El poder de las primeras impresiones sobre Dios

Ya en anteriores artículos considerábamos algunos de los experimentos que, desde las primeras investigaciones en Psicología, nos daban cierta idea de cómo nos comportamos las personas ante determinadas circunstancias y cómo no podíamos esperar demasiado respecto a las supuestas bondades del ser humano, a pesar de la sorpresa que nos produce “descubrir” ciertas cosas (aunque como ya vimos, estuvieran ya más que descubiertas y descritas en el texto bíblico). Hoy volvemos a retomar alguno de esos

27 DE AGOSTO DE 2010 · 22:00

,
Solomon Asch desarrolló allá por los años 40 una serie de experimentos sobre la manera en que las personas tomamos información de la realidad y la utilizamos para movernos en nuestro entorno. En particular, dedicó mucho de su tiempo y buena parte de sus investigaciones a extraer conclusiones acerca de la forma en que nos creamos las primeras impresiones y cómo ello influye en nuestras sucesivas aproximaciones a las personas tras esos primeros contactos. Algunos de esos experimentos se describen, muy someramente, a continuación: - En uno de los experimentos, Asch entregaba a los participantes una lista de adjetivos que describían a una persona desconocida. Los sujetos debían hacerse una idea de cómo era la persona a partir de esa descripción. La lista se entregó a dos grupos de personas y la única diferencia entre un grupo y otro era que uno de los adjetivos estaba modificado: el individuo era inteligente, habilidoso, trabajador, decidido, práctico, cauteloso pero, además, a uno de los grupos se le dijo que era alguien FRÍO y al otro se le dijo que era CÁLIDO. Pues esa pequeña modificación dio lugar a que, al pedirles una valoración posterior del desconocido en cuestión, los primeros dijeran que era una persona “tacaña, infeliz e impopular”, mientras que en el segundo la veían como “generosa, feliz y bondadosa”. - En el segundo experimento, se ofrecía a un grupo la descripción de un desconocido también mediante una lista de adjetivos. La diferencia con el otro grupo era que los adjetivos (inteligente, laborioso, impulsivo, censurador, terco y envidioso) se les presentaban en orden inverso. Esto influía de forma determinante en su visión del desconocido, que era considerado de manera favorable o desfavorable en función del orden de los calificativos de la lista. Estos experimentos obligaron, claro está, a considerar las primeras impresiones de forma bastante diferente a como hasta entonces se habían entendido. Resultaban estar cargadas del poder para formar y activar esquemas sobre las otras personas a partir de unos pocos datos iniciales que, aunque sean superficiales, harían que las informaciones posteriores se interpretaran respecto al esquema generado. El llamado “efecto de primacía” es un efecto atencional añadido por el que lo primero que conocemos de la otra persona determinará el resto de nuestros acercamientos a esa persona. Así, en todas las esferas de la vida, cuando las primeras características que conocemos sobre alguien, aunque superficiales e incompletas, son positivas, nuestro esquema acerca de ese alguien es favorable y facilita que, en adelante, se esté predispuesto a relacionarse positivamente con él. Pensemos, si no, qué ocurre el primer día de clase respecto a un profesor o, al revés, hacia los propios alumnos. O en esos supuestos “amores a primera vista”. También nos pasa algo parecido cuando conocemos al médico que va a realizarnos una operación quirúrgica y así sucesivamente en cada uno de los momentos en que nos relacionamos con personas a lo largo de nuestra existencia. Las primeras impresiones condicionan nuestro comportamiento, nuestras expectativas y las emociones que generamos hacia los demás hasta tal punto que, incluso, la nueva información que vayamos recibiendo sobre esa persona se irá ajustando, modificando, erosionando y adaptando para encajar en el molde que las primeras impresiones crearon. Eso significa, en definitiva, que una mala impresión inicial también complica sobremanera la percepción realista de las personas, por más pruebas que éstas nos den de una realidad diferente que la que tenemos en mente. Con Dios y las impresiones iniciales que nos formamos de Él no pasa algo diferente. Muchos tienen sus primeros contactos con Dios (o con lo que creen que es Dios) a través de experiencias negativas. Puede ser una educación religiosa cercana a lo fanático, vivida como imposición