Que el hombre sea imagen de Dios significa que nada debe interponerse entre el Creador y la criatura. Nada tiene que hacer sombra o tapar el reflejo que los une o relaciona.
Pero, desafortunadamente, esto no ha sido siempre así a lo largo de la historia. Muchos ídolos se han venido interponiendo, llegando casi a eliminar el destello divino del alma humana. La miseria de la humanidad ha consistido en que muy a menudo ha ignorado su origen trascendente. Los hombres han puesto su corazón en valores terrenos y finitos, olvidándose casi por completo de lo eterno y divino. Otros intereses han sustituido a Dios en el corazón humano y éste ha perdido la memoria acerca de lo que significa ser imagen del Altísimo. En lugar de rendir culto a Dios, los humanos han tendido con frecuencia a ofrecer culto al propio hombre. En la antigüedad eran los reyes, faraones, césares y caudillos quienes sustituían a la divinidad. Hoy se continúa divinizando también al hombre pero por medio de la política, el deporte o los diferentes espectáculos de masas. Es la eterna mutación de lo secular a lo religioso.
Sin embargo, tales sustituciones no mejoran la imagen del hombre sino que lo esclavizan y lo hacen todavía más inhumano. En el fondo, ya casi nadie confía en la humanidad. La crítica postmoderna que se pregunta ¿es posible seguir divinizando al hombre después de Auschwitz e Hiroshima? lleva en su respuesta implícita toda la razón. Ya no es posible confiar en el ser humano.
El profeta Ezequiel escribió, más de quinientos años antes de Cristo, estas palabras dirigidas al príncipe de Tiro: "por cuanto se enalteció tu corazón, y dijiste: Yo soy un dios, en el trono de Dios estoy sentado..." (Ez. 28:2). Este ha sido siempre el problema del hombre: el orgullo y la soberbia sobre todos los demás seres creados. Pero, la realidad es que el ser humano que no se comporta como imagen de Dios, no pasa de ser un animal más. Desde el momento en que el hombre actúa perversamente con el hombre, desde el instante en que borra la imagen divina en su vida y se transforma en un salvaje sin escrúpulos, no queda más remedio que reconocer su absoluta animalidad ya que procede como cualquier otra fiera. Si el hombre dispone su existencia al servicio de la maldad y el pecado ¿por qué va a esperar un destino mejor que el de cualquier animal? ¿Acaso no es culpable de sus propios males?
No obstante, a pesar de las atrocidades acaecidas en este último siglo muchas personas se siguen planteando ¿cómo podemos seguir viviendo? ¿Cómo recuperar la fe en nosotros mismos? La mejor manera será siempre volver a la Palabra de Dios y reconocer que el ser humano es criatura como el resto de la Creación. El hombre no es divino ni es dios de nadie. No debe actuar, por tanto, como "dios para el hombre" ni como "lobo para el hombre". La misión de señorear, que le fue encomendada, es un llamamiento a la solidaridad con el resto del cosmos creado.
El hombre posee hoy muchísimo más poder que antaño, gracias al gran desarrollo alcanzado por la tecnología científica, de ahí que su responsabilidad frente al mundo sea también notablemente mayor. El principal problema de nuestra época no es adquirir más poder sobre la naturaleza, sino acertar a usar el que ya se posee de manera sabia y responsable.
La imagen divina que hay en el hombre exige que las fronteras existentes entre pueblos y naciones sean superadas mediante el buen uso de la política; que los problemas mediombientales se solucionen de manera generosa e inteligente y que los nuevos retos planteados por la bioética sean meditados a la luz de esta semejanza divina que existe en todo ser humano. La libertad y la técnica deben estar al servicio de la vida, y no al revés. El hombre está llamado a construir, no a destruir. Y esto sólo podrá conseguirse cuando aprendamos a actuar como verdaderas imágenes de Dios.