: “Además habéis oído que fue dicho a los antiguos: No perjurarás, sino cumplirás al Señor tus juramentos. Pero yo os digo: No juréis en ninguna manera... Pero sea vuestro hablar: Sí, sí; no, no; porque lo que es más de esto, de mal procede” (Mt. 5:33-37). Cuando se habla la verdad cualquier juramento resulta superfluo. El cristiano debe aspirar a vivir en la sencillez y en la prudencia del lenguaje porque cuando esto no se pone en práctica pronto germina la mentira. Un embuste abre la puerta a otro y el hombre mentiroso termina porque ni cree ni es creído por nadie. De estas palabra de Cristo se deduce que el Maligno, el que es padre de toda mentira, al introducir la falsedad en el cosmos, provocó el que los hombres empezaran también a jurar por el cielo, la tierra y el propio Dios. Los mentirosos están siempre dispuestos a jurar por lo que sea. Sin embargo, esta no es la voluntad del Creador. Por lo que respecta a la relación con la política, lo trataremos la próxima semana para finalizar el personaje de Maquiavelo.

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