La estatua enamorada

No era casual el lugar escogido para ofrecer su espectáculo. Hacía días que le agradó una hermosa vendedora de flores de las Ramblas de Barcelona. Frente a su floristería se instaló inmóvil como buena estatua humana que era, mientras no perdía detalle de la frenética actividad comercial de la muchacha ni de sus atributos físicos.

20 DE MARZO DE 2010 · 23:00

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Ella parecía ignorarle a pesar del color dorado con que estaba teñida su piel, imitando al discóbolo griego. Pasaba las horas de su inmovilidad pensando cómo llamarle la atención. Al fin lo supo. Aprovechando un día de mucho frío y un instante en que no pasaba gente, se dejó caer al suelo como un fardo simulando un desmayo. No tardó en oí una voz femenina. - ¿Estás bien? Di algo… - ¿Qué… qué me ha pasado? - Te has mareado, lo mejor es que te vayas a casa. Este frío es insoportable. Sentirla de cerca aún le era más grato que verla a pocos metros. Dramatizando un poco más le pidió que le dejara tenderse al abrigo del chiringuito floreado por unos minutos. Ella accedió. El atleta griego ya estaba planeando el siguiente paso de su conquista. A la mañana del día siguiente se presentó como un cliente más de la florería. - ¿Te acuerdas de mí? - No, perdona que no te reconozca, al cabo del día veo mucha gente. - Soy la estatua humana que ayer socorriste, y venía a agradecer tu atención. - No, no hay de qué, ¿estás mejor? - Sí, ya estoy bien. Además quería que me ayudaras a escoger unas flores que quiero regalar a una chica con la que voy a cenar esta noche. ¿Cuáles te parecen más apropiadas? - ¿Cómo es ella?? preguntó sintiéndose un poco tonta por la fugaz ilusión que le inspiró la presencia de aquel joven. - Todavía no conozco sus gustos, pero ella es muy hermosa. Le dio un ramillete de violetas, y al pagar le dijo. - Si quieres aceptarlas son para ti. Ella se ruborizó, con dificultad pudo disimular las ganas que tenía de aceptar el regalo. Fue todo lo discreta que pudo, pero a las nueve de la noche ya estaban cenando en el restaurante Candela del barrio del Raval. Tenían en común el paisaje y el paisanaje de las Ramblas, y ello les dio tema de conversación para rato. Ella expresó su curiosidad por saber qué sentía él ante las caras de sorpresa de los paseantes que le miraban. Sobre todo le interesaban los niños. - ¿Por qué no lo vives en primera persona? Te propongo que un día cambiemos de actividad, tú haces de estatua con un traje que te daré y yo me dedico a vender ramos de flores, cosa que nunca he hecho. - ¡Vale! Por un día no me importa. Aquella Blancanieves con la manzana mordida fue la estatua más celebrada por los paseantes, asombrados sobre todo por su destacada belleza. Al atardecer acabó la sesión estirada en el suelo de las Ramblas, adornada con muchas flores y rodeada de velas encendidas. El joven, cansado de vender flores, cerró la floristería y se abrió paso entre la gente que observaba a la Blancanieves yaciente. Se acercó a ella y besó sus labios ante la sorpresa de los espectadores que aplaudieron al verla sonreír mientras se incorporaba. Los espectadores notaron que en aquel beso había algo más que una representación teatral. El amor atrapó a los componentes de aquella escena, convirtiéndolos por un momento en seres trascendentes y eternos. Poco a poco se fueron dispersando satisfechos después de dejar unas monedas en el sombrero olvidado de los amantes.

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