Mal y autoridad: el ser y el querer
Cuando Agustín de Hipona (354-430) tuvo que dar una respuesta a la cuestión del origen del mal se vio ante este dilema: ¿Cómo separar lo que es bueno en la criatura y atribuirlo a Dios, que la ha creado, de lo malo que hay en ella y que no puede tener su origen en Dios? Él encontró una solución en la distinción entre naturaleza y voluntad.
14 DE ENERO DE 2010 · 23:00
Todas las naturalezas, al ser creación de Dios, son buenas en sí mismas, porque suponer lo contrario sería acusar a Dios de su maldad; pero hay naturalezas que se han pervertido, no por causa de su origen, sino por causa de su voluntad, al elegir deliberadamente lo malo. De manera que en el orden moral encontramos dos clases de criaturas: unas buenas por naturaleza y rectas por voluntad y otras buenas por naturaleza pero perversas por voluntad(1). De esta manera no se cae en el principio maniqueo de que unas criaturas tienen un origen y otras otro, salvándose así la unidad de origen en Dios de todas ellas, y al mismo tiempo se distingue entre lo malo que hay en la criatura, y que es achacable solo a ella, y lo bueno que hay en ella y que es obra de Dios. La distinción, pues, entre naturaleza y voluntad es la clave para clarificar tan complejo asunto.
Algo semejante ocurre con la autoridad y con los pasajes aparentemente contradictorios que encontramos en la Biblia.
Por un lado vemos que el concepto de autoridad procede de Dios, a quien la Biblia otorga títulos que no dejan lugar a dudas en cuanto a que él es la autoridad por antonomasia. Por ejemplo, los nombres de Rey, Señor o Juez, se repiten una y otra vez, dejándonos claro que la potestad, el dominio y la soberanía tienen su origen en Dios, quien no solamente ostenta dichos títulos, sino que también los ejerce. Luego la idea de autoridad es buena y necesaria.
Además, ha sido su deseo que, desde el principio, el ser humano ocupara un lugar de autoridad sobre la creación(2). Esta autoridad no es independiente o autónoma, sino que es delegada; en esta cualidad podemos ver uno de los atributos por los cuales está hecho a imagen y semejanza de Dios. Ese señorío es una de las glorias del hombre, por las que está encumbrado por encima del resto de la creación(3). Digan lo que digan los antropólogos seculares, definitivamente el ser humano no es una especie más entre otras y el atributo de autoridad lo demuestra.
Pero la autoridad que Dios delegó en el ser humano, no se limita solamente a la que ejerce sobre las criaturas que no son como él, la cual es una autoridad de tipo vertical, de arriba (criaturas superiores) hacia abajo (criaturas inferiores). En Génesis 9:6 Dios delega una autoridad que se ejercerá a nivel horizontal, por la cual seres humanos la van a desplegar sobre sus semejantes, hasta el punto de poder disponer de sus vidas.
Por lo tanto, la posición de autoridad confiere dignidad, al tratarse de un cargo de honor y elevación, por lo cual las instituciones judiciales, legislativas y gubernamentales confieren por sí mismas un sello de distinción, hacia aquellos que ocupan tales puestos. Por eso Pablo y Pedro, en sus cartas, nos mandan que nos sujetemos a ellos.
Sin embargo, las personas en autoridad y las instituciones mismas, a causa del pecado que hay en el corazón humano, se pueden degradar hasta tal extremo, que lo que en principio estaba diseñado para ser una expresión de cómo es Dios, se torna en todo lo contrario.
De manera que, potencialmente, en esas personas e instituciones hay cabida para todos los elementos de la caída: soberbia, vanidad, mentira, corrupción y maldad. Con lo cual esas personas e instituciones, en la medida en que se alejan de Dios, se convierten en instrumentos del mal y del diablo mismo. De ahí que sean descritas como bestias, en Daniel y Apocalipsis. Teniendo en cuenta que a medida que se aproxima el fin de todas las cosas y el aumento de la iniquidad se multiplica, ello significa que la deformación y distanciamiento del origen es cada vez mayor. Algo que no hay que perder de vista es que en Apocalipsis la degradación de la autoridad no se circunscribe a las autoridades civiles solamente; también las eclesiásticas son factibles de degradación, siendo representadas igualmente en forma monstruosa(4). Que el mundo entero está bajo el maligno(5), incluidas sus autoridades e instituciones, no es la expresión de un pesimista irredento, sino la evidencia que Juan constata.
Por lo tanto, la autoridad, que por naturaleza es algo bueno, por la perversión de la voluntad de los que la ejercen, se convierte en algo diabólico. Esa dualidad contrapuesta, de naturaleza y voluntad, es la que explica la doble actitud hacia las autoridades que vemos en la Biblia.
De honrarlas, someterse y orar por ellas, por un lado, pero también de resistirlas y denunciarlas, cuando maquinen malignos planes, por otro. Se trata de una delicada tensión en la que los cristianos de todas las épocas han estado inmersos. Y con nosotros, ahora, no podía ser de otro modo. Es más, estamos en un momento en el que el cristianismo, que había sido conceptuado durante siglos en muchas naciones como una herencia valiosa, está pasando a ser considerado un elemento incómodo y perturbador. De manera que, más y más, los cristianos occidentales nos veremos abocados, como nuestros hermanos de otras épocas y lugares, a expresar la doble actitud de la Biblia hacia las autoridades.
Pero miremos hacia delante, porque así como el propósito original de la autoridad se degradó, así el plan redentor de Dios también incluye recuperarlo en todo su esplendor; de ahí que el último escenario descrito en la Biblia sea uno en el que hay un Hombre sentado en un trono (símbolo de autoridad). En un entorno de vida y bendición, donde no hay cabida para la maldición ni la muerte, los siervos que le sirven son dichosos con la sola contemplación de su rostro y la pertenencia a él, gozando además de autoridad delegada, por la que reinarán por los siglos de los siglos(6).
1) Agustín de Hipona, La Ciudad de Dios XI, 33 (BAC) 2) Génesis 1:26,28 3) Salmo 8:5-6 4) Apocalipsis 13:11 5) 1 Juan 5:19 6) Apocalipsis 22:3-5
1) Agustín de Hipona, La Ciudad de Dios XI, 33 (BAC) 2) Génesis 1:26,28 3) Salmo 8:5-6 4) Apocalipsis 13:11 5) 1 Juan 5:19 6) Apocalipsis 22:3-5
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