Padecimientos y muerte de Cristo

Su sufrimiento y su muerte fueron vicarios. Hay que insistir en esto, para no quedamos con la imagen de un Cristo hombre que muere por sus semejantes en un acto de heroico martirio

21 DE DICIEMBRE DE 2016 · 11:00

Easter Week No. 2 / Steve Evans (flickr - CC BY-NC 2.0),
Easter Week No. 2 / Steve Evans (flickr - CC BY-NC 2.0)

El texto del Credo Apostólico  nos habla a continuación de los padecimientos y muerte de Cristo. Tras habernos dicho que Jesús nació de santa María virgen, prosigue el Credo con la siguiente frase: "Padeció bajo el poder de Poncio Pilato; fue crucificado, muerto y sepultado".

No me gusta hablar de Cristo como "el mártir del Calvario". Hay toda una teología que insiste en este aspecto de los padecimientos de Cristo. Más que un mártir, Cristo fue un sustituto. La frase del Credo que estoy comentando detalla los sufrimientos del Maestro por orden cronológico: Padeció, fue crucificado, murió y lo sepultaron.

Tanto sus sufrimientos como su muerte fueron vicarios. Hay que insistir en esto, de lo contrario nos quedamos con la imagen de un Cristo hombre que muere por sus semejantes en un acto de heroico martirio. Y no, Cristo murió para salvar al hombre de la condenación, para liberarlo del pecado. Isaías lo anticipa  con absoluta  claridad: "Ciertamente  llevó  él  nuestras  enfermedades, y sufrió nuestros dolores; y nosotros le tuvimos por  azotado,  por  herido  de Dios y abatido. Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados. Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino;  mas Jehová  cargó  en él el pecado de todos  nosotros"  (Isaías 53:4-6).

Y Pablo lo proclama en un sublime pasaje de la epístola a los romanos: "Porque Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos. Ciertamente, apenas morirá alguno por un justo; con todo, pudiera ser que alguno osara morir por el bueno. Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros" (Romanos 5:6-8).

Estudios modernos, obras de teatro y guiones de películas basadas en un sentimentalismo pueril más que en el histórico rigor bíblico, tratan de presentarnos a un Cristo que sufre y muere porque no puede oponerse a la fuerza de sus enemigos. No es esto, sin embargo, lo que afirma la Biblia.

La muerte de Cristo era absolutamente necesaria para el cumplimiento del plan divino. Él lo sabía. Su muerte significaba la vida de todo el género humano. Si el grano de trigo ha de llevar fruto tiene que morir primero. Y murió. El poeta Gerardo Diego canta los padecimientos y la muerte de Cristo con estos versos:

A tan bárbara congoja
y pesadumbre declinas
y tus rodillas divinas
se hincan en la tierra roja. 

Y no hay nadie que te acoja. 

En vano un auxilio imploras.

Vibra en ráfagas sonoras
el látigo  del blasfemo.

Y en un esfuerzo supremo
lentamente te incorporas. 

Como el Cordero que viera
Juan, el dulce evangelista,
así está ante mi vista
tendido con tu bandera.

Tu mansedumbre a una fiera
venciera y humillaría.

Ya el Cordero se ofrecía
por el mundo y sus pecados.
Con mis pies atropellados
como a un estorbo le hería.

Isaías, ya citado, es el profeta que con más hondura penetra la realidad de los padecimientos y de la muerte de Cristo. Dice que "él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él; y por su llaga fuimos nosotros curados". El llevó nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores.

Ciertamente, amigo. ¿Puedes leer esto con indiferencia? ¿Puedes seguir sintiéndote contento sin Cristo? El murió por ti. En cada lugar donde se encuentra el pronombre "nuestro" o "nosotros", puedes poner tu propio nombre. Estas buenas nuevas de Cristo son para ti, puesto que son personales. Tienen que ser personales, o de lo contrario bien poco valen.

