Corazón: de los Apeninos al resto del mundo. Recordando a Edmundo de Amicis

En España, las escuelas acogen un abanico de nacionalidades, luchando por ser un modelo de convivencia fraterna.

26 DE MAYO DE 2018 · 20:55

Portadas del libro Corazón, de Edmundo de Amicis. / Jacqueline Alencar,
Portadas del libro Corazón, de Edmundo de Amicis. / Jacqueline Alencar

En estos días en los que he estado en Italia, acompañando a mi esposo, profesor y poeta, en un encuentro literario realizado en la ciudad de Mantua, en la región de Lombardía, recordé a un escritor, poeta y periodista llamado Edmundo de Amicis (Oneglia 1846 – Bordighera 1908), quien escribió varias novelas, libros de viaje (uno de ellos titulado España), poesía, estudios militares y literarios, pero, sobre todo, su fama se debe a un libro que ha impactado y emocionado a varias generaciones: CORAZÓN, publicado en 1866. Se dice que “su obra es de carácter instructivo, pedagógico y popular, y con tintes de una bondadosa emotividad”. Ha sido traducido a muchas lenguas y alcanzado más de cuarenta ediciones.

Había leído Corazón en mi adolescencia, el día que se lo regalaron a una prima por su cumpleaños, allá en Bolivia, de esas que vas incorporando a tu vida gracias a los afectos. Quedé fascinada con ese niño de diez años llamado Enrique, que empieza el quinto curso de primaria escribiendo en un diario todos los pormenores del curso escolar, incluyendo las cartas que le escriben su padre, su madre y su hermana, o los cuentos mensuales que se leen en clase durante todo el curso, los cuales conmueven al lector al punto de no poder contener las lágrimas. Así me sucedió en aquellos maravillosos años.

Este librito me ha impactado tanto que, cuando mi hijo cumplió ocho años, se lo regalé un día cualquiera, para que conociera la historia del niño protagonista. Costó encontrar la obra, puesto que, según me dijeron, se leía antiguamente, pero que hoy en día ya no se recomendaba su lectura.

De Amicis sitúa su relato en un momento posterior a la unificación de Italia, y diría que su narración nos hace adentrarnos en las costumbres y características de la sociedad de su época, con cierta crítica a mi parecer, y con la finalidad y la fuerza de introducir un método pedagógico con cierta carga social y de valores, que me imagino algunos considerarán pasados de moda y sensibleros.

Leer el libro ya de adulto nos hará recobrar a aquel niño que fuimos y que somos, tal vez desempolvando unas motas de ingenuidad y naturalidad; o de pronto fundir el pensamiento con el sentimiento y hacerlos uno para que todo pueda ser transformado. Quizá nos hará pensar y reflexionar sobre nuestros propios métodos, evaluarlos y hacer cambios si es necesario, como en cada estamento de nuestra vida y obra.

De Amicis quiere transmitir el amor por la escuela, la educación. Un lugar que, junto con el hogar, forman una unidad ideal para forjar hombres y mujeres que transformarán su entorno. Y lo hace apostando por esos valores vitales para la convivencia, que revierten las diferencias de clases, y conllevan una preocupación por la justicia social.

De Amicis destaca el modelo pedagógico que presenta el profesor Perboni, el nuevo maestro de Enrique, de seguro superados por los programas actuales, pero que nunca debiera ser ignorado. Llama la atención la preocupación del autor por resaltar la procedencia de cada uno de los alumnos oriundos de las distintas regiones de Italia, así como la importancia de los valores para una sociedad con los mismos tintes que la nuestra. Pareciera que es un libro destinado solo para los niños y adolescentes, pero yo diría que su rayo de acción llega hasta los padres, maestros y todo público en general. Dudo que haya alguien que no logre emocionarse e identificarse con alguno de los personajes. Dudo que haya algún padre, o alguna institución pública o privada que no quiera encender la pasión por la enseñanza, que no ame la escuela, y no desee que se invierta lo necesario para promocionarla, pues de allí saldrán los que se sumarán al engranaje del desarrollo. Invito a su lectura aun cuando se diga que está obsoleto y que eso se leía en la escuela de hace 30 años o más.

