Las raíces judías de nuestra fe

La historia del Antiguo Testamento es nuestra historia, la historia del pueblo de Dios de todos los tiempos.

04 DE SEPTIEMBRE DE 2019 · 08:32

Foto: Robert Alvarado, Pixabay ,
Foto: Robert Alvarado, Pixabay

Hoy vamos a empezar una nueva serie y no va a ser nada menos que indagar en nuestras raíces. Mejor dicho: las raíces de nuestra fe. Y no debería ser una gran sorpresa darnos cuenta de que estas raíces son judías.

Para muchos cristianos, hablar de las raíces judías de la fe cristiana parece tan extraño como la afirmación de que el cristianismo haya venido de otro planeta. Siglos de antisemitismo explícito e implícito nos dificultan ver esta relación con cierta objetividad. Y por si esto fuera poco, por regla general un cristiano tiene sus problemas con el Antiguo Testamento. Y no estoy hablando solamente de creyentes de a pie, sino de teólogos con años de estudio, pero más influenciados por las enseñanzas de la filosofía griega o el racionalismo que con algún conocimiento sólido de la lengua, cultura y el pensamiento hebreo.

El simple hecho queda: todos los autores del Nuevo Testamento, con la probable excepción de Lucas, eran judíos. Y por supuesto, todos los autores del Antiguo Testamento lo eran. La fe cristiana adora a un Mesías judío cuyos discípulos eran judíos y cuyos primeros pasos -durante unos 15 años- se hicieron en un entorno netamente judío. Jesús y sus discípulos hablaban arameo y griego, pero indudablemente entendían y escribían perfectamente el hebreo del Antiguo Testamento. Ellos acostumbraban reunirse en sinagogas judías y Jesucristo enseñaba a sus discípulos con principios y técnicas propias de otros rabíes de su época. Jesús de Nazaret era un judío de la línea de David, por parte de su padre legal, José,  y por parte de su madre y Pablo era estudiante de uno de los rabinos más famosos de su época, Gamaliel.

Entonces, ¿por qué es tan importante explorar y entender las raíces judías de la fe cristiana? La respuesta es: ignorar o no valorar esta herencia simplemente no puede hacer otra cosa que causar una distorsión en nuestra forma de ver y entender nuestra propia fe. Sin los judíos y sin su herencia no habría cristianismo. Era el Hijo de Dios que dijo a la samaritana: la salvación viene de los judíos. Y por lógica, tenemos que entender nuestras raíces judías para entender la Biblia correctamente. Si no lo hacemos, vamos a malentender muchas cosas que son esenciales para nuestra fe.

Si hoy preguntamos a un evangélico en España por qué se llama “cristiano evangélico”, nos va (espero) a indicar que se siente heredero de la reforma de Lutero y de Calvino y de muchos otros que hace 500 años quitaron el polvo de una iglesia petrificada y corrupta.

¿Son estas nuestras raíces? Va a ser que no, porque Lutero y Calvino y muchos otros simplemente quitaron el polvo de algo que ya existió antes: el “evangelio”, las buenas nuevas de la llegada del Salvador, llamado el Mesías. Y ¿de dónde viene esto? Pues, nuestro evangélico de a pie indudablemente –aun y cuando no haya cursado muchos cursos de historia- va a decir: esto viene de Jesucristo y de los apóstoles. O sea: de las mismas páginas del Nuevo Testamento. Bien hasta aquí. Y ¿esto es todo?

Claro que no. Porque lo que nosotros llamamos el “Nuevo” Testamento, es simplemente una continuación del “Antiguo” Testamento. Y este Antiguo Testamento (AT) forma tan parte de nuestra fe como el nuevo. Y allí está la madre del cordero. Porque esto es lo que a muchos creyentes les cuesta mucho: reconocer y sobre todo ver que el Antiguo Testamento forma parte de nuestra propia historia.

Entonces, ¿realmente, que es el Antiguo Testamento?

