¿Cuánto vale tu palabra?

Cada vez resulta más evidente que no nos fiamos de nadie, que acumulamos a las espaldas más y más decepciones que nos dejan en una especie de desazón continua, a la espera de cuándo llegará el siguiente golpe.

23 DE NOVIEMBRE DE 2019 · 22:00

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Pensaba en estos días que una de las mayores cargas que las personas traen a la consulta es una falta de confianza y de seguridad. No solo por el futuro, lo cual es normal, porque ninguno lo conocemos. Tampoco tiene que ver con los famosos problemas de autoestima en los que uno pensaría en primera instancia. Nuestra inseguridad, muchas veces, es principalmente una ausencia de descanso en cuanto al otro, y por “el otro” me refiero al resto de personas. Y eso es un principio de realidad, es decir, tenemos razones para estar inseguros. 

Cada vez resulta más evidente que no nos fiamos de nadie, que acumulamos a las espaldas más y más decepciones que nos dejan en una especie de desazón continua, a la espera de cuándo llegará el siguiente golpe. Pero se da un nuevo fenómeno de forma quizá incluso más evidente que hace un tiempo: tampoco nos fiamos de nosotros mismos, y sin decirlo abiertamente, porque eso sería demasiado para nuestro frágil ego, reconocemos que somos demasiado volubles como para mantenernos en una determinada postura o posición, si las cosas no vienen bien dadas. Por expresarlo de otra forma, no respondemos ni por nosotros mismos, ni por nuestras palabras o compromisos adquiridos con el otro si la cosa se pone lo suficientemente fea y eso genera inquietud a los demás, pero en nosotros mismos también, a la corta o a la larga. 

Lo dramático de todo esto es, lamentablemente, que no solo nos decepcionan, sino que decepcionamos, y que nuestros problemas para mantener algo tan básico como nuestra palabra tienen que ver con algo que está instalado en lo más profundo de nosotros: el egoísmo. Nos da miedo que nos abandonen porque a menudo sabemos que nosotros abandonaríamos. Nos genera inseguridad el otro, porque el otro somos nosotros demasiadas veces y sabemos cómo nos las gastamos. El otro no es sino el reflejo de lo que tememos, pero que también ejecutamos, solo que no nos duele lo mismo desde un lado que desde el otro, porque no es lo mismo ser víctimas que verdugos.

Lo cierto es que, centrándonos en uno de los aspectos más elementales y básicos, pero a la vez más representativos de otros frentes más voluminosos (porque si no cumplimos en lo poco, tampoco lo haremos en lo grande) las personas ya no damos a las palabras el valor que antes tenían. La palabra de una persona comprometía su honor en caso de incumplimiento, y aunque un contrato verbal, a día de hoy y en teoría, se supone que tiene validez y es vinculante, la realidad es que nadie se fía de la palabra de nadie. Se cambia lo dicho, y punto. Así que no nos fiamos porque la mentira se ha instalado entre nosotros de una forma tan generalizada que parece realmente que no existe otra alternativa que ésta para relacionarse y que, el raro, el despistado y en casi todo caso “el tonto”, es el que es íntegro y decide moverse con la verdad por bandera.

Por esa razón, hablar sigue siendo gratis y como a las palabras se las lleva el viento, seguimos charlando mucho más de lo que escuchamos y, por supuesto, decimos mucho más de lo que hacemos porque, en principio, nos sale gratis (o eso pensábamos). Sin embargo, el hecho de que esto empiece a dolernos en primera persona y no solo le suceda a quienes defraudamos con nuestra inconsistencia, ya pone de manifiesto que sí se paga un precio por ser como veletas, según nos vaya viniendo el viento. Llega más tarde, pero llega.

Mantener la palabra o no pone de manifiesto quiénes somos frente a quiénes decimos ser. Y en ocasiones, cuando esta diferencia entre lo uno y lo otro se hace visible, ni siquiera nos soportamos a nosotros mismos. Lo que hacemos a otros se nos viene de vuelta por el principio fundamental y universal de la siembra y la cosecha: recibimos lo que venimos sembrando y esto puede tardar en producirse de forma evidente, pero siempre se concreta en contra nuestra también. 

Ahora es el tiempo cuando muchos de nosotros, producto de la sociedad que hemos construido en la que cada cual de sus miembros va completamente a su aire y hace lo que le apetece al margen de su compromiso verbal con lo contrario, vivimos en nuestras propias carnes los efectos de todo lo sembrado. Esto se hace visible, no solo porque venga gente a la consulta con inseguridades que son el mismísimo producto de las que ellos mismos crearon en otros, sino porque hay muchas cosas que son como son hoy en día como consecuencia del mismo principio:

  • Desde las bajas que ya casi no se dan por depresión después de haber abusado hasta la extenuación y la irreverencia del término, con lo que terminan pagando justos por pecadores porque los médicos ya no se fían de nosotros...
  • ...a que no se nos tenga en cuenta cuando presentamos una queja o reclamo legítimos, sea ya no solo en el médico en forma de dolencia física cualquiera, sino en un comercio ante un abuso, o frente a los amigos de los cuales abusamos tomándoles por tontos más de una vez. 
  • De igual manera, nos extraña cuando en una pareja aparecen problemas serios de celos sin recordar que aquella unión surgió como fruto del engaño previo a otros con los que se estaba unido antes, pero cuyo compromiso se rompió sin aparentes consecuencias entonces, aunque llegan después.
  • ¿Nos extraña de verdad que las condiciones de alquiler de una vivienda cada vez sean más leoninas, o que ya no se fíe en las tiendas de barrio, algo que parecería impensable a muchos de nuestros abuelos?

Estas “tonterías” son solo la punta de un iceberg gigantesco, de dimensiones que no podemos ni imaginar. Y no han pasado muchas generaciones para que se produzca este cambio, lo cual asusta, porque de seguir a este ritmo, en dos generaciones más la vida puede ser absolutamente inasumible en términos de convivencia. La peor independencia posible se nos viene encima: no la escogida, que es la que nos encanta, sino la impuesta, porque nadie quiera estar con nosotros.

Quisiera animarnos con todo esto, más allá de hacer una simple radiografía de algunas cosas cotidianas, a buscar retornar a lo que se puede ser y hemos abandonado: personas cuyo “Sí” sea “Sí” y cuyo “No” sea “No”, que no vayamos bailando con el viento según nos vaya viniendo, sino que seamos capaces de mantenernos íntegros en nuestra palabra, aún cuando podemos perder algo o mucho por ello. Se lo agradeceríamos mucho especialmente a los políticos, por ejemplo, y aprovecho la coyuntura por el momento particular que vivimos en este país, en el que la palabra de alguien que tiene ese tipo de responsabilidad política y social, no parece vale más que la palabra de un niñito que cambia de parecer según su apetencia y capricho del momento. 

Pero me lo recuerdo a mí también, en primer lugar, porque el camino se hace andando y porque estas cosas se juegan en el día a día cotidiano. Hoy se me presentarán mil situaciones que comprometerán mi palabra y quisiera, no solo no defraudar a ningún “otro”, sino tampoco sacrificar mi honor, ni defraudar a Quien ha comprometido Su palabra y Su acción para conmigo desde siempre y para siempre. 

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - El espejo - ¿Cuánto vale tu palabra?