Repensar en este libro me hace preguntar si es posible, aunque haya excepciones también, que la escuela, el colegio, sea un lugar donde todo niño y adolescente quiera acudir cada día, pues le anima a superarse, aprender, convivir; e incluso, en muchos casos, lo considere un lugar de refugio y apoyo. Sigo creyendo que los maestros son nuestros segundos padres, porque es lo que me decían siempre en el lugar donde crecí. Se nos pedía respeto para ellos; los admirábamos; eran ejemplo a seguir. Y a ellos se les pedía lo mismo a pesar de sus exiguos salarios y dificultades, sobre todo en los países en vías de desarrollo, en los que los maestros tienen que caminar y vivir situaciones extremas para poder impartir sus clases. De cerca viví esta experiencia visitando unas escuelas de barrios marginales en Colombia, donde muchos de los niños arrastran importantes problemáticas familiares, y los maestros son pieza clave para ayudarlos a salir adelante. También una vez, recién terminada la carrera, atendí la petición de una profesora del área rural en Pando, Bolivia. Fue una buena experiencia porque supe lo que era ir en la parte trasera de una camioneta, cubierta de polvo, y luego caminar por un sendero hasta llegar a la escuela. Y también sentir el trato hospitalario de los padres que ofrecían un desayuno al maestro y lo trataban con gran afecto, dando muestras de gratitud y deseos de que no se marchara, pues de ser así, los niños se quedarían sin aprender a leer y a escribir. Había que tener vocación y conciencia misional para hacer el trayecto cada día; el sueldo daba para cubrir el transporte hasta la orilla de la carretera y poco más. Pero pienso que la mayor parte de los maestros ven su labor más allá del salario, que es necesario, pero compensa ver los resultados de su trabajo, o mejor, de su misión pedagógica. Tienes que tener amor por ello. Como cuando lanzas las Buenas Noticias.

Como ese gesto maternal de una maestra de Enrique de un curso anterior. Sobre ella cito unas líneas trazadas en el diario del niño:

“Mi maestra ha cumplido su promesa: ha venido a verme hoy a casa en el momento en que iba a salir con mi madre para llevar ropa blanca a una pobre mujer… […] Es verdad; casi siempre se está escuchando su voz; lo recuerdo de cuando yo iba a la escuela; habla mucho para que los niños no se distraigan, y no está un momento sentada. Estaba bien seguro de que vendría, porque no se olvida jamás de sus discípulos; recuerda sus nombres por años. Los días de los exámenes corre a preguntar al director qué notas han sacado… Así es que van a buscarla al colegio muchos que ya usan pantalón y reloj… ¡Pobre maestra, qué delgada está! […] Se ha ido pronto para visitar a un chiquillo de su clase, hijo de un sillero, enfermo y con sarampión, y tenía que corregir varias pruebas… Me ha besado y me ha dicho: no me olvides, Enrique…”.

Yo misma, hoy, con emoción recuerdo a algunos de mis profesores. Siempre cariñosos y pacientes, preocupados por nuestros logros y desaciertos. Hace algunos años, al volver a mi tierra natal en Bolivia, una de mis maestras de los dos últimos años de Bachillerato, los cuales los cursé allí, me visitó y llevó un pequeño regalito para mi hijo; además, años más tarde le dio una clase de lengua para que se nivelara. Él aún la recuerda. Este hecho me trajo a la memoria el librito de De Amicis. Quizá estoy fuera de la realidad y quiero idealizarlo todo, pero sé por experiencia que esto es posible; en algún momento yo lo he vivido en parte, con luces y sombras como todo lo que sucede debajo del sol, pero con pequeños grandes momentos en el camino.

