Si el león ruge, ¿quién no temerá?

Si nuestra aportación como Iglesia a la resolución de la pandemia es como la de los no creyentes, estamos fallando en nuestra percepción de la realidad.

26 DE JULIO DE 2020 · 10:40

Foto: <a target="_blank" href="https://unsplash.com/@mikabr">Mika Brandt</a>. Unsplash, CC0.,
Foto: Mika Brandt. Unsplash, CC0.

En lo que generalmente fallamos las iglesias evangélicas con respecto al tema del coronavirus y de otras catástrofes y pandemias que aquejan hoy en día a nuestro mundo es en no tener una teología integrada o el valor necesario para proclamarla.

En vez de herederos de la Reforma, con su énfasis en la consideración de toda la Escritura a la hora de establecer cualquier doctrina o práctica para el pueblo de Dios,  parecemos más bien herederos de Kant, con su separación entre lo “noumenal” y lo “fenomenal”: entre lo que no podemos conocer con la mente natural, y en lo que al parecer no debemos entrometernos, y aquello otro que sí sabemos y a lo que, según se dice, debemos aplicarnos.

La postura de Kant es la que dio origen a la teología moderna que nosotros llamamos “liberal”. Pero la Biblia no sigue esa línea en cuanto a los creyentes; para quienes “la sabiduría de Dios en misterio, la sabiduría oculta la cual Dios predestinó antes de los siglos para nuestra gloria”1 forma parte del conocimiento que Dios nos ha reservado en Cristo y nos es impartido por el Espíritu Santo2.

Esta sabiduría integra todas las cosas y nos revela todo el consejo de Dios, haciendo que tengamos “la mente de Cristo”3. Que la Iglesia del Señor se quede meramente en lo “fenomenal” y no entre a conocer y proclamar aquello que no se percibe con la mente natural pero que el Espíritu nos revela mediante las Escrituras, es una dejación de nuestro privilegio como hijos y siervos de Dios, y de nuestra responsabilidad para con este mundo, que tiene necesidad de oír palabras sabias que lo guíen al arrepentimiento y a la fe en Cristo, si no quiere pasar la eternidad sin Dios y sufrir las penas del infierno.

Cuando se trata de analizar situaciones como las que el mundo está atravesando con el COVID-19, sobre todo aquellas que pueden considerarse juicios de Dios destinados a traer arrepentimiento y salvación a la gente, la Iglesia tendrá que explicar por qué no ha dado la voz de alarma.

Vista la impiedad, la maldad, la injusticia y la inmoralidad que existen y están en auge hoy en día en nuestra sociedad y en el mundo, privar a las personas, las naciones o sus gobernantes4 del consejo de Dios es acarrear sobre nosotros juicio por ser malos atalayas5.

Sin embargo, nos contentamos generalmente con actuar en el campo de lo “fenomenal”, con medios materiales, sociales o políticos, y llamamos a eso “labor profética” de la Iglesia, obviando la esencia de nuestro llamamiento a ser los voceros de Dios.

Algunos llaman “labor profética” de la Iglesia a promover la paz mundial, la justicia social, la labor entre los pobres y desfavorecidos, y cosas semejantes a estas.

Pero sin querer eludir nuestra responsabilidad social ni nuestra actuación como ciudadanos en una sociedad democrática, ya que el hacer bien a todos, amar a nuestro prójimo o buscar la paz de nuestra patria terrenal6 es un mandamiento de Jesús para los suyos, no se nos dice que el cambio de las estructuras sociales o de las políticas injustas sean la tarea primordial de la Iglesia, sino más bien el resultado del cambio que se produce en el individuo cuando este recibe con fe la predicación del reino de Dios.

En ninguna parte de la Escritura se nos indica que nuestra responsabilidad sea cambiar el mundo, sino más bien contribuir a su redención mediante la proclamación del evangelio y nuestro testimonio de vida, “aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo, quien se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras”7.

En cuanto a la labor profética del pueblo de Dios, a nadie se le escapa que aparte de pregonar la primera venida de Jesús el Mesías en el Antiguo Testamento8 y la segunda venida en el Nuevo9, y de anunciar por el Espíritu y las Escrituras otros acontecimientos futuros10, también incorpora el llamamiento al mundo para que se arrepienta y ponga su fe en aquel a quien Dios ha designado como juez de vivos y muertos: Jesucristo11.

Si nuestra aportación como Iglesia a la resolución de la pandemia del coronavirus es simplemente del mismo tipo que la de los no creyentes, con sus mismos medios y pensando que el enemigo que tenemos delante es solo un virus diminuto contra el que debemos luchar uniendo fuerzas con el resto de la humanidad, estamos fallando en nuestra percepción de la realidad y en nuestra labor profética.

¡Ah, si la gente supiera quién y qué imponente es nuestro verdadero enemigo! Entonces buscaríamos de inmediato hacer las paces con Él. Unas paces que Él está deseando hacer y que están a nuestro alcance por el sacrificio de su Hijo Jesucristo a nuestro favor hace más de dos mil años en la cruz del Calvario.

Se trata nada más y nada menos que de “Jehová de los ejércitos”, el Creador y sustentador de todo cuanto existe en el cielo y en la tierra:

“Fuerte, misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en misericordia y verdad; que guarda misericordia a millares, que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado, y que de ningún modo tendrá por inocente al malvado; que visita la iniquidad de los padres sobre los hijos y sobre los hijos de los hijos, hasta la tercera y cuarta generación” (Éxodo 34:6-7).

Es ese Dios quien está detrás de la plaga del coronavirus, como también el que aún soporta con paciencia la rebelión generalizada de la humanidad contra Él en nuestros días12.

Porque Dios está llevando a cumplimiento su plan eterno en Jesucristo concebido desde antes de la fundación del mundo13. Los hombres no sabemos cuál es “el camino del viento” (o del “espíritu”, que es la misma palabra), ni cómo Dios lleva a cabo su obra, pero somos invitados a hacer las paces con Él por medio de Jesucristo.

Además de encarnar la enseñanza del evangelio en nuestras vidas y nuestras relaciones, tenemos que alzar la voz a las naciones y anunciar lo que son los juicios de Dios y cuál será el resultado final para una sociedad, una civilización, o un mundo que ha creído una vez más al enemigo del Creador14 y desoído la voz de este que solo quiere nuestro bien.

Esta generación no es consciente de los juicios de Dios15, y el pueblo que le conoce debe dar la voz de alarma. Como el profeta Amós proclamó en un tiempo de juicio como este: “Si el león ruge, ¿quién no temerá? Si habla Jehová el Señor, ¿quién no profetizará?” (Amós 3:8).

1 1 Corintios 2:7

2 1 Corintios 2:6-16

3 1 Corintios 2:16

4 Salmo 2

5 Ezequiel 3:18-21

6 Jeremías 29:7

7 Tito 2:11-14

8 1 Pedro 1:10-12

9 Apocalipsis 1:7

10 Juan 16:13-15

11 Hechos 17:31

12 Salmo 2

13 Efesios 1:9-10; Colosenses 1:20

14 Génesis 3

15 Isaías 26:11a

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