El tweet de Dios sobre la obstinada necedad del necio

La necedad de nuestra sociedad es incurable, porque aunque hay señales evidentes del desastre que se aproxima, ni siquiera así se humilla ante Dios.

18 DE ABRIL DE 2024 · 09:00

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Imagen de José Mieres, Unsplash.

La difícil y larga experiencia por la que tuvo que pasar el profeta Jeremías consistió en que predicó a un pueblo que era reacio a escuchar su mensaje, hasta el punto de que se sintió tentado a abandonar el ministerio, dada la dureza de sus oyentes. No era una cuestión de que solamente un sector de la sociedad se negaba a atender sus advertencias, sino que todos los estratos sociales tenían en común la indisposición a prestar oídos a lo que él tenía que decir de parte de Dios. Ya fueran las clases elevadas o las clases humildes, ya fueran los mayores o los jóvenes, ya fueran los hombres o las mujeres, todos a una coincidían en cerrar su corazón a la palabra de Dios.

Antes de que los peligros comenzaran a aparecer en el horizonte, cuando parecía que las cosas iban bien, aunque en realidad iban mal, el profeta llamó a la nación a un cambio de rumbo, a un arrepentimiento, porque aunque externamente todo indicaba que el bienestar era la nota dominante, había un cáncer en el alma de la nación, consistente en el pecado que había echado raíces desde atrás y que continuaba sin ser desarraigado. Ese pecado no iba a quedar impune, por más que ellos negaran su existencia y afirmaran que no había nada de qué arrepentirse y que el equivocado era el propio Jeremías, empeñado en ver lo que nadie veía.

Incluso durante la primera etapa de su ministerio, cuando todo parecía indicar que se estaba viviendo un avivamiento espiritual en la nación, Jeremías no se dejó engañar por las apariencias, porque si bien era verdad que el rey Josías se había quebrantado ante Dios y había emprendido una serie de profundas reformas para dirigir a su pueblo en la buena dirección, lo cierto era que los corazones de la gente seguían siendo los mismos, consistiendo el cambio no en una conversión verdadera, sino en una adaptación externa al impulso que el rey promovía. Para un observador superficial lo que estaba pasando era magnífico, pero para un observador penetrante la condición moral y espiritual de la nación era alarmante.

El tiempo fue pasando, Jeremías continuaba predicando su mensaje de arrepentimiento y la actitud de todos hacia él se iba enconando más y más. El rey había muerto prematuramente, de modo que quien fue el motor de aquel movimiento hacia Dios ya no estaba en la escena y sus sucesores en el trono no daban la talla necesaria para ejercer una saludable influencia, por lo cual todo se precipitaba en la dirección de alejamiento de Dios a marchas forzadas, pues ya no había que fingir, como cuando vivía Josías, y ahora la maldad de cada cual se podía manifestar libremente.

Desde su soledad, el profeta seguía avisando de las fatales consecuencias nacionales que tendría la resistencia a su mensaje. Sin embargo, el pueblo lo consideraba un catastrofista sin remedio, siempre cargado de alarmismo, incapaz de ver nada bueno. Y es que Jeremías, el profeta del desastre, no era más que un desastre de profeta.

Pero en el escenario internacional había hecho acto de presencia una nueva potencia, que había acabado con la anterior, y este nuevo poder, de forma fulgurante, se iba expandiendo y conquistando territorios y países, pudiendo sentirse ya su amenazante aliento en las fronteras de la nación. Sí, las solemnes advertencias de Jeremías no eran imaginaciones obsesivas de una mente truculenta. Para todo el que quisiera ver, el peligro estaba a las puertas. Pero ni aún así hubo cambio interior alguno en nadie, hasta el punto de que la situación de Jeremías empeoró y se volvió dramática, siendo encarcelado. 

Finalmente, el desastre que anunciaba el profeta se produjo. Se supone que ante esta bofetada de realidad, el pueblo cambiaría. Pero no. Cuando los que habían quedado sin ser llevados a la deportación decidieron que sería mejor ir a Egipto y Jeremías les advirtió de que allí no encontrarían el alivio que buscaban, se revolvieron contra él, acusándolo de mentiroso.

Hay un tweet de Dios que dice lo siguiente: ‘Aunque majes al necio en un mortero entre granos de trigo majados con el pisón, no se apartará de él su necedad.’ (Proverbios 27:22). Uno de los utensilios más corrientes en las cocinas antiguas era el mortero, consistente en un recipiente cóncavo de madera, piedra o metal, en el cual se depositaba el producto que necesitaba ser machacado con la maza o pilón. Ya aparece hace 3.500 años en la escena del maná, donde el pueblo lo majaba en morteros y hacía de él tortas. Pues bien, la ilustración de este utensilio sirve para mostrar la verdad de que el necio ha alcanzado un estado tal de necedad, que ni siquiera la trituración a base de golpes la arrancará de él, dada la penetración total de la misma en su personalidad. Eso es lo que pasó con la generación de Jeremías, que fue una generación de necios, que no aprendieron ni a base de los peores golpes. Es lo mismo que ocurre hoy con nuestra generación, cuya necedad es incurable, porque aunque hay señales evidentes del desastre que se aproxima, ni siquiera así se humilla ante Dios, confesando su pecado.

 

 

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