Me hace recordar un trecho de la carta del papá de Enrique, donde le habla de su maestro:

“… Respeta y ama a tu maestro, hijo. Ámalo porque tu padre lo ama y lo respeta; porque él consagra su vida al bien de tantos muchachos que lo olvidarán; ámalo porque te ilumina la inteligencia y te educa el corazón; porque un día, cuando seas hombre y no estemos ya en el mundo ni él ni yo, su imagen se presentará con frecuencia en tu mente, al lado de la mía, y entonces, ya verás, , has de recordar ciertas expresiones de dolor y de cansancio… y te causarán pena, y vergüenza… Ama a tu maestro porque pertenece a esa gran familia de cincuenta mil profesores elementales, diseminados por toda Italia, que son como los padres intelectuales de los millones de chicos que contigo crecen; los trabajadores mal comprendidos y mal recompensados que preparan para nuestro país un pueblo mejor que el actual… pronuncia con reverencia este nombre -Maestro…”.

La familia es importante para Enrique, en lo que se refiere a animar, orientar y ayudar a percibir el entorno del que forma parte, y actuar cuando es necesario. Su padre le escribe en una de las cartas:

“Sí querido Enrique; el estudio es duro para ti, como dice tu madre; no te veo ir a la escuela con aquel ánimo resuelto y aquella cara sonriente que yo quisiera… Piensa en los obreros que van a la escuela por la noche, después de haber trabajado todo el día; en las mujeres, en las muchachas del pueblo, que van a la escuela los domingos, después de haber trabajado toda la semana…; piensa en los niños mudos y ciegos que, sin embargo, estudian, y hasta en los presos… piensa: si este movimiento cesase, la humanidad caería en la barbarie; este movimiento es el progreso, la esperanza, la gloria del mundo. Valor, pues, soldado del inmenso ejército. Tus libros son tus armas, tu clase es tu escuadra, el campo de batalla la tierra entera y la victoria la civilización humana…”.

O algo así: “¡En presencia de la maestra de tu hermano, faltaste al respeto a tu madre!”. O:

“Dar la vida por la patria, como el muchacho lombardo, es una virtud, pero no olvides tampoco, hijo mío, otras virtudes menos brillantes. Esta mañana, yendo delante de mí, cuando volvíamos de la escuela, pasaste junto a una pobre que tenía sobre sus rodillas a un niño extenuado y pálido, y que te pidió limosna. Tú la miraste y no le diste nada, y quizá llevabas dinero en el bolsillo… Oye, hijo mío. No te acostumbres a pasar con indiferencia delante de la miseria que tiende la mano… Piensa en que a ti no te falta nada, mientras que les falta todo a ellos; que mientras tú ambicionas ser feliz, ellos con vivir se contentan. Piensa que es un horror que, en medio de tantos palacios, en las calles por donde pasan carruajes y niños vestidos de terciopelo, hay mujeres y niños que no tienen qué comer… ¡Oh Enrique, no pases nunca más delante de una madre que pide limosna sin dejarle un socorro en la mano! Tu padre”.

Pareciera que estamos leyendo Proverbios 31.1, cuando dice: “Palabras del rey Lemuel; la profecía con que le enseñó su madre”, al leer un fragmento de la carta que escribe la madre del protagonista: “(…) Dios nos ha arrojado a uno en brazos del otro, no nos separará para siempre; cuando yo muera, cuando tu padre muera, no nos diremos esas tremendas y desesperadas palabras: ¡mamá, papá, Enrique, no te volveré a ver nunca! Nos volveremos a ver en otra vida… en las que quien ha amado mucho sobre la tierra encontrará a las almas amadas, en un mundo sin culpas, sin llanto y sin muerte. Pero debemos hacernos dignos todos de esa otra vida. (…) Pide a Dios que te dé fuerzas para poner en práctica tus propósitos… Ten siempre en el pensamiento a ese Enrique sobrehumano y feliz que podrá ser después de esta vida. Y reza… llevemos esa celeste esperanza en el alma, adorado chiquillo mío”.

¿Estas situaciones están obsoletas en la actualidad? ¿Cómo podemos leer a De Amicis en medio de una sociedad como la nuestra? ¿No es esta la imagen diaria de los países del llamado Tercer Mundo y de las grandes ciudades del Primer Mundo?

