Semana Santa y la cruz

La cruz recorre en estos días las calles de muchos pueblos y ciudades en toda España, siendo seguramente el objeto más emblemático y que resume en sí mismo el significado de la Semana Santa. Lástima que muchos no se hayan enterado todavía de su significación. A su sombra han nacido los movimientos más inspiradores, pero también los más perturbadores; de ella han hecho bandera ideologías cuyo mensaje chocaba de frente con la misma, como el Ku Klux Klan, convirtiéndola en un símbolo de lo tenebros

13 DE ABRIL DE 2006 · 22:00

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Las hay de todos los diseños imaginables, hasta el punto de que parece mentira que se hayan podido hacer tantas variantes de un objeto cuya sencillez no puede ser mayor, al consistir de dos simples líneas entrecruzadas perpendicularmente. De la consideración de esa enorme variedad de diseños podemos aprender mucho sobre la Historia.
  • Algunas cruces son de origen pagano, como la gamada, cuyos principios se remontan a la antigüedad y su diseminación es universal. Si bien los nazis la adoptaron como representación de su ideología, en ninguna manera fueron ellos los inventores de la misma; al contrario, la encontramos entre los antiguos escandinavos y vikingos, entre los hindúes (la palabra ‘esvástica’ es sánscrita y significa ‘que conduce al bienestar’) y budistas, entre los mayas y navajos e incluso entre los cristianos bizantinos. Por cierto, se le denomina ‘gamada’ por el hecho de estar formada por cuatro trazos similares a la letra mayúscula griega gamma [ Γ ] unidos por la misma base.
  • Otras son de origen militar, como las de Santiago, Calatrava y Malta, todas ellas procedentes de la época de las órdenes militares y cuyas raíces se remontarían a las Cruzadas, donde el apelativo ‘cruzado’ designaba a la persona comprometida con la reconquista y salvaguarda de los Santos Lugares y cuyo signo externo sería una cruz roja, formada por dos bandas de tela, que se cosían sobre el hombro derecho; de ahí el nombre de cruce signatus o cruzado.
  • Algunas tienen un origen legendario, más producto de la superstición que de la realidad, en una época en que aquélla era el alimento cotidiano de la mayoría, como la de Caravaca, donde dicen que en 1231 dos ángeles se aparecieron portando la Vera Cruz, es decir, la misma en la que Cristo fue clavado.
  • Otras denotan las diferencias culturales y confesionales dentro de la cristiandad, al existir la cruz latina (de brazos desiguales), la griega (de brazos iguales) y la rusa (con dos travesaños superiores y uno oblicuo inferior).
  • En fin, existe la cruz aguzada y la lanceolada, la horquillada y la pometeada, la trebolada y la resarcelada, la encuadrada y la potenzada, la recruzada y la florenzada, la rasgada y la radiada...
  • Y hasta algunos han optado por afirmar que la cruz no fue tal sino un simple poste o madero vertical al que Jesús fue clavado, haciendo de esta cuestión todo un shibolet teológico.
Sin embargo, en medio de esta enorme profusión y variedad de cruces es fácil perder de vista lo fundamental, y lo fundamental es que hay una cruz que destaca sobre todas las demás. Una cruz que marca un antes y un después, una cruz trascendental porque establece la diferencia entre ser hijo del infierno o ser hijo del cielo. Una cruz que traza la raya de separación entre una humanidad vieja y maldita y otra nueva y bendita. Lo que importa de esa cruz no es su diseño sino su historicidad y junto a eso su significado, tal como nos muestra el pasaje bíblico de más abajo. Una cruz donde se efectuó la reparación de todo lo que el pecado destruyó, hecha una vez y para siempre y que consiste de:
  1. Un autor. Que no es otro que Dios mismo. Así que el autor de esta cruz no es el hombre, ni el Imperio Romano, ni los antiguos vikingos o hindúes. Su antigüedad se remonta mucho más allá, hasta las edades en las que el tiempo aún no había comenzado a ser, cuando Dios la planificó como medio de fraguar la salvación del pecador. Por lo tanto estamos ante algo tan sólido y estable como Dios es. Además, si Dios es su autor quiere decir que estamos ante un acto de bondad que excede la estricta justicia retributiva que le corresponde al pecador. Pero no solamente excede sino que en realidad invierte lo que le corresponde: no recibe lo que debería (la condenación eterna) y recibe lo que no debería (la salvación eterna). Eso es gracia.
  2. Un ejecutor. Que es Cristo Jesús, lo que lo convierte en alguien único y sin parangón posible al ser el medio mediante el cual Dios efectúa su plan. Eso significa que Jesús no es el fundador de otra religión, ni uno de los maestros iluminados que de en cuando vienen a esta tierra ni el protagonista de la era Piscis. Todo eso no son más que elucubraciones de hombres. Jesús es la piedra angular del plan maestro de Dios para rescatarnos de nuestra perdición.
  3. Una obra. Que consiste en la propiciación de Dios, es decir, en la satisfacción de las justas demandas por el pecado. Si el pecado provoca la ira santa de Dios, la propiciación significa que esa ira ha quedado apaciguada hacia nosotros porque ha sido descargada sobre Jesús. Al igual que un pararrayos atrae sobre sí la destructiva descarga eléctrica con el fin de librar de la misma a lo que está en su entorno, así Jesús llevó nuestro pecado y maldición sufriendo sobre sí las consecuencias de ello para librarnos a nosotros de las mismas.
  4. Una condición. Que consiste en la fe en su sangre, esto es, en la confianza en su muerte como medio de obtener el perdón. Así pues, se requiere de nosotros una respuesta activa. En otras palabras, la salvación no se nos aplica automáticamente, independientemente de nuestra reacción ante lo que Jesús ha hecho en la cruz sino en virtud de nuestra confianza en él.
  5. Un resultado. Que es la justificación, es decir, el acto judicial por el cual Dios, el juez supremo, nos declara justos ante él mismo. La justificación es mucho más que perdón, porque esto último consiste de la remoción de la culpa del pecado mientras que la justificación consiste en el otorgamiento de justicia. Por lo tanto aquí tenemos la gran paradoja del evangelio: que el pecador, desprovisto de justicia propia, es investido de una justicia ajena. ¿Qué justicia? La más excelsa y perfecta que pueda haber: la de Jesucristo. Y todo ello realizado con todas las garantías legales de manera que nadie puede levantar un dedo de acusación para impugnar el proceso de justificación, porque ha sido efectuado de acuerdo a las más estrictas normas del derecho.
¡Bendita y gloriosa cruz donde algo tan sublime se fraguó! Una cruz que, como cualquier cruz, era sinónimo de vergüenza e ignominia, pero que en la sabiduría de Dios se trocó en medio de bienaventuranza y salvación. ¡Gloria a Dios!
‘…siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre…’
(Romanos 3:24-25)

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