Quiero dar una respuesta escueta de antemano: el Antiguo Testamento no es en primer lugar la historia de los judíos –aunque también, por supuesto. Es la historia del pueblo de Dios, y por lo tanto de todos aquellos que somos creyentes en el Mesías que proclama. Porque aunque cuenta la historia del pueblo judío, empieza antes de que hubiera judíos.

El pasaje clave para entenderlo se encuentra en Génesis 15. Es una historia tan fundamentalmente importante para todo lo que sigue, que a veces parece asombroso que muchas personas no captan su mensaje. Se trata -en resumidas cuentas- de que Dios hace un pacto con Abraham. Por la forma, es un pacto que se ajusta perfectamente a las costumbres del segundo milenio antes de Cristo en la zona de Mesopotamia. Dos contrayentes pasan por en medio de animales de sacrificio partidos en dos. La idea es, para que se me entienda: ¡que te parta un rayo si no cumples las estipulaciones de este pacto!

Abraham prepara todo cuidadosamente. Y está a la espera de nada menos que de… Dios. Pero Dios aún no aparece. De momento, Abraham tiene un sueño que le enseña la suerte de este pueblo de Dios que se está formando. 600 años como en una película. Y cuando Dios viene -en forma de llama de fuego- y pasa por en medio de los animales de sacrificio, Abraham duerme como un tronco. Y el sagrado texto pone de forma escueta: “En aquel día hizo Yahwé un pacto con Abraham…” Este pacto no solamente incluye la tierra que se menciona a continuación, sino también las demás promesas: de una multitud que nadie puede contar. Dios promete nada menos que la formación de un inmenso pueblo de Dios.

Y el hecho de que Abraham se quedase inmóvil durmiendo, explica la naturaleza de este pacto: es un pacto unilateral. En otras palabras: Dios hace un pacto con Abraham, pero Abraham no hace un pacto con Dios. Su cumplimento depende de la fidelidad de Dios, no de la fidelidad de Abraham ni de sus descendientes. 

Ese pacto abrahamico es anterior al pacto de la circuncisión del capítulo 17. Y es precisamente el argumento de Pablo en la carta a los Gálatas en contra de los falsos profetas judaizantes: es el pacto de Abraham que perdura en los siglos que vienen, no el de la circuncisión. 

Es decir: de allí a formar un pueblo, el pueblo de Israel, el cual siempre estaba abierto también para otras personas de otros pueblos, tenemos la historia del Antiguo Testamento. El resto es simplemente aprender como Dios forma un pueblo que iba dar al mundo al Mesías. Y es evidente -debería serlo- que la Gran Comisión de Mateo 28 se basa en el pacto abrahamico. Y de allí a ver el cumplimiento de las promesas de Génesis 15, tenemos la historia del Nuevo Testamento -que nos relata los inicios- y la historia de la Iglesia hasta el día de hoy. Finalmente todo se verá cumplido en Apocalipsis 7:9: “Después de esto  miré, y he aquí una gran multitud, la cual nadie podía contar, de todas naciones y tribus y pueblos y lenguas que estaban delante del trono y en la presencia del Cordero…” Indudablemente: esto es el cumplimiento de pacto de Génesis 15. Y así Pablo lo explica en Gálatas: “Y si vosotros sois de Cristo, ciertamente linaje de Abraham sois, y herederos según la promesa.”

Está más claro que el agua. La historia del Antiguo Testamento es nuestra historia, la historia del pueblo de Dios de todos los tiempos, no solamente la historia de los judíos. Y una vez que entendamos esto, hacemos bien en hacer todo lo posible para entender la historia de nuestro libro y de nuestro Dios. La salvación viene de los judíos, pero no se limita a ellos. Conocer esta historia es fundamental para cada creyente.

De esto vamos a hablar en las próximas semanas. De las raíces judías de nuestra fe. Y este tema es tan importante que Pablo le dedica tres capítulos enteros en su carta a los Romanos.

Lo examinaremos la semana que viene.

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