Cada parte del libro contiene una enseñanza dada por los personajes incluidos: la madre, o el padre; las maestras, los alumnos, los pequeños trabajadores, pequeños héroes de los cuentos mensuales que el profesor hace copiar a sus pupilos y luego se lee en la clase. El director que está el primero en su puesto todas las mañanas y que exhorta a los alumnos con amor. Pareciera que esté hablando de algo edulcorado, pero ¿qué tal sería considerar algunos de los postulados de este pedagogo de ayer?

Voy tejiendo líneas aderezadas con aquellos sentimientos brotados cuando leí el libro, hace tantísimos años ya; quizá diga algo que no leí, pero que se ha ido forjando con el tiempo, como resultado de ese alimento que nos proporcionan las lecturas edificantes que forman parte de nuestro peregrinaje y nos ayudan a ir por el camino y no ser meros espectadores balconizados.

Retazos de ayer para hoy. Veo a los compañeros de Enrique en cada muchacho de este mundo actual. De aquí y de allá. Enrique los va describiendo desde el corazón. Es como todo niño que también se siente conmovido y solidarizado con sus compañeros. No le son indiferentes. Se nota que las orientaciones recibidas van forjándolo de esa manera. Aun cuando a veces surgen atisbos de terquedad, cierta envidia que pronto logra superar, indiferencia hacia el otro… Se siente interpelado por la situación de compañeros que trabajan cargando leña con su padre, como Coretti; o el calabrés, Stardi, o Precossi, el hijo del herrero, cuyo padre bebe y lo maltrata; tira sus libros y cuadernos… muchas veces va a clase sin desayunar, aunque el pobrecito jamás se queja. Estudia mientras trabaja, y al final, con sus logros en la escuela, hace recapacitar a su progenitor. También en la clase se encuentra con la generosidad de Garrone, el mayor de todos y con un gran corazón, quien comparte su mendrugo de pan con Nelly, el jorobadito, defendiéndolo cuando es necesario. Chicos de distintos trasfondos se entremezclan creando situaciones complejas para los educadores, como es el caso de Franti, un muchacho problemático, rebelde y cruel con maestros, compañeros y con cualquiera que se cruce en su camino. Pero también está Derossi, el mejor alumno de la clase y gran persona, lo cual hace que Enrique destierre cualquier atisbo de envidia hacia él. Carlos Nobis, soberbio y pedante, que proviene de una familia pudiente, pero con un padre que lo corrige y logra cambios inesperados. Garoffi, el comerciante. Crossi, el hijo de la verdulera que tiene que estudiar a la luz de una vela y con una silla como mesa, cuyo padre estaba en la cárcel y él decía que estaba en América. Enrique conoce la historia del padre, pero no lo avergüenza delante de los demás. Ha aprendido acerca de la discreción; algo difícil para el ser humano, ya que el chisme es uno de los grandes deportes de la humanidad.

El libro deja entrever una educación con profundas raíces cristianas, donde la ética, el patriotismo, la solidaridad, el compañerismo son claves. La importancia de la familia que se vislumbra en las cartas de los padres de Enrique en distintos tonos según las necesidades. Junto a su padre Enrique se adentrará en la casa de sus compañeros, les brindará hospitalidad independientemente de su condición social; visitará las clases nocturnas donde estudian por la noche los albañiles, panaderos, deshollinadores, etc.; llegará a conocer la historia de un preso; conocerá la realidad de los que transitan con alguna deficiencia; de los miserables de todos los tiempos; visitará a su maestro enfermo, conmoviéndose al verlo postrado en la cama y rodeado de las fotografías de sus antiguos alumnos. Enrique tiene el privilegio de conocer íntimamente la realidad que lo circunda, no le es ajeno el mundo de sus colegas de clase. Cómo van creciendo la solidaridad, la compasión, la amistad entre algunos de ellos. Cómo se consuelan en los momentos de pérdidas y frustraciones.

