El descuido cotidiano de un predicador

Argentina · 08 DE MAYO DE 2024 · 19:26

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Hace apenas unas semanas una noticia conmocionó al mundo occidental y principalmente a los países europeos. Se anunciaba la caída del avión Airbus A320 de la empresa alemana Germanwings. El hecho despertó aún mayor contristación al descubrirse no sólo las nacionalidades sino también las escasas edades de muchos de los 150 fallecidos en el siniestro.

Sin embargo, no ha sido nada de lo anterior lo que más dolor y estupefacción ha generado en el público, sino el dato que reveló el análisis de una de las cajas negras de la nave: no habría sido un accidente, sino un hecho intencional por parte del copiloto. El joven alemán de 28 años, Andrea Lubitz, habría tomado la decisión deliberada de dirigir la aeronave con una centena y media de seres humanos en picada contra los Alpes franceses.

No es la intención de este escrito el detenernos a evaluar y juzgar las acciones de este hombre que ya no se encuentra entre nosotros. Hacerlo, como se ha hecho en muchos medios y redes sociales, carece de sentido a la luz de lo que nos dice el Espíritu Santo a través del libro de Ecl 9:5: “Porque los que viven saben que han de morir, pero los muertos no saben nada, ni tienen ya ninguna recompensa, porque su recuerdo está olvidado” (NBH). Sin duda pasará un considerable tiempo hasta que los damnificados más cercanos se olviden de Lubitz, pero finalmente se olvidará.

Su accionar  impactó mi alma profundamente, y fue lo que constituyó el detonante de este artículo. Lo primero que pensé fue: “¿Por qué lo hizo?”. Y como respuesta obtuve la voz clara de mi Creador, el dueño de la vida, que dijo: “Porque no conoció al Mesías”. Así de simple. Sin juicios de valor ni demás, me di cuenta que ese joven piloto alemán fue una víctima más del sistema de tinieblas que nos rodea. Con esto no defiendo su accionar, ya que por eso será juzgado por el Señor en el juicio final y, más aún, se le reclamará no sólo su trágico desenlace sino el haber vivido toda su vida sin que se le revelara cuál era su propósito eterno debido a no haber amado al verdadero Dios (Ro 8:28).

Inmediatamente se me vino a la mente un pasaje bíblico que había leído la noche anterior,  2 Co 4:3 “Pero si nuestro evangelio está encubierto, lo está para los que se pierden.” Una dolorosa bofetada a nuestra comodidad.

Y ahora añado el versículo  siguiente: “El dios de este mundo ha cegado la mente de estos incrédulos, para que no vean la luz del glorioso evangelio de Cristo, el cual es la imagen de Dios.”. Esto mismo me recordó a lo que nuestro Maestro nos indica en el evangelio de Lc 8:16: “Nadie enciende una lámpara y la cubre con una vasija, o la pone debajo de una cama, sino que la pone sobre un candelero para que los que entren vean la luz.

Y ahora, en base a esto, pienso: ¿Cuántas personas conocedoras de Cristo, selladas por medio de la fe y confirmadas por el Espíritu Santo, pasaron por la vida de Andrea Lubitz? ¿Le habrán predicado?

Espero que si alguna vez alguien tuvo oportunidad de hacerlo, lo haya hecho, para no cargar en su conciencia esta omisión, la cual le será reclamada por el Eterno a su debido tiempo.

¿A qué voy con esto? A diario nos cruzamos con personas en nuestros trabajos, en los medios de transporte que usamos para llegar a él, o a la escuela. Sin ir más lejos, en nuestras vidas hay amigos y familiares que, incluso viviendo bajo el mismo techo que nosotros, no han conocido (desde el verbo hebreo ‘yadá’, es decir “allegarse íntimamente” y no racionalmente) el evangelio de salvación.

Quizás pienses: “No, si le predico a determinada persona me rechazará; no, alguien más lo hará”. Pero al hacer eso por vergüenza o comodidad no nos damos cuenta de las generaciones que podemos salvar. Si Lubitz se hubiera convertido, no sólo se hubiera salvado su vida, sino la de 149 personas más, sin contar todas aquellas vidas que él hubiera evangelizado en el resto de los días que le quedaban por delante.

Amados, el Señor no nos da una sugerencia cuando en Mt 28:19 nos dice: “Por lo tanto, vayan y hagan discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Enseñen a los nuevos discípulos a obedecer todos los mandatos que les he dado. Y tengan por seguro esto: que estoy con ustedes siempre, hasta el fin de los tiempos» (NTV). Es una orden, no un consejo que debamos seguir conforme a nuestro humor diario. Y al cumplirla no lo haremos solos sino que, como dice el versículo, Él prometió estar con nosotros hasta el fin.

¿Por qué solemos descuidarnos? Simplemente porque este sistema de tinieblas, es decir, la Babilonia que nos rodea, nos ha hecho vivir el día a día apurados, persiguiendo lo material, preocupados por la economía, la devaluación, el congelamiento de salarios o simplemente en la vanagloria de un ascenso laboral, en el placer de los amigos, hijos y demás cosas que distraen nuestra mente. Por estar enajenados en el materialismo – culto a Mammon-  (que incluye relaciones, afectos y placeres) no reconocemos la voluntad del Señor a diario y creemos ser personas “moralmente buenas”, pero que no pensamos como el Eterno quiere.

Eso mismo le pasó al apóstol Pedro según relata Mc 8:33: “Mas Él volviéndose y mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro y le dijo: ¡Quítate de delante de mí, Satanás!, porque no tienes en mente las cosas de Dios, sino las de los hombres”.

Debemos entender que vivimos en los últimos tiempos y “el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por causa de mí y del evangelio, la salvará”, afirma el Señor. Entonces, en lugar de preocuparnos por lo material o de nuestros pseudoproblemas interiores, encarguémonos de los negocios del Padre, predicando no a un Jesús de salvación solamente sino, como dice 2 Cor. 4:5 “No nos predicamos a nosotros mismos sino a Jesucristo como Señor; nosotros no somos más que servidores de ustedes por causa de Jesús”.

Es decir, entendamos y hagamos entender que la verdadera vida no viene de creer en Dios únicamente, sino de creerle y vivir bajo su señorío. Hagámonos siervos de nuestro Mesías y, en consecuencia, de nuestro prójimo y “todas las cosas os serán añadidas”.

Salvaremos muchas vidas, y la nuestra también.

Los bendigo.

 

Franco D'Amelio - Periodista y docente - Mendoza, Argentina.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - FRANCO D'AMELIO - El descuido cotidiano de un predicador