o más próxima a la imagen de un Dios castigador en vez de un Dios preocupado por el ser humano y por acercarse a él. Muchos obtienen su primera imagen de Dios a partir de una religión vacía o cargada de contradicciones, o más bien como un concepto que se ha repetido culturalmente hasta la extenuación, pero que pocas veces ha ido acompañado de verdadero significado. Algunos han vivido a Dios como un ente permanentemente asociado al concepto de prohibición o limitación. Otros lo conocen mínimamente a través de algún contacto con cristianos o con iglesias que, reconozcámoslo, quedamos muy lejos de ser el reflejo de lo que Dios es realmente y, con ello, se produce un rechazo constante y permanente en lo sucesivo en todo lo que tenga que ver con Él. Simplemente no quieren saber nada más de ese Dios que no les ha convencido a primera vista y se cierran ante cualquier posibilidad de modificar la idea inicial que se han creado. De ahí los esfuerzos permanentes por no querer saber, por alterar la imagen de Dios, por tergiversar las verdades del Evangelio. Resulta, además, un golpe al orgullo propio modificar el cuadro que nos hemos creado de alguien. Eso pone en duda nuestra supuesta capacidad para ser objetivos y honestos con la realidad que nos rodea. Y esto, por supuesto, vivimos bastante más tranquilos con la idea en nuestra conciencia de que somos infalibles. ¡Qué absurdos podemos llegar a ser, también en esos análisis iniciales sobre Dios! Pero si bien las primeras impresiones funcionan como funcionan en el ser humano, los estudios sobre ellas deberían llevarnos a tenerlas, si cabe, aún más presentes para hacer lo posible por contrarrestarlas. Es decir, no podemos evitar crearnos primeras impresiones sobre las personas o sobre Dios, pero sí podemos, sabiendo que se basan en información incompleta o superficial, indagar y profundizar lo suficiente como para que la nueva información por llegar, más veraz y realista, sustituya a aquella que es parcial o incorrecta. Ese ejercicio de honestidad, cuando se trata de las relaciones que mantenemos con las demás personas, favorece que las interacciones mejoren, sean más profundas y ricas. Pero en lo que se refiere a Dios, es una cuestión vital de cara a la eternidad. Ninguno podremos esgrimir delante del Creador como excusa que alguien (o nosotros mismos) favoreció una primera impresión equivocada acerca de Él y que eso nos apartó de la verdad definitivamente. Dios se ha revelado con suficiente claridad al hombre como para que éste le conozca, y si bien la iniciativa siempre surge de Dios en acercarse y buscar al hombre, éste último suele posicionarse permanentemente en un rechazo voluntario que le convierte en ciego simplemente porque no quiere ver. Las primeras impresiones pierden completamente su importancia ante la claridad cegadora del que es la LUZ por excelencia, Jesucristo, la imagen misma de Dios en términos suficientemente cercanos al hombre pero profundos a la vez como para que éste pueda, al menos, vislumbrarla y acogerse a Su obra salvadora. Nadie puede conocer a Dios verdaderamente sin conocer antes a Su Hijo. Ya Jesús mismo lo dijo en los años que pasó aquí en la Tierra: “Todas las cosas me fueron entregadas por mi Padre; y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; ni quién es el Padre, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar.” (Lucas 10:22) Cuando Dios se acerca al hombre y le hace ver con claridad lo que éste ha de saber, no hay primeras impresiones que valgan. La obra del Espíritu sobre el corazón no tiene apelación posible. Él, en Su misericordia, puede decidir mostrarse con total claridad incluso ante aquellos que se niegan a verle de otra manera diferente a como en su día le conocieron. Pero, ¡cuidado! porque Él a veces también decide, ante el rechazo persistente del ser humano, dejarle a sus anchas, al margen de Su acción reveladora de esa verdad sobre quien Dios es verdaderamente, sin superficialidades. Y eso no es sino la desgracia más absoluta para el hombre y la sentencia definitiva a una vida y una eternidad apartados del único que nos ha amado con amor eterno, muy por encima de cualquier primera impresión que hayamos podido formarnos de Él. Ante esto, sólo nos quedará decir, como Job ante esa revelación inapelable, “De oídas te había oído, mas ahora mis ojos te ven” (Job 42:5).

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - El espejo - El poder de las primeras impresiones sobre Dios