Su madre y hermana, de corazones generosos, abren su casa, acogen a sus amigos, aunque algunos dejen un poco de cal o de carbón debido a sus trabajos. Enrique va aprendiendo a convivir con la diversidad, sintiéndose bien delante de la abundancia como de la escasez; y va alejándose de la indiferencia y la parcialidad. Esto es un aprendizaje donde nadie es perfecto, pero lo importante es el deseo de ir puliéndonos para llegar a ser como la imagen del Hijo.

¡Qué gran nube de testigos tiene el protagonista de nuestro librito! Mientras lo leía antaño, me sentía privilegiada por tener a tantas personas que me iban ayudando en mi peregrinaje por la vida. Te sientes como cada uno de esos personajitos descritos por De Amicis, y al mismo tiempo te ves arropada por esos ángeles protectores que Dios te va poniendo en el camino. ¿Cómo no sentirte así cuando el autor te va introduciendo en el mundo del trabajo sencillo, valorándolo; como cuando el Alcalde de la ciudad entrega medallas a los obreros. Tú también lo valoras y valoras a las personas, las respetas. Tanto Enrique como los lectores vamos aprendiendo a alegrarnos con los logros conseguidos por otros, como cuando Precossi, el hijo del herrero, gana la segunda medalla de la clase y es aplaudido por los demás. Todo esto constituye un estímulo para los momentos de desánimo:

“Yo no he ganado ninguna -dice Enrique-; de algún tiempo a esta parte no estudio, estoy descontento de mí…, el maestro y mi padre también lo están… Cuando por la noche veo atravesar la plaza a tantos muchachos en medio de los grupos de operarios que vuelven de su trabajo, alegres a pesar del cansancio… y pienso que han estado trabajando desde el rayar del alba hasta aquella hora; y con aquellos tantos otros, aún más pequeños, que han pasado todo el día, bien sobre los tejados, bien delante de los hornos, bien en medio de las máquinas… no puedo menos que avergonzarme…”.

Me gusta el estilo que tiene el autor para describir situaciones reales, pero de una manera tal que te sientes parte de ellas y vas adquiriendo un compromiso. Cada carta que recibe Enrique la hacemos nuestra. Todo te reta e interpela. Y te animas a compartir como él, cuando, alentado por su padre, le regala su tren de juguete a Precossi, celebrando así su medalla. Precossi no tenía juguetes. Seguro que no fue una decisión fácil.

En un momento en que no se ven bien las emociones, todavía podemos llorar mientras acompañamos a Enrique en ese viaje para visitar al primer maestro de su padre, ya con ochenta y cuatro años. Emocionados ven cómo éste guardaba por fechas los trabajos de todos sus alumnos, después de cuarenta y cuatro años.... Por la letra, el papá de Enrique reconoce el suyo. Su maestro todavía se acordaba de su cara. Hace unos días también hemos visitado a la profesora de mi hijo, llamada Sofía. Le dio clases en primero y segundo de primaria. No olvidamos su dedicación y paciencia para con él. Siempre que nos encontrábamos a lo largo de estos años, me preguntaba: qué tal el muchacho. Y se alegraba cuando le contábamos que iba superando las dificultades y los cursos satisfactoriamente. Ahora está enferma y ha sido muy emotivo darle las gracias por su entrañable papel en nuestras vidas. Cuánto se alegró de ver a su antiguo pupilo. Ese día recordé el libro Corazón. Agradeciendo como el padre de Enrique a su maestro: “Heme aquí, después de cuarenta y cuatro años para decirle: Gracias, querido maestro”.

Hace una semana, conocí a una trabajadora social, que se encarga del tema de los refugiados en la Comuna de Mantua, lo cual trajo a mi memoria uno de los cuentos mensuales que el profesor Perboni leyó en clase, De los Apeninos a los Andes; se trata de la historia de Marco, un niño que sale de Italia rumbo a Argentina en busca de su madre, una mujer que, como tantos miles, había emigrado a América en busca de mejores condiciones de vida para su familia. La necesidad llevó a muchos italianos a salir de su tierra natal rumbo a países como Brasil, Argentina, Estados Unidos y otros. Hoy la situación se ha revertido, pues Italia es receptora de inmigrantes y refugiados que huyen de la guerra o del hambre. Sólo en la provincia de Mantua residen doce mil hindúes. Esperamos que continúe siendo tierra de acogida.