En la novela de Dickens "Historia de dos ciudades", Sidney Carton ocupa el lugar de su amigo y muere por él. Tales ejemplos legendarios o históricos consiguen enternecer los sentimientos humanos; pero debería  hacerlo con  mucha  más fuerza  la  historia  de  la  muerte del Salvador, que en el Calvario se entregó  por todos. Nosotros, como Barrabás, podemos decir que Cristo murió en nuestro lugar, que padeció lo que correspondía padecer a cada uno de nosotros.

Juan el Bautista dijo de Jesús que era el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo (Juan 1:29). Pablo añadió: "Nuestra pascua, que es Cristo, fue sacrificada por nosotros" (1ª Corintios 5:7). Y Pedro dice también: "Habéis sido rescatados de vuestra vana conversación, la cual recibisteis de vuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un Cordero sin mancha y sin contaminación" (1ª Pedro 1:18-19).

Siempre que pensamos en un cordero, pensamos en un animal dócil, inofensivo y sumiso. Nuestro Señor se sometió con toda mansedumbre a ser el sacrificio propicio para la remisión de nuestros pecados, porque la Biblia dice que sin derramamiento  de sangre no se hace remisión (Hechos 9:22). No podemos quitar del Cristianismo la sangre de Cristo. Al contrario, éste debiera ser el tema central y esencial de todo predicador cristiano. Sin la sangre de Cristo, derramada por nuestros pecados, no tendríamos salvación. En el Antiguo Testamento el cordero pascual tenía que ser puro y sin tacha. Nuestro Salvador fue el Cordero inmolado, sin mancha y sin contaminación.

No existe experiencia humana capaz de ilustrar a satisfacción el sacrificio que Dios llevó a cabo por amor, entregando a Su Hijo a la muerte. Con todo quiero contar una historia verídica que nos ayudará a comprender este hecho. Viajando en ferrocarril hemos visto muchas veces esas casetas guarda-líneas, instaladas generalmente en el cruce de dos vías. En cierta ocasión, uno de estos guardas esperaba vigilando la llegada de un tren que se acercaba orillando el río junto al cual estaban instalados los raíles. El tren se acercaba rápido. Al guarda se le heló la sangre en las venas. Exactamente en medio de la vía, su pequeño hijo, ajeno al peligro, jugaba con piedras del río. Sólo era cuestión de segundos. Tenía que elegir entre la vida de su hijo o la de aquellos pasajeros que viajaban confiados, ajenos a la catástrofe que se acercaba. Cogió la palanca con la intención de hacer descarrilar el tren y echarlo al río. Pero no pudo accionarla. No podía salvar una vida al precio de tantas. Accionó la palanca y el tren pasó raudo, destrozando el cuerpo del niño que no pudo apartarse a tiempo. El tren paró. Cuando los viajeros descendieron vieron al padre recogiendo el cuerpo despedazado del niño. Era su único hijo, su amado. Lo había sacrificado por salvar a todos ellos.

Esto nos ayuda a comprender el gran sacrificio de Dios. Si quieres entenderlo bien, mira a la cruz. Si deseas tener la medida exacta del amor de Dios, mira a la cruz. La cruz es el poder de Dios. La salvación viene de ella. Cristo venció al sepulcro y destruyó a la muerte. Como lo dice San Pablo: "¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria? Ya que el aguijón de la muerte es el pecado, y el poder del pecado la ley. Mas gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo" (1ª Corintios 15:55-57). Volviendo las páginas de la Historia unos dos mil años, podemos ver a Jesús suspendido entre el cielo oscurecido y la tierra cruel. ¿No se conmueve tu alma, no sangra tu corazón al saber que Él sufrió tanto y murió por ti? La cruz es el poder de Dios para los que se salvan; es la fuerza que mueve nuestra vida; es el tema central del Evangelio; es el medio de Dios para tu  salvación.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Enfoque - Padecimientos y muerte de Cristo