El profesor Perboni vio la necesidad de un método pedagógico que permitiera inculcar valores que transformaran las vidas de la nueva generación. Según percibo, durante ese curso la lectura se convirtió en un arma poderosa. Los chicos esperaban ansiosos la historia mensual: El pequeño vigía lombardo, El tamborcillo sardo, El pequeño patriota paduano, El enfermero de Tata, Sangre romañola, Valor civil, Naufragio.

Todos me impactaron, pero me apetece recordar el cuento de El pequeño escribiente florentino, que relata cómo un niño de doce años se sacrifica para ayudar a su padre en el trabajo, durmiendo casi nada, mermando en sus estudios, con el fin de incrementar los exiguos ingresos de la familia. Como tantos casos que se dan en el Tercer Mundo, donde muchos chicos trabajan y tienen que aparcar sus estudios, dejan de ser niños para tornarse adultos; son explotados. Otros son obligados a convertirse en niños-soldados, o en medios de transporte para el narcotráfico.

Cada historia nos retrata a los niños como ejemplos de grandes potenciales que merecen la mejor inversión por nuestra parte: padres, maestros, gobernantes, sociedad en general.

Seres que necesitan de buenos ejemplos. Y de nuestra vocación para llegar a ellos. Debe haber orden, pero también espacio para la creatividad, la participación, la opinión, la crítica constructiva. ¿Y por qué no el afecto? Nuestro pedagogo dice el primer día de clase: “Vosotros sois mis hijos… Demostradme que sois buenos chicos; nuestra clase será una familia, y vosotros seréis mi consuelo y mi orgullo. No os pido promesas de palabra; estoy seguro de que, en el fondo de vuestro corazón, ya me habéis dicho que sí. Y os lo agradezco”. Conozco a un profesor de Arte que, al igual que el maestro Perboni, trabaja arduamente para potenciar la creatividad de sus alumnos, pergeñando novedosos métodos.

¿Se pueden forjar lazos familiares en la escuela? La diversidad puede ir de la mano de la unidad. Se pueden generar vínculos perennes. Si oímos la voz de la sabiduría. Dice el padre de Enrique, cuando éste se entristece pensando que no volverá a ver a sus compañeros una vez concluido ese curso:

“¿Por qué, Enrique, nunca más? Eso dependerá de ti. Terminado cuarto irás al Gimnasio y ellos serán obreros; pero permaneceréis en la misma ciudad, quizá muchos años. … Cuando estés en la Universidad, o en el Liceo, irás a buscarlos a sus tiendas o a sus talleres, y te dará mucho gusto encontrarte con tus compañeros de infancia -ya hombres- en su trabajo, ¿cómo es posible que no vayas a buscar a Coretti y a Precossi estés donde estés? (…) Y ten presente que si no conservas estas amistades será muy difícil que adquieras otras semejantes en el porvenir, amistades, quiero decir fuera de la clase a la que perteneces; así vivirás en una sola clase, y el hombre que frecuenta una sola clase social es como un erudito que no lee más que un libro. (…) Mira: los hombres de las clases superiores son los oficiales, y los obreros son los soldados del trabajo; pero en la sociedad al igual que en el ejército, no solo el soldado es tan noble como el oficial, porque la nobleza está en el trabajo y no en la ganancia, en el valor y no en el grado…”.

Actualmente, en nuestra España, las escuelas acogen un abanico de nacionalidades, luchando por ser un modelo de convivencia fraterna. Es una labor que comienza en la etapa infantil.

Valiosa obra con enseñanzas para todos los tiempos. Estos días que pasé por Italia me volvieron a recordar más intensamente el legado que contiene esta obra de Edmundo De Amicis.

Me he traído Corazón-Cuore en su versión italiana.

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